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– Eso no es un poema -dije con dulzura-. Le haces creer a tu padre que estás estudiando y te encerrás para leer una revista puerca que yo mismo te presté. No es un poema, es la explicación de que tuve un motivo para escribir un poema y no pude hacerlo.

– Te digo que es bueno -golpeó apenas la mesa con el puño, rebelde, emocionante.

Cuando llega la noche nos quedamos sin río y las sirenas que revibran en el puerto se transforman en mugidos de vacas perdidas y las tormentas en el agua suenan como un viento seco entre trigales, sobre montes doblados. Que cada hombre esté solo y se mire hasta pudrirse, sin memoria ni mañana; esa cara sin secretos para toda la eternidad.

– Y tu hermana se va a casar con el dependiente de la ferretería, no este año, claro, sino cuanto tu viejo no tenga más remedio que darle una habilitación. Y vos algún día te vas a poner atrás del mostrador, no para disputarle tu hermana al dependiente, como sería justo y poético, como haría yo, sino para evitar que te roben entre los dos.

Me ofreció el vaso con una sonrisa tolerante, bondadosamente cínica. Tomé un trago mientras buscaba recordar qué había venido a hacer en el altillo, junto a él, mi amigo. Acerqué un fósforo al chirrido de la pipa. Había venido para pensar, al amparo incomprensible de Tito, que yo no tenía celos del hombre de las cejas y la perla; que ella no me había mirado ni podría mirarme con aquella Enardecida necesidad de humillación que yo había entrevisto al cruzar el bar; que sólo temía, verdaderamente, perder peripecias y geografías, perder el merendero crapuloso de Ñapóles donde ella hacía el amor sobre música de mandolinas; el estudio de San Pablo donde ella ayudaba de alguna manera a un hombre trompudo y contrito a corregir la arquitectura de las zonas templadas y las cálidas. No miedo a la soledad; miedo a la pérdida de una soledad que yo había habitado con una sensación de poder, con una clase de ventura que los días no podrían ya nunca darme ni compensar.

Hubo la tarde siguiente, sin rastros del hombre, sin que ni ella ni yo aludiéramos al desencuentro del día anterior. (También era parte de mi felicidad evitar las preguntas razonables: saber por qué estaba ella en Santa María, por qué recorría el muelle con la valija.) Tal vez ella haya sido aquella tarde más protectora, más exigente, más minuciosa. Sólo es seguro que ella no estuvo, no fue nombrada, no abrazó a ningún hombre en la historia prolongada sobre el Rhin, en un barco que viajaba con mal tiempo de Maguncia a Colonia. Y las demás convicciones son dudosas: la intención de su sonrisa en la penumbra, la intensidad alarmante del frío, el amor temeroso con que ella alargaba los detalles del viaje, sus ganas de suprimir lo esencial, de confundir los significados. Sólo me dio, de todos modos, cosas que yo sabía de memoria: una balsa sobre un río, gente rubia e impávida, la siempre fallida esperanza de una catástrofe definitiva.

Y también de todos modos, mientras me vestía, me acomodaba la boina y trataba de reorganizar rápidamente mi confianza en la imbecilidad del mundo, le perdoné el fracaso, estuve trabajando en un estilo de perdón que reflejara mi turbulenta experiencia, mi hastiada madurez.

La recuerdo despeinada y conforme, dejándome marchar, ayudándome a que me fuera, despidiendo mi cuerpo flaco, mi torpeza, mis oídos.

Y así como al decirle adiós a la mujer en la tarde del viaje tempestuoso sobre el Rhin me estaba separando de mi madre, me encontré con mi padre al día siguiente, a las seis de la tarde. Estaba sentado en el mostrador del bar, vigilando la entrada con un perfil rojizo y entusiasta, seguro de que me atraparía al pasar, un poco borracho, llamándose entonces Ernesto Maynard. Sólo tuvo que mover un pulgar para atraerme.

– ¿Cómo le va? -dije con mi voz más gruesa; me acomodé a su lado, puse en orden sobre mis piernas los libros y la libreta, acepté la bebida que él quiso.

