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EL ÁLBUM

La vi desde la puerta del diario, apoyado en la pared, bajo la chapa con el nombre de mi abuelo, Agustín Malabia, fundador. Había venido a traer un artículo sobre la cosecha o la limpieza de las calles de Santa María, una de esas irresistibles tonterías que mi padre llama editoriales y que una vez impresas quedan macizas, apenas ventiladas por cifras, pesando sensiblemente en la tercera página, siempre arriba y a la izquierda.

Era un domingo a la tarde, húmedo y caluroso en el principio del invierno. Ella venía del puerto o de la ciudad con la valija liviana de avión, envuelta en un abrigo de pieles que debía sofocarla, paso a paso contra las paredes brillosas, contra el cielo acuoso y amarillento, un poco rígida, desolada, como si me la fueran acercando el atardecer, el río, el vals resoplado en la plaza por la banda, las muchachas que giraban emparejadas alrededor de los árboles pelados.

Ahora caminaba por el costado del Berna, más joven, más pequeña dentro del abrigo desprendido, con una curiosa agilidad de los pies que no era transmitida a las piernas, que no alteraba su dureza de estatua de pueblo.

Vásquez, el de la reventa, llegó por el corredor y se puso a mi lado, viéndome mirar, limpiándose las uñas con un cortaplumas, también prestigiado, indistintamente, por las dos palabras del nombre de mi abuelo. Encendí la pipa, esperando el momento de moverme para cruzar en diagonal la calle, rozar tal vez a la mujer, enterarme con certeza de su edad y meterme con un portazo en el automóvil, el nuevo, que mi padre me había dejado traer. Pero ella se detuvo en la esquina, ocultando con la cabeza, con la punta del gorro de lana, la jarra desteñida que alzaba en el cartel de la cervecería un gringo abigotado. Se detuvo con las rodillas juntas, sin propósito de hacerlo, simplemente porque acababa de morir el impulso que la había remolcado calle arriba.

– Debe estar un poco loca de la cabeza -dijo Vás-quez-. Hace una semana que está en el hotel, el Plaza; vino sola, dicen que cargada de baúles. Pero toda la mañana y la tarde se las pasa con esa valijita ida y vuelta por el muelle, a toda hora, a las horas en que no llegan ni salen balsas ni lanchas.

– Es fea, debe tener sus añitos -dije, y bostecé. -Según se mire, Jorgito -dictaminó con suavidad-. Más de uno se tiraría su lance -me tocó el hombro en despedida y cruzó diagonalmente, casi como yo proyectaba hacerlo, gris y pequeño, con el andar heredado de su amigo Junta, tratando de apoyar sobre el asfalto fangoso la rotundidad de un peso que no tenía. Pasó muy cerca de la mujer en la esquina del Berna, sin mover el cuello para mirarla, y entró en el negocio.

Yo sabía que no era para mí -y tal vez por nadie, ni siquiera por ella misma- que la mujer se había sosegado en la vereda, inmóvil y ocre en el centro de la tarde de domingo, agregada pasivamente al calor, a la humedad, a la nostalgia sin objeto. Pero me mantuve sin moverme, sin dejar de mirarla, hasta que la pipa estertoró vacía exactamente en el momento en que ella tuvo que adelantar un pie y descender, continuar avanzando en dirección al hotel por el desierto de la bocacalle que nos había separado y reunido, a pasos cortos y fáciles, con los que sólo se proponía marcar el transcurso del tiempo, atravesando desasida el temblor del bombo, la osadía del clarinete, el principio de la noche y los olores débiles, reticentes, de sus anticipaciones de la muerte. • Al día siguiente, de mañana, pensé que Vásquez había mentido o exagerado, o que la mujer ya no estaba en Santa María. Me vine a la ciudad en el primer ómnibus para hacerle cambiar las cuerdas a la raqueta, convencí a Hans de que era capaz de morir antes de divulgar que me había cortado el pelo un lunes de mañana, con la puerta de la peluquería cerrada, cuchicheando él y yo entre brillos de metales y espejos en la penumbra, compré tabaco para la pipa y caminé hasta el puerto.

