Y luego, lentamente, rada noche clara, la ceremonia de la mano, ya infantil, extendida con su leve, resucitado temblor, a la espera del anillo. En este otro parque solitario y helado ella, de rodillas junto a su fantasma, escuchando las ingastables palabras en latín que resbalaban del cielo. Amar y obedecer, en la dicha y en la desgracia, en la enfermedad y en la salud, hasta que la muerte nos separe.
Tan hermoso e irreal todo esto, repetido sin fatiga ni verdadera esperanza en cada inexorable noche blanca. Encerrado en la insolente altura de cuatro muros, aparte de nuestra paz, nuestra rutina.
Había entonces tantos médicos nuevos y mejores en Santa María, pero la vasquita. Moncha Insaurralde, casi en seguida de su regreso de Europa, antes de la clausura entre los muros, llamó por teléfono al doctor Días Grey, pidió consulta, trepó una siesta los dos tramos de escalera y sonrió estupidizada. sin aliento, la mano apretada contra el pecho para levantar la teta izquierda y apoyarla sobre donde ella creía tener el corazón, excesivamente próxima al hombro.
Dijo que iba a morirse, dijo que iba a casarse. Estaba o era tan distinta. El inevitable Díaz Grey trató de recordarla, algunos años atrás, cuando la huida de Santa María, del falansterio, cuando ella creyó que Europa garantizaba, por lo menos, un cambio de piel.
– Nada, no hay síntomas -dijo la muchacha-. No sé por qué vine a visitarlo. Si estuviera enferma hubiera ido a ver un médico de verdad. Perdóneme. Pero algún día sabrá que usted es más que eso. Mi padre fue amigo suyo. Tal vez haya venido por eso.
Se levantó flaca y pesada, balanceándose sin coquetería, empujando con resolución envejecida al cuerpo desparejo.
"Una todavía linda potranca, yegua de pura sangre, con sobrecañas dolorosas", pensó el médico. "Si pudiera lavarte la cara y auscultarla, nada más que eso, tu cara invisible debajo del violeta, el rojo, el amarillo, las rayitas negras que te alargan los ojos sin intención segura o comprensible".
"Si pudiera verte otra vez desafiando la imbecilidad de Santa María, sin defensa ni protección ni máscara, con el pelo mal atado en la nuca, con el exacto ingrediente masculino que hace de una mujer, sin molestia, una persona. Eso inapresable, ese cuarto o quinto sexo que llamamos una muchacha".
"Otra loca, otra dulce y trágica loquita, otra Julita Malabia en tan poco tiempo y entre nosotros, también justamente en el centro de nosotros y no podemos hacer más que sufrirla y quererla".
Avanzó hasta el escritorio mientras Díaz Grey se desabrochaba la túnica y encendía un cigarrillo; abrió la cartera boca abajo para derramar todo y algún tubo, algún fetiche femenino rodó sin prisa. El médico no miró; sólo le veía, quería verle la cara.
Ella apartó billetes, los barajó con un gesto de asco y los puso junto al codo del médico.
"Loca, sin cura, sin posibilidad de preguntas".
– Pago -dijo Moncha-. Pago para que me recete, me cure, repita conmigo: me voy a casar, me voy a morir.
Sin tocar el dinero, sin rechazarlo, Díaz Grey se puso de pie, se arrancó la túnica, tan blanca, tan almidonada y miró el perfil crispado, la grosera pintura que cambiaba ahora, contra la luz del ventanal, sus asombrosas combinaciones de color.
– Usted se va a casar -recitó dócil.
– Y me voy a morir.
– No es diagnóstico.
Ella sonrió brevemente, recuperando la adolescencia, mientras volvía a llenar la cartera. Papeles, carnets, joyas, perfume, papel higiénico, una polvera dorada, caramelos, pastillas, un bizcocho mordido, acaso algún sobrecito arrugado, mustio por el tiempo.
– Pero no alcanza, doctor. Tiene que venir conmigo. Tengo el coche abajo. Es cerca, estoy viviendo, unos días o siempre, no se sabe quién gana, en el hotel.
