En el vestíbulo oscuro una pardita con delantal y cofia se alzó frente al montón de sombreros y abrigos de mujeres. Pensé que la hubieran disfrazado y puesto allí para anunciar en voz alta a los visitantes.
Primero, por casualidad, porque él estaba cerca de la cortina de pana y naftalina, vi al tipo, al muchacho, al hombre de la rosita en el ojal. Después crucé entre la morralla endomingada y fui a saludar a doña Mina. Cabía mal en el sillón de patas retorcidas, recién tapizado; no dejó de acariciar el hocico del perro hediondo. Tenía encajes en las manos y en el escote. Le dije dos cumplidos y retrocedí un paso; entonces vi rápidamente los ojos, los de ella y los de la enana perfecta, sentada en la alfombra, la cabeza apoyada en el sillón. Los de la preñada tenían una expresión de dulzura estúpida, de felicidad física inconmovible.
Los ojos de la vieja me miraban contándome algo, seguros de que yo no era capaz de descubrir de qué se trataba; burlándose de mi incomprensión y también, anticipadamente, de lo que pudiera comprender equivocándome. Los ojos, estableciendo por un instante conmigo una complicidad despectiva. Como si yo fuera un niño; como si se desnudara frente a un ciego. Los ojos todavía brillantes, sin renuncia, acorralados por el tiempo, chispeando un segundo su impersonal revancha entre las arrugas y los colgajos.
El muchacho de la rosa estuvo poniendo discos durante media hora más. Cuando estuvo harto o se sintió seguro, fue a buscar a la enana encinta, la alzó y empezaron a bailar en medio de la sala, rodeados por el espontáneo retroceso de los demás, decididos a vivir, a soportar con alegría, a prescindir de esperanzas concretas. El balanceándose con pereza, entreverando los pies en la alfombra vinosa y chafada; ella aún más lenta, milagrosamente no alterada de veras por la enorme barriga que iba creciendo a cada vuelta de la danza sabida de memoria, que podía bailar sin errores, sorda y ciega.
Y nada más hasta el fin, hasta la construcción exasperada del monumento vegetal que da interés a esta historia y la despoja de sentido. Nada realmente importante hasta la pira multicolor y jugosa, abrumadora, de intención desconocida, quemada en tres días por la escarcha de mayo.
Lanza y Guiñazú habían visto mucho más, habían estado, en dos o tres ocasiones, más próximos que yo al corazón engañoso del asunto. Pero a mí me tocó el inservible desquite de ir a Las Casuarinas a las tres de la mañana; de que el muchacho viniera a buscarme con el gigantesco caballo jadeante en la noche azul y fría; de que me ayudara a abrigarme con una distraída cortesía desprovista de ofensa; de que me anticipara en el camino -mientras insultaba cariñosamente al caballo e iba exagerando la atención a las riendas- el final que habíamos estado previendo y acaso deseando, por la simple necesidad de que pasen cosas.
Las ancas del caballo resoplante moviéndose acompasadas bajo la luna, el ruido ahuecado del trote, dispuesto a llevarme a cualquier lado. El muchacho iba mirando el camino desierto con la esperanza de descubrir peligros u obstáculos, las manos protegidas por gruesos guantes viejos, innecesariamente alejadas del cuerpo.
– La muerte -dijo. Le miré los dientes rabiosos; la nariz demasiado bien hecha; la expresión adecuada a la noche de otoño, al frío que atravesábamos, a mí, a lo que él suponía encontrar en la casa-. De acuerdo. Pero no el miedo, ni el respeto, ni el misterio. El asco, la indignación por una injusticia definitiva que hace, a la vez, que todas las anteriores injusticias no importen y se conviertan en imperdonables. Estábamos durmiendo y nos despertó el timbre; yo le había puesto un timbre al lado de la cama. Trataba de sonreír y todo parecía ir bien por su voluntad y con su permiso, como siempre. Pero estoy seguro de que no nos veía, esperando con toda la cara un ruido, una voz. Enderezada encima de las almohadas, deseando oír algo que no podíamos decirle nosotros. Y como la voz no llegaba, empezó a mover la cabeza, a inventarse un idioma desconocido para hablar con cualquier otro, tan velozmente que era imposible que la entendieran, anticipándose a las respuestas, defendiéndose de ser interrumpida. Personalmente, creo que estaba disputándose algo con una amiga de la juventud. Y después de unos diez minutos de murmullo vertiginoso se hizo indudable que la amiga, una niña casi, estaba siendo derrotada y que ella, doña Mina, iba a quedarse para siempre con el atardecer glicinoso y jazminoso, con el hombre de párpados lentos, rizado, un bastoncito de Jacaranda en la axila. Por lo menos, fue eso lo que entendí y sigo creyéndolo. La rodeamos de botellas con agua caliente, le hicimos tomar las píldoras, até el caballo y me vine a buscarlo. Pero era la muerte. Usted no puede hacer otra cosa que firmar el certificado y pedir mañana la autopsia. Porque toda Santa María está condenada a pensar que yo la envenené, o que nosotros, mi mujer, el feto y yo, la envenenamos para heredarla. Pero, por suerte, como usted comprobará cuando le abra los intestinos, la vida es mucho más complicada.
La mujercita, vestida de luto, como si hubiera traído las flamantes ropas negras en sus valijas en previsión de aquella noche, había encendido velas junto a la cabeza desconcertada de doña Mina, había desparramado unas cuantas violetas prematuras y pálidas sobre los pies de la cama y nos esperaba de espaldas y arrodillada, con la cara entre las manos y encima de la colcha blanca y barata, traída tal vez del cuarto de la sirvienta.
