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– ¿Te puedo tutear? -dijo-. Hace muchos años nos citamos para esta tarde. ¿Es verdad? No importa cuándo, porque ya ves que no pudimos olvidarlo y aquí estamos, puntuales.

La cara y además la voz. Cuando vino el mozo ella pidió otra copa y yo no quise nada; me puse a trabajar en la pipa, ruborizado, abandonándome, seguro de que ella no se burlaba, de que eran innecesarias las explicaciones. La cara, siempre, y aquella voz que actuaba como sus pies, libre e ignorada, persuasiva, sin recurrir a las pausas.

Pero todo esto es un prólogo, porque la verdadera historia sólo empezó una semana después. También es prólogo mi visita a Díaz Grey, el médico, para conseguir que me presentara al viajante de un laboratorio que se había establecido, con media docena de valijas llenas de muestras de drogas, en el primer piso del hotel, en el mismo corredor del hotel donde estaba la habitación de la mujer; y mi entrevista con el viajante, y cómo su reposado cinismo, su arremangada camisa de seda, su pequeña boca húmeda humillaron sin dolor, un mediodía, en su cuarto en desorden, las frases aprendidas de memoria que traté de repetir con indolencia. Antes de decirme que sí se estuvo riendo, casi sin ruido, en calcetines, tirado en la cama, chupando un cigarro, contándome recuerdos sucios. Bajamos juntos y explicó al gerente que yo iría todas las tardes a su habitación para ayudarlo a copiar a máquina unos informes; “Déle una llave”; me apretó la mano con fuerza, serio, como a un hombre de su edad, con un extraño orgullo en los ojos pequeños y felices.

No quise inventar otra mentira para mis padres; repetí el cuento de los informes a máquinas que me había encargado el viajante, despreocupándome del dinero que tendría que cobrar y mostrar. Todas las tardes, en cuanto terminaban las clases -y a veces antes, cuando me era posible escapar- entraba en el hotel, saludaba con una sonrisa a quien estuviera de turno atrás de la caja registradora y subía por el ascensor o la escalera. El viajante -Ernesto Maynard decían las chapitas de los muestrarios- estaba recorriendo las farmacias de la costa; durante los primeros días gasté mucho tiempo en examinar los tubos y los frascos, en leer las promesas y las órdenes de los prospectos en papel de seda, subyugado por su estilo impersonal, a veces oscuro, mesuradamente optimista. Arrimado a la puerta, escuchaba después el silencio del corredor, los ruidos del bar y la ciudad. Sucedió.

La mujer fingía siempre estar dormida y despertaba con un pequeño sobresalto, con cambiantes nombres masculinos, deslumbrada por los restos de un sueño que ni mi presencia ni ninguna realidad podrían compensar. Yo estaba hambriento y mi hambre se renovaba y me era imposible imaginarme sin ella. Sin embargo, la satisfacción de este hambre, con todas sus pensadas o inevitables complicaciones, se convirtió muy pronto, para la mujer y para mí, en un precio que necesitábamos pagar.

La verdadera historia empezó un anochecer helado, cuando oíamos llover y cada uno estaba inmóvil y encogido, olvidado del otro. Había una barra estrecha de luz amarilla en la puerta del baño y yo reconstruía la soledad de los faroles en la plaza y en la rambla, los hilos perpendiculares de la lluvia sin viento. La historia empezó cuando ella dijo de pronto, sin moverse, cuando la voz trepó y estuvo en la penumbra, medio metro encima de nosotros:

– Qué importa que esté lloviendo, aunque llueva así cien años esto no es lluvia. Agua que cae, pero no lluvia.

Había estado, también antes, la gran sonrisa invisible de la mujer, y es cierto que ella no habló hasta que la sonrisa estuvo totalmente formada y le ocupó la cara.

– Nada más que agua que cae y la gente tiene que darle un nombre. Así que en este pueblucho o ciudad le llaman lluvia al agua que cae; pero es mentira.

No pude sospechar, ni siquiera cuando llegó la palabra Escocia, qué era lo que se estaba iniciando: la voz caía suave ininterrumpida encima de mi cara. Me explicó que sólo es lluvia la que cae sin utilidad ni sentido.

– El castillo estaba en Aberdeen y era tan viejo que el viento andaba por los corredores, los salones y las escaleras. Había más viento allí que en la noche de afuera. Y la lluvia que nos había amontonado durante dos días contra la chimenea alta como un hombre, terminó por atraernos hacia las ventanas rotas. Así que no hablábamos, estábamos desde la mañana a la noche rodeando el salón, la nariz de cada uno contra el vidrio de una ventana, quietos como las figuras de piedra de una iglesia. Hasta que al tercer día, creo, Mac Gre-gor anunció que ya no llovía, que empezaría a nevar, que los caminos iban a quedar cerrados y que cada uno era dueño de pensar que esto resultaba mejor o peor que la lluvia.

Este fue el primer cuento; volvió a decirlo algunas veces, casi siempre porque yo lo pedía cuando estaba aburrido del calor de la India o del campamento de Amallan. Tal vez nadie en el mundo sepa mentir así, pensaba yo. O tal vez nadie cazó zorros hasta que ella se echó a reír, sacudiendo la cabeza, luchando sin energía con un recuerdo de desteñida vergüenza, para atar de inmediato el caballo a un árbol y esconderse con un lord o un sir o un segundón de lord en un pabellón en ruinas, revolcarse en el ineludible jergón de hojas, mientras giraba alrededor de ellos, en el paisaje cursi de esplendoroso frío que ella acababa de hacer -allí, a mi lado, sin esfuerzo, con un placer impersonal y divino-, la primera cacería de zorro que estremeció la tierra, el acordado frenesí que ella iba dirigiendo con palabras ambiciosas y marchitas: pompa, trailla, casaca, floresta, rastreador, la inútil violencia, una pequeña muerte parda.

