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Pero elegía, sin convicción, sin deseo de verdad, el juego inútil y sangriento con las cinacinas, contra ellas, plantas o árboles. Buscaba, para nada, sin ningún fin, abrirse un camino entre los troncos y las espinas. Jadeaba un tiempo, abriéndose las manos. Concluía siempre en el fracaso, aceptándolo, diciéndole que sí con una mueca, una sonrisa.

Después atravesaba el crepúsculo, lamiéndose las manos, mirando el cielo de esta primavera recién nacida y el cielo tenso, promisorio, de primaveras futuras que tal vez transcurriera su hijo. Cocinaba, atendía al niño, y con un libro siempre mal elegido comenzaba la espera del hombre, en uno de los dos sillones floreados o tendida en la cama. Escondía los relojes y esperaba.

Pero todas las noches, los regresos del hombre eran idénticos, confundibles. Cerca de octubre le tocó leer: “Figúrense ustedes el pesar creciente, el ansia de huir, la repugnancia impotente, la sumisión, el odio”. El hombre escondió el coche en el garaje, cruzó el cemento y subió. Era el mismo de siempre, la frase recién leída por ella no logró transformarlo. Se paseaba por el dormitorio haciendo sonar el llavero, contando historias simples o complejas de la jornada, mintiéndole, inclinando a veces en las pausas la cara pomulosa, los ojos crecientes. Tan triste como ella, acaso.

Aquella noche la mujer se abandonó, exigió, como no lo había hecho desde muchos meses antes. Todo lo que los hiciera felices o los ayudara a olvidar era bienvenido, sagrado. Bajo la pequeña luz semiescondida, el hombre terminó por dormirse, casi sonriente, aquietado. Insomne, regresando, ella descubrió sin asombro, sin tristeza, que desde la infancia no había tenido otra felicidad verdadera, sólida, aparte de los verdes arrebatados al jardín. Nada más que eso, esas cosas cambiantes, esos colores. Y estuvo pensando, hasta el primer llanto del niño, que él lo había intuido, que quiso privarla de lo único que le importaba en realidad. Destruir el jardín, continuar mirándola manso con los ojos claros y ojerosos, jugar su sonrisa, indirecta, ambigua.

Cuando empezaron los ruidos de la mañana, la mujer mostraba los dientes al techo, pensando, una vez y otra, en la primera parte del Ave María. Nada más, porque no podía admitir la palabra muerte. Reconocía no haber sido engañada nunca, aceptaba haber acertado en los desconciertos, los miedos, las dudas de la infancia: la vida era una mezcla de imprecisiones, cobardías, mentiras difusas, no por fuerza siempre intencionadas.

Pero recordaba, aún ahora y con mayor fuerza, la sensación de estafa iniciada al final de la infancia, atenuada en la adolescencia gracias a deseos y esperanzas. Nunca había pedido nacer, nunca había deseado que la unión, tal vez momentánea, fugaz, rutinaria, de una pareja en la cama (madre, padre, después y para siempre) la trajeran al mundo. Y sobre todo, no había sido consultada respecto a la vida que fue obligada a conocer y aceptar. Una sola pregunta anterior y habría rechazado, con horror equivalente, los intestinos y la muerte, la necesidad de la palabra para comunicarse e intentar la comprensión ajena.

– No -dijo el hombre cuando ella trajo el desayuno desde la cocina-. No pienso hacer nada contra Mendel. Ni siquiera ayudar.

Estaba vestido con un cuidado extraño, como si no fuera a la oficina sino a una fiesta. Ante el traje nuevo, la camisa blanca, la corbata nunca usada, ella gastó minutos en recordar y creer en su recuerdo. Así había estado para ella durante el noviazgo. Estuvo moviéndose deslumbrada e incrédula, aliviada de angustias y de años.

El hombre mojó un pedazo de pan en la salsa y apartó el plato. La mujer vio brillar tímida, tanteadora, la nueva mirada que le llegaba desde la mesa o que ella tuvo que inventarse.

– Voy a quemar el cheque de Mendel. O puedo regalártelo. De todos modos, es cuestión de días. El pobre hombre.

Ella tuvo que esperar un tiempo. Luego consiguió apartarse de la chimenea y fue a sentarse frente al hombre flaco, sin sufrir y paciente, esperando que se fuera.

Cuando escuchó morir el ruido del coche en la carretera, subió al dormitorio; encontró en seguida el pequeño inútil revólver con cachas de nácar y estuvo mirándolo sin tocarlo. Fuera de ella, tampoco había llegado el verano, aunque la primavera avanzaba enfurecida y los días, las pequeñas cosas, no podían ni hubieran querido detenerse.

Por la tarde, luego del rito con las espinas y las perezosas líneas de sangre en las manos, la mujer aprendió a silbar con los pájaros y supo que Mendel había desaparecido junto con el hombre, flaco. Era posible que nunca hubieran existido. Quedaba el niño en la planta alta y de nada le servía para atenuar su soledad. Nunca había estado con Mendel, nunca lo había conocido ni le había visto el cuerpo corto y musculoso; nunca supo de su tesonera voluntad masculina, de su risa fácil, de su despreocupada compenetración con la dicha. El tajo de la frente goteaba ahora con lentitud a lo largo de la nariz.

Lloró el niño y tuvo que subir. El viejo fumaba sentado en una piedra, tan quieto, tan nada, que parecía formar parte de su asiento. Los otros dos estaban invisibles en el fondo de un pozo. Arriba, consoló al niño y vio en el suelo el traje arrugado del hombre. Estuvo escarbando, miró papeles llenos de cifras, monedas, un documento. Por fin, la carta.

