Ella continuó esperando, en vano. Por fin se levantó, se puso una bata y enfrentó al hombre en la mesa.
– ¿Todo? -preguntó-. ¿Estás seguro? Te pido por favor. Y si es necesario que me arrodille… Por este pequeño pasado que nos ayudamos a pisotear, sin acuerdo, libres, por este pasado encima del cual, hombro contra hombro, por razones de espacio, nos agachamos para aliviarnos…
El hombre, con el cigarrillo colgando de la boca adelgazada, se volvió hacia ella y las vértebras le sonaron en la nuca. Sin piedad ni sorpresa, apagada por la costumbre, ella estuvo mirando el rostro de cadáver.
– ¿Todo? -se burló el hombre-. ¿Más todo? -hablaba hacia la copa en alto, hacia momentos perdidos, hacia lo que creía ser-. ¿Todo? Tal vez no lo comprendas. Ya hablé, creo, de la muchacha. -De mí.
– De la muchacha -porfió él.
La voz, las confusiones, la cuidada lentitud de los movimientos. Estaba borracho y próximo a la grosería. Ella sonrió, invisible y feliz.
– Eso dije -continuó el hombre, despacio, vigilante-. La que todo tipo normal busca, inventa, encuentra, o le hacen creer que encontró. No la que comprende, protege, mima, ayuda, endereza, corrige, mejora, apoya, aconseja, dirige y administra. Nada de eso, gracias.
– ¿Yo?
– Sí, ahora; y todo el maldito resto -se apoyó en la mesa para ir al baño.
Ella se quitó la bata, el camisón de pupila de orfelinato y lo estuvo esperando. Lo esperó hasta verlo salir desnudo y limpio del baño, hasta que le hizo una vaga caricia y, tendido a su lado en la cama, comenzó a respirar como un niño, en paz, sin recuerdo ni pecado, inmerso en el silencio inconfundible donde una mujer ahoga su llanto, su exasperación domada, su sentido atávico de la injusticia.
El segundo pocero, el flaco y lánguido, el que parecía no entender la vida y pedirle un sentido, una solución, resultó más fácil, más suyo. Acaso por la manera de ser del hombre, acaso porque lo tuvo muchas veces.
Después de las cinco se hería con las cinacinas, cerrando los ojos. Se lamía lentamente las manos y las muñecas. Desgarbado, vacilante, sin comprender, el segundo pocero llegaba a las seis y se dejaba llevar al galpón que olía a encierro y oveja.
Desnudo, se hacía niño y temeroso, suplicante. La mujer usó todos sus recuerdos, sus repentinas inspiraciones. Se acostumbró a escupirlo y cachetearlo, pudo descubrir, entre la pared de zinc y el techo, un rebenque viejo, sin grasa, abandonado.
Disfrutaba llamándolo con silbidos como a un perro, haciendo sonar los dedos. Una semana, dos semanas o tres.
Sin embargo, cada golpe, cada humillación, cada cobro y alegría la introducían en la plenitud y el sudor del verano, en la culminación que sólo puede ser continuada por el descenso.
Había sido feliz con el muchacho y a veces lloraron juntos, ignorando cada uno el porqué del otro. Pero, fatalmente y lenta, la mujer tuvo que regresar de la sexualidad desesperada a la necesidad de amor. Era mejor, creyó, estar sola y triste. No volvió a ver a los poceros; bajaba en el crepúsculo, después de las seis, y se acercaba cautelosa a los árboles del cerco.
– Sangre -la despertaba el hombre al volver de madrugada-; sangre en las manos y en la cara.
– No es nada -respondía ella esperando el regreso del sueño-. Todavía me gusta jugar con los árboles.
Una noche el hombre volvió para despertarla; se sirvió una copa mientras se aflojaba la corbata. Sentada en la cama, la mujer le oyó la risa y la estuvo comparando con el ruido claro, fresco, incontenible que le había escuchado años atrás.
– Mendel -dijo por fin-. Tu maravilloso, irresistible amigo Mendel. Y, en consecuencia, mi amigo del alma. Está preso desde ayer. Y no por mis papeles, documentos, sino porque era forzoso que terminara así.
Ella pidió una copa sin soda y la tomó de un trago.
– Mendel -dijo con asombro, incapaz de entender, de adivinar.
– Y yo -murmuró el hombre en tono de verdad- no sabiendo todo el día si le hago un favor entregándole al juez los sucios papeles o quemándolos.
Hasta que, en mitad del verano, llegó la tarde prevista mucho tiempo antes, cuando tenía su jardín salvaje y no habían llegado poceros a deshacerlo.
Caminó por el jardín que aplastaba el cemento y se arrojó sonriente, con técnica muy vieja y sabida, contra las cinacinas y sus dolores.
Rebotó en blanduras y docilidades, como si las plantas se hubieran convertido repentinamente en varas de goma. Las espinas no tenían ya fuerza para herir y goteaban, apenas, leche, un agua viscosa y lenta, blancuzca, perezosa. Probó otros troncos y todos eran iguales, manejables, inofensivos, rezumantes.
Se desesperó al principio y terminó por aceptar; tenía la costumbre. Ya habían pasado las cinco de la tarde y los peones se habían ido. Arrancando al paso algunas flores y hojas se detuvo para rezar, de pie, debajo de la araucaria inmortal. Alguien gritaba, hambriento o asustado en el primer piso. Con una flor magullada en la mano, comenzó a subir la escalera. Amamantó al niño hasta sentirlo dormido. Después se bendijo y fue refregando los pasos hacia el dormitorio. Escarbó en el ropero y pudo encontrar, casi en seguida, entre camisas y calzoncillos, el Smith and Wesson, inútil, impotente. Todo era un juego, un rito, un prólogo.
Pero volvió a rezar, mirando el brillo azuloso del arma, dos primeras mitades del Ave María; fue resbalando hasta caer en la cama, reconstruyó la primera vez y tuvo que abandonarse, llorar, ver de nuevo la luna de aquella noche, entregada, como una niña. El caño helado del revólver muerto atravesó los dientes, se apoyó en el paladar.
De vuelta al cuarto del niño le robó la bolsa de agua caliente. En el dormitorio, envolvió en ella el Smith and Wesson, aguardando con paciencia que el caño adquiriera temperatura humana para la boca ansiosa.
Admitió, sin vergüenza, la farsa que estaba cumpliendo. Luego escuchó, sin prisa, sin miedo, los tres golpes fallidos del percutor. Escuchó, por segundos, el cuarto tiro de la bala que le rompía el cerebro. Sin entender, estuvo un tiempo en la primera noche y la luna, creyó que volvía a tener derramado en su garganta el sabor del hombre, tan parecido al pasto fresco, a la felicidad y al veraneo. Avanzaba pertinaz en cada bocacalle del sueño y el cerebro deshechos, en cada momento de fatiga mientras remontaba la cuesta interminable, semidesnuda, torcida por la valija. La luna continuaba creciendo. Ella, horadando la noche con sus pequeños senos resplandecientes y duros como el zinc, siguió marchando hasta hundirse en la luna desmesurada que la había esperado, segura, años, no muchos.