Continuaron viviendo en la casa y, como decía Lanza en el Berna espiando la cara de Guiñazú -más fina por aquellos días, más taimada y profesional- nadie podría echarlos mientras no se abriera el testamento y quedara demostrado que existía alguien con derecho a echarlos, o que era de ellos el derecho a marcharse luego de haber vendido. Guiñazú le daba la razón y sonreía.
– No hay apuro. Como albacea, puedo esperar tres meses para llevar el testamento al juzgado. Salvo que aparezca algún pariente con pretensiones razonables. Entretanto, ellos siguen viviendo en la casa; y son de esa rara gente que queda bien en cualquier parte, que mejora o da sentido a los lugares. Todos estamos de acuerdo. Los he visto bajar de compras cada semana, como siempre, y hasta pude averiguar cómo se las arreglan para seguir comprando. Pero no hablé con ellos. Y no hay motivo para apurarse. Es probable que hayan tomado por su cuenta la sala grande de Las Casuarinas y la estén convirtiendo en museo para perpetuar la memoria de doña Mina. Según creo, disponen de vestidos, sombreros, parasoles y botinas suficientes para ilustrar esa vida prócer desde la guerra del Paraguay a nuestros días. Y tal vez hayan descubierto paquetes de cartas, daguerrotipos y bigoteras, píldoras para desarrollar el busto, una lapicera de marfil labrado y ampollas de afrodisíaco. Con esos elementos, si saben usarlos, lograrán que cualquier visitante del museo pueda reconstruir fácilmente la personalidad de doña Mina, para orgullo de todos nosotros, constreñidos por la historia a la pobreza de un solo héroe, Brausen el Fundador. Nada nos apura.
(Pero yo sospechaba que lo estaba apurando el deseo, la impura esperanza de que el muchacho de la rosa volviera a visitar la escribanía para pedir la apertura del testamento o la sucesión. Que lo estaba esperando para desquitarse del confuso encanto que le impuso el muchacho la mañana en que fue a visitarlo y le pagó cincuenta pesos por nada.)
– Nada nos apura -seguía Guiñazú-; y por el momento, en apariencia, nada los apura a ellos. Porque, para los sanmarianos, la maldición tácita que exiló de nuestras colectivas inmundicias hace medio siglo la inmundicia personal de doña Mina, quedó sin efecto y sin causa a partir de la noche del velorio. Desde entonces, después del duelo, los más discretos de nosotros, los chacareros y los comerciantes voluntariosos, y hasta las familias que descienden de la primera inmigración, empezaron a querer a la pareja sin trabas, con todas las ganas que tenían de quererla. Empezaron a ofrecerle sus casas y créditos ilimitados. Especulando con el testamento, claro, haciendo prudentes o audaces inversiones de prestigios y mercaderías, apostando a favor de la pareja. Pero, además, insisto, haciendo todo esto con amor. Y ellos, los bailarines, el caballero de la rosa y la virgen encinta que vino de Liliput, demuestran estar a la altura exacta de esta pleamar de cariño, indulgencia y adulaciones que alza la ciudad para atraerlos. Compran lo imprescindible para comer y ser felices, compran lana blanca para el niño y galletas especiales para el perro. Agradecen las invitaciones y no pueden aceptarlas porque están de luto. Los imagino de noche en la sala grande, sin nadie para quien bailar, cerca del fuego y rodeados por las primeras piezas desordenadas del museo. A cambio de escucharlos, le devolvería con gusto al tipo los cincuenta pesos de los honorarios y pondría otro billete encima. A cambio de escucharlos, de saber quiénes son, de saber quiénes y cómo somos nosotros para ellos. Guiñazú no nos dijo una palabra sobre el testamento, sobre las modificaciones dictadas por la vieja a Ferragut, hasta que llegó el momento exacto en que tuvo ganas de hacerlo. Tal vez se haya cansado de esperar la visita del muchacho, la confesión tácita que lo autorizaría a juzgarlo.
Tuvo ganas de hacerlo un mediodía caluroso de otoño. Almorzó con nosotros, puso sobre el antepecho de la ventana del Berna el portafolio castaño que había comprado antes de recibirse y está siempre flamante, como hecho con el cuero de un animal joven y aún vivo, sin huellas de litigios, corredores de tribunales, suciedades transportadas. Lo cubrió con el sombrero y nos dijo que llevaba el testamento para depositarlo en el juzgado.
– Y que se cumpla la justicia de los hombres -rió-. Gasté mucho tiempo, me distraje imaginando las cláusulas que podría haber dictado la justicia divina. Tratando de adivinar cómo sería este testamento si lo hubiera ordenado Dios en lugar -de doña Mina. Pero cuando pensamos a Dios nos pensamos a nosotros mismos. Y el Dios que yo puedo pensar -insisto en que dediqué mucho tiempo al problema- no hubiera hecho mejor las cosas, según se verá muy pronto.
Lo vimos caminar hacia la plaza y cruzarla apresurado, alto y sin inclinar los hombros, con el portafolio colgado de dos dedos, seguro de lo que estaba haciendo bajo el sol amarillento y fuerte, seguro de que llevaba al juzgado, para nosotros, para toda la ciudad, lo mejor, lo que habíamos logrado merecer.
Empezamos a saberlo al día siguiente, muy temprano. Supimos que Guiñazú estuvo tomando café y coñac con el juez, por un rato hablaron poco y se estuvieron mirando, graves y suspirantes, como si doña Mina acabara de morirse y como si aquella muerte les importara. El juez, Canabal, era un hombre corpulento, de ojos fríos y abultados, un poco gangoso y al que yo, exagerando, le había prohibido beber alcohol desde fines de año. Movió encima del testamento la pesada cabeza, desolándose a medida que volteaba las páginas con un solo dedo experto. Después se levantó bufando y acompañó a Guiñazú hasta la puerta.