La mujer no estaba ni vino, la balsa llegó con poca gente, con bolsas de trigo o maíz, con un colectivo despintado y viejo. Fumé paseando y después sentado en el muelle, las piernas colgadas sobre el agua. A veces, con sólo el perfil, espiaba el movimiento en los adoquines y en el portón del edificio rojo de la aduana; no supe qué era preferible estar haciendo o pensando cuando la mujer y la pequeña valija, y acaso nuevamente el abrigo de pieles, el gorro de lana, se acercaran para sorprenderme de espaldas. La balsa dio un bocinazo y se apartó del muelle a la una en punto. Todavía esperé, hambriento, asqueado de la pipa. Las bolsas y el colectivo habían quedado en el muelle; mi padre escribía un editorial sobre “¿Necesitamos importar trigo?” (Las hasta ayer tradicional-mente tierras feraces de Santa María) o sobre “Valiosa contribución a los transportes provinciales” (La labor progresiva emprendida en forma decidida por nuestra comuna).

Casi apoyada en el horizonte, diminuta, la balsa se había inmovilizado. Empecé a subir hacia la ciudad. Ya no recordaba a la mujer de la valija ni sentía amor o curiosidad por aquel llamado, aquella alusión que yo le había visto situar en el aire que nos separaba, entre la esquina del Berna y la de El Liberal. Desesperado y con hambre, tragando el gusto a fósforo de la pipa, yo iba pensando: “Una medida inconsulta, aprobada en forma inexplicable por la autoridad que nos rige, acaba de autorizar la entrada de veintisiete y medio bushels de trigo por el puerto de Santa María. Con la misma independencia de criterio que hemos puesto en juego para aplaudir la obra que lleva realizada el nuevo Concejo, debemos hoy alzar condenatoria nuestra voz insospechable”.

Desde La Nueva Italia llamé a mamá y le dije que comería en la ciudad para poder llegar a hora al colegio. Estaba seguro de que la mujer había sido rechazada o disuelta por la imbecilidad de Santa María simbolizada con exactitud por los artículos de mi padre: “Una verdadera afrenta, no trepidamos en decirlo, hecha por los señores concejales a los austeros y abnegados laborantes de las colonias circunvecinas que han fecundado con su sudor generación tras generación la envidiable riqueza de que disfrutamos”.

Cuando salimos de clase, Tito se empeñó en que tomáramos un vermouth en el Universal (no quiso ir al Plaza por miedo de encontrarse con su padre) y en hacerme creer una historia de amor con su prima segunda, la maestra; insistió en detalles plausibles, contestó con habilidad mis preguntas, era claro que había estado preparando con tiempo la confidencia. Me puse serio, me puse triste, me indigné:

– Mira -le dije, buscándole encarnizado los ojos-, tenes que casarte con ella. No hay excusas; aunque tu prima no quiera. Si es verdad lo que me dijiste, tenes que casarte. A pesar de todo; aunque la pobre tiene los tobillos gruesos como muslos, aunque frunce la boca como una vieja soltera.

Tito empezó a sonreír y a sacudir la cabeza, y estaba por decirme que todo era broma cuando me levanté y lo hice enrojecer de miedo, de duda.

– No quiero ni puedo verte hasta que te hayas comprometido. Paga porque invitaste.

Sólo me arrepentí durante tres pasos, cruzando la vereda del café, mientras escondía los cuadernos y el libro de inglés en el bolsillo del impermeable. Gordito, sonrosado, presuntuoso, servil, tal vez ahora con los ojos húmedos, idiota, mi amigo. El tiempo continuaba húmedo, tibio en las aberturas de las esquinas, indeciso en la sombra de los patios, cálido a las dos cuadras de marcha. Mientras bajaba hacia el puerto me sentí feliz contra toda mi voluntad, me puse a canturrear la marcha innominada que corona las retretas de la plaza, supuse un olor de jazmines, recordé un verano ya muy antiguo en que las quintas lanzaron toneladas de jazmines contra la ciudad, y descubrí, entreparándome, que ya tenía un pasado.