Estaba hecha con una letra femenina, muy hermosa y clara, impersonal. No llegaba a las dos carillas y la firma ostentaba un significado incomprensible: Másam. Pero el sentido de la carta, la acumulación de tonterías, de juramentos, de frases que pretendían, simultáneamente, el ingenio y el talento, era muy claro. “Debe ser muy joven -pensó la mujer, sin lástima ni envidia-; así escribía yo, le escribía.” No encontró fotografías.

Al pie de Másam el hombre había escrito con tinta roja: “Tendrá dieciséis años y vendrá desnuda por encima y debajo de la tierra para estar conmigo tanto tiempo como duren esta canción y esta esperanza”.

Nunca llegó a tener celos del hombre ni pudo odiarlo; acaso, un poco, a la vida, a su propia incomprensión, a una indefinida mala jugada que le había hecho el mundo. Durante semanas continuaron viviendo como siempre. Pero él no tardó en sentir el cambio, en percibir que los rechazos y los perdones se iban transformando en una lejanía mansa, sin hostilidad.

Decían cosas, pero en realidad ya no conversaban. Ella soslayaba impasible las chispas de súplica que a veces saltaban de los ojos del hombre. “Es lo mismo que si estuviera muerto desde meses atrás, que no nos hubiéramos conocido nunca, que no se encontrara a mi lado.” Ninguno de los dos tenía nada que esperar. La frase no vendría, esquivaban los ojos. El hombre jugaba con el cigarrillo y el cenicero; ella estiraba manteca y jalea sobre el pan.

Cuando él regresaba a medianoche, la mujer dejaba de leer, fingía dormir o hablaba del trabajo en el jardín, de las camisas mal lavadas, del niño y del precio de la comida. El la escuchaba sin hacer preguntas, incurioso, sin traer nada verdadero para contar. Después sacaba una botella del armario y bebía en la madrugada, solo o con un libro.

Ella, en el aire nocturno de verano, le espiaba el perfil aguzado, la parte posterior de la cabeza, donde aparecían canas imprevistas días antes, donde el cabello empezaba a ralear. Dejó de tenerse lástima y la colocó en el hombre. Ahora, en los regresos, él se negaba a comer. Iba hasta el armario y bebía en la noche, en el alba. Tendido en la cama, hablaba a veces con una voz ajena, sin dirigirse a ella ni al techo; contaba cosas felices e increíbles, inventaba personas y acciones, circunstancias simples o dudosas.

Se decidió una noche en que el hombre llegó muy temprano, no quiso leer ni desvestirse, le estuvo sonriendo antes de hablar. “Quiere ayudar el paso del tiempo. Me contará una mentira exactamente tan larga como le convenga. Algo incrustado absurdamente en nuestras vidas, en la mortecina historia que estamos viviendo.” El hombre trajo una copa apenas mediada y le ofreció otra llena. Sabía, desde años atrás, que ella no iba a tocarla. No le había dado tiempo a meterse en la cama, la sorprendió en el gran sillón mientras ella miraba una vez y otra el libro, las palabras que conocía de memoria: “Figúrense ustedes el pesar creciente, el ansia de huir, la repugnancia impotente, la sumisión, el odio”.

El hombre se sentó frente a ella, escuchó las rutinarias novedades, asintiendo en silencio. Cuando se acercaba la muerte de la pausa, dijo, con otras palabras:

– El viejo. Ese que cobra, fuma, mira despreocupado el trabajo de los peones. Estudió un año en el seminario, estudió arquitectura unos meses. Habla de un viaje a Roma. ¿Con qué dinero, el pobre diablo? No sé cuánto tiempo después, varios años en todo caso, eligió reaparecer por estos lugares, por la ciudad. Estaba disfrazado de cura. Mentía, sin alarde, confundiendo y despistando. No se sabe cómo, pudo vivir dos días y dos noches en el seminario. Trató de conseguir ayuda para construir una capilla. Exhibía, desplegaba, con una obstinación semejante al furor, planos azulosos. Finalmente, volvieron a echarlo, a pesar de que él ofreció hacerse cargo de los gastos, reunir personalmente el dinero necesario.

– Tal vez haya sido entonces, no antes, que se disfrazó con la sotana y anduvo golpeando puerta por puerta para pedir ayuda. No para él sino para la capilla. Parece que lograba convencer con su fervor y con la vaga historia de su fracaso. Había tenido la astucia de ir depositando en el juzgado el dinero que recibía. De modo que cuando intervinieron los verdaderos curas no hubo más remedio que conformarse con una multa, que no pagó él, y algunos días de cárcel. Después, nadie pudo impedirle que se dedicara a hacer casas. Puso el techo a tantos horrores que nos rodean, aquí, en Villa Petrus, que la gente le dice “el constructor”. Tal vez alguno le llame “señor arquitecto”. No sé si es verdad o mentira. Quién perdería tiempo en averiguarlo.

– ¿Y si fuera verdad? -murmuró ella sobre el vaso.

– De todos modos, no es historia nuestra.

Ella giró en la cama. Pensó en cualquiera que estuviera vivo o hubiera cumplido el rito incomprensible de vivir, en cualquiera que estuviera viviendo o lo hubiera hecho siglos atrás, con preguntas que sólo obtenían el consabido silencio. Hombre o mujer, ya daba lo mismo. Pensó en el pocero gigantesco, en cualquiera, en la compasión.

– Mientras cumpla… -comenzó a decir él; entonces sonó el teléfono y el hombre se levantó, delgado y ágil, retardando los largos pasos. Habló en el corredor oscuro y volvió al dormitorio con cara de fastidio, casi rabioso.

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