Díaz Grey fue y vio como un padre. Mientras miraba el secreto acarició distraído la nuca inquieta de Moncha: le rozó los codos, tropezó sus ademanes contra un pecho.
Vio. Díaz Grey, la décima parte de lo que hubiera visto y podido explicar una mujer. Sedas, encajes, puntillas, espuma sinuosa sobre la cama.
– ¿Comprende ahora? -dijo la mujer sin preguntar-. Es para mi vestido de novia. Marcos Bergner y el Padre Bergner -se rió mirando la blancura encrespada en la colcha oscura-. Toda la familia. El Padre Bergner me va a casar con Marquitos. Todavía no fijamos fecha.
Díaz Grey encendió un cigarrillo mientras retrocedía. El cura había muerto en sueños dos años antes; Marcos había muerto seis meses atrás, después de comida y alcohol, encima de una mujer. Pero, pensó, nada de aquello tenía importancia. La verdad era lo que aún podía ser escuchado, visto, tocado acaso. La verdad era que Moncha Insaurralde había vuelto de Europa para casarse con Marcos Bergner en la Catedral, bendecida por el cura Bergner.
Aceptó y dijo, acariciándole la espalda:
– Sí. Es cierto. Yo estaba seguro.
Moncha se puso de rodillas para besar los encajes, suave y minuciosa.
– Allá no pude ser feliz. Lo arreglamos por carta.
Era imposible que toda la ciudad participara en el complot de mentira o silencio. Pero Moncha estaba rodeada, aún antes del vestido, por un plomo, un corcho, un silencio que le impedían comprender o siquiera escuchar las deformaciones de la verdad suya, la que le habíamos hecho, la que amasamos junto con ella. El Padre Bergner estaba en Roma, siempre regresando de coloreadas tarjetas postales con el Vaticano al fondo, siempre pasando de una cámara a otra, siempre diciendo adiós a cardenales, obispos, sotanas de seda, una teoría infinita de efebos con ropas de monaguillos, vinajeras, espirales veloces del humo del incienso.
Siempre estaba Marcos Bergner volviendo con su yate de costas fabulosas, siempre atado al palo mayor en las tormentas ineludibles y cada vez vencidas, cada día o noche jugando con la rueda del timón, un poco borracho, acaso, la cara inolvidable entrando en el regreso, en la sal y el iodo que le hacían crecer y enrojecían la barba como en el final feliz de una marca inglesa de cigarrillos.
Esto, la ignorancia de las fechas de los seguros regresos, la validez indudable, incontestable de la palabra o promesa de un Insaurralde, palabra vasca o de vasco que caía y pesaba sin necesidad de ser dicha y de una vez para siempre en la eternidad. Un pensamiento, apenas, tal vez no pensando nunca por entero; una ambición de promesa puesta en el mundo, colocada allí e indestructible, siempre en desafío, más fuerte y rotunda si llegaba a cubrirla el mal tiempo, la lluvia, el viento, el granizo, el musgo y el sol enfurecido, el tiempo, solo.
De modo que todos nosotros, nosotros, la ayudamos, sin presentir ni remordernos, a hundirse en la breve primera parte, en el prólogo que se escribe para beneficio de ignorantes. Le dijimos si, aceptamos que era urgente y necesario y es posible que le tocáramos un hombro para que subiera al tren, es posible que esperáramos, deseáramos no volver a verla.
Y así, impulsada apenas por nuestra buena voluntad, por nuestra bien merecida hipocresia, Moncha, Moncha Insaurralde o Insurralde, bajó a la Capital -en el lenguaje de los escribas de El Liberal - para que Mme. Carón convirtiera sus sedas, encajes y puntillas en un vestido de novia digno de ella, de Santa María, del difunto Marcos Bergner, muerto pero en el yate, del difunto Padre Bergner, muerto pero despidiéndose sin fin en el Vaticano, en Roma, en la carcomida iglesia de pueblo que fuéramos capaces de soñar.