La vi desde la altura enjardinada de la rambla: la silueta creciendo al otro lado del malecón, a medida que ella avanzaba hacia la bruma del agua, mostrando y confundiendo la valija y el abrigo de invierno. Fue y vino mientras yo fumaba la pipa; a veces se detenía sobre las grandes losas del muelle, junto a la orilla, mirando la niebla y el pedazo lejano, despejado, que contenía las ruinas rosadas del palacio de Lato-rre; pero yo estaba seguro de que no esperaba nada, me sentía. Las lanchas atracaban y volvían a internarse en el río; pero ella no movía la cabeza para localizar las bocinas, no espiaba los grupos borrosos de pasajeros. Estaba allí pequeña y dura, mirando la gran nube blancuzca apoyada en las olas, inventando sorpresas, aproximaciones. Empezaba a oscurecer y a refrescar cuando se cansó y dio media vuelta, observando si todo quedaba en orden antes de cruzar rectamente el muelle.

La seguí hasta el hotel, creyendo que ella -sin volverse, sin mirarme- sentía mi presencia media cuadra atrás, y que yo le era útil, le ayudaba a subir las calles, a vivir. Caminaba dormida, sin enterarse, como lo había hecho la tarde anterior por el costado del Berna y por el costado del domingo y de la música añorante que dirigía Fitipaldi en la plaza sin más ayuda que el vaivén de sus ojos furiosos. Pero ahora la vi detenerse en cada vidriera de las dos cuadras de alrededor de la plaza: miraba, el hombro derecho contra el vidrio, torciendo apenas la cabeza, gastando exactamente medio minuto en cada una, el perfil indiferente en la agresividad de las luces que iban encendiendo, despreocupada de que le mostraran enaguas, paquetes de yerba, cañas de pescar, repuestos de tractores.

Por fin entró en el Plaza; yo continué andando hasta el club, puse tabaco en la pipa, miré la niebla que un viento frío comenzaba a desgarrar, justamente sobre la plaza, y volví. Estaba sentada en un taburete del mostrador, frente a una copa diminuta que miraba sin tocar, las dos manos protegiendo la valija que había acomodado en la falda. Me senté contra una ventana, lejos del mostrador, y me puse a revisar los cuadernos de apuntes. Ella continuaba quieta, recogida, hipnotizada por el punto de oro de la copa. Tal vez me viera por el espejo, tal vez me haya estado viendo desde que llegué al puerto con la pipa entre los dientes y un pasado recién descubierto. Leí en el cuaderno: Why, thou wert better in thy grave that to answer with by uncovered body this extremity of the skies. Y era cierto que ella me veía por el espejo, porque cuando alcé los ojos no tuvo necesidad de volver la cabeza antes de sujetar la copita con los dedos, bajarse del taburete y venir por un camino recto que construyó milagrosamente entre las mesas, sosteniendo el líquido intacto contra el pecho, la valija separada sin esfuerzo del invisible juego de las rodillas.

Se sentó y puso la copa exactamente en el centro de la mesa; y como el mozo no me había atendido, nadie podía saber si era suya o mía. La estuvo mirando con los ojos bajos y yo empecé a conocer su cara, a llenarme de aprensiones mientras escondía el cuaderno de inglés. Estuvo, con su gorro de lana -a franjas, viejo, mal tejido- inclinado sin gracia contra una oreja, tranquila y seria, como si meditara antes de resolverse -para siempre, como si fuera imprescindible que las cosas se iniciaran con una parodia de meditación. Supe que lo único que verdaderamente importaba en su cuerpo -a pesar de mi hambre, del hambre de Tito, de voraces hambres cobardes de los amigos- era su cari 'redonda, oscura, joven y gastada, los párpados torcidos hacia. los pómulos, la gran boca raída. Después bebió el contenido de la copa de un trago, mirándome, y ya me estaba sonriendo cuando la dejó en la mesa: una constante sonrisa furiosa, a la vez desvalida y posesiva como una mirada, como si me mirara también con los dientes, con la adelgazada línea roja, el vello y las arrugas que los rodeaban.

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