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Se acerca y se inclina para darle otros billetes doblados. Cuando Molly termina de pintarse y abrocharse el impermeable hasta el cuello, Díaz Grey se incorpora y abre bajo la luz, bajo la cara de la mujer, la mano con el anillo en la palma. Sin palabras -y ahora es necesario aceptar que la escena está situada en el final de la tarde- ella le toma los dedos y los va doblando, uno a uno, hasta esconder el anillo.

– Hasta cuando quieras -dice Quinteros desde la puerta. Díaz Grey y el Colorado oyen el ruido del motor que se aleja, su silencio, el murmullo del mar.

Aquí termina, en el recuerdo, la larga tarde lluviosa iniciada cuando Molly llegó a la casa en la arena; nuevamente el tiempo puede ser utilizado para medir.

Tan dramáticamente como si quisiera convencer de que lo ha comprendido todo antes que Díaz Grey, el Colorado se incorpora y vuelve hacia la puerta, hacia la lluvia que cede, una cara humanizada por la sorpresa y la angustia. Toca al médico por primera vez, le aferra un brazo y parece fortalecerse con el contacto; después se levanta y sale corriendo de la casa. Díaz Grey abre la mano, se acerca a la luz para mirar el anillo y soplar los granos de arena que se le han pegado; lo deja sobre la mesa, bebe lentamente un vaso de vino, como si fuera bueno, como si le quedaran cosas en qué pensar. Hay tiempo, se dice; está seguro de que el Colorado no necesita ayuda. Cuando se resuelve a salir encuentra, examina con indiferencia el último momento que puede ser incorporado a la tarde brumosa: una franja de luz rojiza se estira muy alta sobre el río. Enciende un cigarrillo y camina hacia el costado de la casa donde está el galpón; piensa con indolencia que terminó por guardarse el anillo, que dejó sobre la mesa el papel con los versos, que tal vez el deliberado cinismo baste para limpiarlo del remedo de la pasión y su ridículo.

Cuando Díaz Grey, en el consultorio frente a la plaza de la ciudad provinciana, se entrega al juego de conocerse a sí mismo mediante este recuerdo, el único, está obligado a confundir la sensación de su pasado en blanco con la de sus hombros débiles; la de la cabeza de pelo rubio y escaso, doblada contra el vidrio de la ventana, con la sensación de la soledad admitida de pronto, cuando ya era insuperable. También le es forzoso suponer que su vida meticulosa, su propio cuerpo privado de la lujuria, sus blandas creencias, son símbolos de la cursilería esencial del recuerdo que se empeña en mantener desde hace años.

En el final preferido para su recuerdo, Díaz Grey se deja caer a un costado de la casa, sobre la arena mojada. El frenesí del Colorado, que amontona ramas, papeles, tablas, pedazos de muebles contra la pared de madera del chalet, lo hace reír a carcajadas, toser y revolcarse; cuando respira el olor del kerosene inmoviliza al otro con un silbido imperioso y se le acerca, resbalando sobre la humedad y las hojas, saca del bolsillo la caja de fósforos y la sacude junto a un oído mientras avanza y resbala.

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