Bebimos en silencio, pausados. Después él me puso una mano en el hombro, apenas, sin dominio, sin piedad. Seguiré recordándolo con amor durante años, mordiendo el habano a mi lado, apartándolo para mirar con sus ojos satisfechos y pequeños la longitud y el color de la ceniza, grueso y seguro, buscando con su grosera, simple cabeza la fórmula que no hiriera demasiado pero que contuviese a la vez aquella amargura que fortifica y enseña.

– Bueno, se mandó a mudar. Conozco toda la historia. Yo, metido en la pieza de hotel o viajando por la costa, convenciendo a médicos, dentistas, boticarios y curanderos. Puedo vender cualquier cosa, lo supe desde siempre, desde que era más chico que vos, es un don. Trabajando duro. Pero nunca se me escapó un chisme. Los adivino antes de que empiecen a formarse; todos los cuernos, todos los abortos, todas las estafas. Se fue esta mañana, o, mejor dicho, no volvió desde anoche. Dejó una carta pidiendo que le guarden el baúl, que va a volver a buscarlo y a pagar el saldo de la cuenta, unos trescientos pesos. Nada más que el baúl; y debe estar lleno de piedras, o de ropas viejas o de cuentas de otros hoteles. Yo sabía también que a las seis y cuarto ibas a llegar al hotel. Te esperé para decirte, sin vueltas, que esa mujer no vuelve más y que no importa que no vuelva. Y que no es posible que vivas como todos estos pobres tipos que compran las camisas, o se las compran las esposas, en La Moderna y eligen los trajes en el catálogo de Gath y Chaves. Esperando que les caigan mujeres y negocios, o ya no esperando nada. Tenes que disparar. Algún día, quién te dice, me vas a dar las gracias.

Le di las gracias y salí, sabiendo de verdad por primera vez que no tenía con quien estar. Aquella noche traté de rehacer el mundo, cada lugar que ella me había dado, cada fábula. Dejé de recordar su cara en cuanto hubo luz en la ventana.

Y tampoco servía pedir prestado el dinero. Fui de mañana al banco y dejé cinco pesos en mi cuenta de ahorros; fui a lo de Salem y empeñé el reloj que había heredado de mi hermano (muda y melodramática mi cuñada lo desprendió de la muñeca de mi hermano muerto). Antes de mediodía estuve plantado frente a la caja registradora del hotel, lleno de dinero, de poder, de una oscura necesidad de ofensa y desgaste. Expliqué que la mujer me había hecho llegar los trescientos pesos para rescatar el baúl; me dieron un recibo, me hicieron firmar otro: “Por Carmen Méndez”. Arreglé con Tito para que lleváramos el baúl al garaje de la ferretería cuando sus padres durmieran. Durante todo el día estuve pensando en el doctor Díaz Grey, imaginando que todo esto lo estaba haciendo por él, por el impreciso prestigio de la caballerosidad que él representaba en el pueblo, pequeño, bien vestido, desterrado, exagerando con ternura la renguera que apoyaba en el bastón.

Así que agotado y orgulloso, veinticuatro horas después que la mujer dejara Santa María, me encerré con Tito en el garaje y destapamos una botella mientras conversábamos de noches de bodas y de las repercusiones de las muertes, sentados en el baúl, golpeándolo suavemente con los tacos. Cuando la botella estuvo por la mitad y él me pidió que no habláramos del cuerpo de su hermana, rompí el candado y fuimos extrayendo ropas sucias e inservibles, sin perfumes, con olor a uso, a sudor y encierro, revistas viejas, dos libros en inglés y un álbum con tapas de cuero y las iniciales C.M. En cuclillas, envejecido, tratando de manejar la pipa con evidente soberbia, vi las fotografías en que la mujer -menos joven y más crédula a medida que iba pasando rabioso las páginas- cabalgaba en Egipto, sonreía a jugadores de golf en un prado escocés, abrazaba actrices de cine en un cabaret de California, presentía la muerte en el ventisquero del Rúan, hacía reales, infamaba cada una de las historias que me había contado, cada tarde en que la estuve queriendo y la escuché.

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