Y en el centro de cada mentira estaba la mujer, cada cuento era ella misma, próxima a mí, indudable. Ya no me interesaba leer ni soñar, estaba seguro de que cuando hiciera los viajes que planeaba con Tito, los paisajes, las ciudades, las distancias, el mundo todo me presentaría rostros sin significado, retratos de caras ausentes, irrecuperablemente despojados de una realidad verdadera.

Estaba el hambre, siempre; pero escucharla era el vicio, más mío, más intenso, más rico. Porque nada podía compararse al deslumbrante poder que ella me había prestado, el don de vacilar entre Venecia y El Cairo unas horas antes de la entrevista, hermético, astutamente vulgar entre los doce pobres muchachos que miraban formarse palabras desconcertantes en el pizarrón y en la boca de míster Pool; nada podía sustituir los regresos anhelantes que me bastaba pedir susurrando para tenerlos, nunca iguales, alterados, perfeccionándose.

Habíamos ido de Nueva York a San Francisco -por primera vez, y lo que ella describía me desilusionó por su parecido con un aviso de bebidas en una de las revistas extranjeras que llegan al diario: una reunión en una pieza de hotel, las enormes ventanas sin cortinas abiertas sobre la ciudad de mármol bajo el sol; y la anécdota era casi un plagio de la del hotel Bolívar, en Luna-, acabábamos de “llorar de frío en la costa este y antes de que pasara un día, increíble, nos estábamos bañando en la playa”, cuando apareció el hombre.

Era ancho y bajo y yo sólo quise enterarme.de las pocas cosas que hoy siguen bastando para armarlo y sostenerlo: las cejas anchas, el cuello de la camisa brillante y rayado, una perla, el corte novedoso de las solapas. Tal vez también, aunque innecesarias, su pequeña, terca sonrisa en media luna, sus manos peludas puestas sobre la mesa como cosas traídas para exhibir y presionar y que no olvidaría al marcharse. Estaban sentados cerca del comedor, a las siete de la tarde. Ella se inclinaba sobre las copas y el cenicero, una varilla de humo le cortaba la cara; bajo las negras cejas del hombre había un plácido bochorno, la vacilación de interrumpir un elogio exaltado.

Tomé el ascensor y fui a encerrarme en el cuarto de May-nard; tirado en la cama, fumando la pipa, escuché los ruidos del corredor, leí un relato de victorias dramáticas y parciales sobre el mal de Parkinson y supe que la anemia perniciosa es una enfermedad de rubias de ojos azules. Hasta que de pronto se me ocurrió que ella podía subir acompañada por el hombre, sus pasos rápidos, ignorantes del suelo y de la meta, escoltados por tacos graves, lentos, masculinos. Bajé. Estaban en la mesa y continuaban pensando en las mismas cosas, la cara de ella hacia las cejas retintas, la del hombre hacia las manos depositadas en el mantel.

Crucé la plaza sin celos, triste y enconado, inventando presentimientos de desgracia. Doblé en Urquiza y fui hasta la ferretería. Montado en una escalera, vestido hasta los tobillos por el guardapolvo gris hierro, gris polvo, el dependiente tenía una caja de madera en las rodillas y examinaba agujeros de tuercas para enterarse de si la rosca giraba hacia la izquierda o hacia la derecha. Cuando terminaba de olerías las clasificaba.

La vieja estaba detrás del mostrador, con una pañoleta negra en los hombros, solemne, mezquina, mucho más miope que la semana anterior.

– El Tito está arriba estudiando -no contestó mi saludo, no me invitó a subir, me estuvo mirando como si sospechara que yo tenía la culpa de que su pelo gris me llenara de asco. Entonces tuve que malgastar mi sonrisa, un destello,

una especial forma del candor con dos puntos diminutos de insolencia en los ojos. Luchó un poco:

– ¿Por qué no subís?

– Es un momento, gracias. Quiero pedirle un apunte.

Crucé el patio, vi detrás de una puerta a la hermana de Tito planchando; el frío estaba inmóvil, un gato negro esquivó en silencio mi patada y mi escupida. Tito escondió bajo la almohada la revista que estaba leyendo y me hizo señas de secreto y cariño antes de rebuscar en el ropero y mostrarme la botella de caña.

– Lo que sí que tengo sólo un vaso.

Estaba contento, gordito, turbado. Majestuoso, un poco melancólico, acepté con un gesto, compartí su baba, puse un codo sobre el hule devastado de la mesa, encendí la pipa con lentitud.

– Estuve leyendo otra vez el poema -dijo y alzó el vaso mugriento, adornado con flores, comprado para cepillos de dientes o infusiones de yuyos-. Y aunque vos digas, no es malo. Hay mucho humo. ¿Querés que abra la ventana?

En Santa María, cuando llega la noche, el río desaparece, va retrocediendo sin olas en la sombra como una alfombra que envolvieran; acompasadamente, el campo invade por la derecha -en ese momento estamos todos vueltos hacia el norte-, nos ocupa y ocupa el lecho del río. La soledad nocturna en el agua o a su orilla, puede ofrecer, supongo, el recuerdo, o la nada o un voluntario futuro; la noche de la llanura que se extiende puntual e indominable sólo nos permite encontrarnos con nosotros mismos, lúcidos y en presente.

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