Pero, otra vez, ella fue a la Capital y regresó a nosotros con un vestido de novia que las decaídas cronistas de notas sociales podrían describir en su hermético, añorante estilo:
"El día de su casamiento celebrado en la basílica Santísimo Sacramento, lució vestido de crepé con bordado de strass que marcaba el talle alto. Una vincha de strass en forma de cofia adornaba la cabeza y sostenía el velo de tul de ilusión; en la mano llevó un ramo de phaleopnosis y en la basílica Nuestra Señora del Socorro fue bendecido su matrimonio, llevando la novia traje realizado en organza bordada, de corte princesa. El peinado alto tenía motivos de pequeñas flores alrededor del rodete, de donde partía el velo de tul de ilusión, y en la mano llevó un rosario. Mientras en San Nicolás de Bari llevó la novia traje de línea enteriza de tela bordada, con sobrepollera abierta que dejaba entrever en el ruedo un zócalo de camelias de raso, detalle que se repetía en el tocado que sujetaba un manto de tul de ilusión; y de nuevo en la Iglesia Matriz de Santa María lució un original vestido de corte enterizo, velo largo de tul de ilusión tomado al peinado con flores de nácar que se prolongaban sobre los lados formando mangas sujetas a los puños, y en la mano llevó un ramo de tulipanes y azahares".
Fue, golpeó, rebotó, como una pelota de fútbol notablemente rellena de aire, no aplastada y muerta todavía. Fue y vino a nosotros, a Santa María.
Y entonces todos pensamos; nos enfrentamos con la culpa inverosímil. Ella, Moncha, estaba loca. Pero todos nosotros habíamos contribuido por amor, bondad, buenos propósitos, lánguida burla, deseo respetable de sentirnos cómodos y abrigados, deseo de que nadie, ni Moncha, loca, muerta, viva, bien, admirablemente vestida, nos quitara minutos de sueño o de placeres normales.
La aceptamos, en fin, y la tuvimos. Dios, Brausen, nos perdone.
No nos habló de cielorrasos de hoteles, ni de partidas campestres, ni monumentos, ruinas, museos, nombres históricos que refirieran batallas, artistas o despojos. Nos daba, cuando el viento o la luz o el capricho lo imponían. Nos dio, nos estuvo dando sin preguntas, sin comienzos ni finales:
"Había llegado a Venecia al alba. Casi no pude dormir en toda la noche, la cabeza apoyada contra la ventana, viendo pasar las luces de ciudades y pueblos que veía por primera y última vez, y cuando cerraba los ojos olía el fuerte olor a madera, a cuero, de los incómodos asientos y oía las voces que murmuraban de vez en cuando frases que no comprendía. Cuando bajé del tren y salí de la estación con las luces todavía encendidas eran ahí por las cinco y media de la mañana. Caminé medio en sueños por las calles vacías hasta el San Marcos que estaba absolutamente desierto, excepto por las palomas y algunos mendigos echados contra las columnas. Desde lejos, era tan idéntico a las fotos de las postales que había visto, tan perfectos los colores, la complicada silueta de los techos curvados contra el sol naciente, era tan irreal como el hecho que yo estuviese allí, que yo fuese la única persona allí en ese momento. Caminé despacio, como una sonámbula y sentía que lloraba y lloraba -era como si la soledad, verlo tan perfecto como esperaba, lo convirtiese en parte mía para siempre aunque era lo más cerca de un sueño despierto que se puede tener. Y después -lo fue antes, una noche en Barcelona- el muchacho que bailó, vestido de torero, con ajustados pantalones rojos, en el círculo formado por las mesas. Recuerdo cuando fuimos arriba, a una mesa que daba sobre la pista de baile, cuando ya casi no quedaba gente y a los dos muchachos bailando juntos, muy apretados. De la misma altura, morochos, y el dueño que me ofrecía una pareja y el susto que tenía, no sabiendo si me ofrecía un hombre o una mujer. Y una calle, no sé dónde, las viejas casas pintadas con pintura chillona descolorida, la ropa colgada de un lado a otro de la estrecha vereda, los chicos haraposos, los pies descalzos resbalando sobre los adoquines mojarlos entre los puestos de pescados y pulpos de extrañas formas y colores".