Cerca del escándalo porque doña Mina, entre la pubertad y los veinte años, se había escapado tres veces. Se fue con un peón de estancia y la trajo el viejo Fraga a rebencazos, según la leyenda, que agrega la muerte del seductor, su entierro furtivo y un acuerdo económico con el comisario de 1911. Se fue, no con, sino detrás del mago de un circo que era apropiadamente feliz con su vocación y su mujer. La trajo la policía, a instancias del mago. Se fue, en los días de la casi revolución del 16, con un vendedor de medicinas para animales, un hombre bigotudo, afectado y resuelto que había hecho buenos negocios con el viejo Fraga. Esta fue la más larga de sus ausencias y volvió sin ser llamada ni traída. En esta época Fraga estaba terminando Las Casuarinas, un caserón en la ciudad, para dote de su hija o porque estaba harto de vivir en la estancia. Se habló entonces de una crisis religiosa de la muchacha, de su entrada en un convento y de un cura inverosímil que se negó a propiciar el plan porque no creía en la sinceridad de doña Mina. Lo cierto es que Fraga, que recordaba sin jactancia no haber pisado nunca una iglesia, hizo levantar una capilla en Las Casuarinas antes de que estuviera terminada la casa. Y cuando murió Fraga la muchacha arrendó a los precios más altos posibles la estancia y todos los campos heredados, se instaló en Las Casuarinas y convirtió la capilla en habitaciones para huéspedes o jardineros. Durante cuarenta años, fue pasando de un nombre a otro, de Herminia a doña Herminita y a doña Mina. Terminó en la vejez, en la soledad y en la arterioesclerosis, ni vencida ni añorante.
Allí estaban, entonces, los amantes caídos sobre nosotros desde el cielo de una tarde de tormenta. Instalados como para siempre en la capilla de Las Casuarinas, repitiendo ahora, día y noche, en condiciones ideales respecto a decorados, público y taquilla, la obra cuyo ensayo general habían hecho en casa de Specht.
Las Casuarinas está bastante alejada de la ciudad, hacia el norte, sobre el camino que lleva a la costa. Allí los vio Ferragut, el escribano asociado con Guiñazú, una mañana de domingo. A los tres y al perro.
– Había estado lloviendo en la madrugada; un par de horas de agua y viento. De manera que a las nueve el aire estaba limpio y la tierra un poco húmeda, retinta y olorosa. Dejé el coche en la parte alta del camino y los vi casi en seguida, como en un cuadro pequeño, de esos de marco ancho y dorado, inmóviles y sorprendentes mientras yo iba bajando hacia ellos. El en último plano, con un traje azul de jardinero, hecho de medida, juraría; arrodillado frente a un rosal, mirándolo sin tocarlo, haciendo sonrisas de probada eficacia contra hormigas y pulgones; rodeado, en beneficio del autor del cuadro, por los atributos de su condición: la pala, el rastrillo, la tijera, la máquina de cortar pasto. La muchacha estaba sentada sobre una colchoneta de jardín, con un sombrero de paja que casi le tocaba los hombros, con una gran barriga en punta, las piernas a la turca cubiertas por una amplia pollera de colores, leyendo una revista. Y junto a ella, en un sillón de mimbre con toldo, doña Mina sonreía a la gloria matutina de Dios, el asqueroso perro lanudo en la falda. Todos estaban en paz y eran graciosos; cada uno cumplía con inocencia su papel en el recién creado paraíso de Las Casuarinas. Me detuve intimidado en el portoncito de madera, sabiéndome indigno e intruso; pero la vieja me había hecho llamar y ya estaba moviendo una mano y arrugando la cara para distinguirme. Estaba disfrazada con un vestido sin mangas, abierto sobre el pecho. Me presentó a la muchacha -“una hijita”-, y cuando el tipo terminó de amenazar a las hormigas y vino balanceándose y armando la sonrisa, doña Mina se puso a reír, remilgada, como si le hubiera dicho una galantería lúbrica. Ricardo era el nombre del tipo. Había estado arañando la tierra hasta ensuciarse las uñas y ahora se las miraba preocupado pero sin perder la confianza: “Vamos a salvar casi todo, doña Mina. Como le había dicho, los plantaron demasiado juntos. Pero no importa”. No importaba, todo era fácil; resucitar rosales secos o cambiar agua en vino.
– Perdón -dijo Guiñazú-. ¿Sabía, él, que eras el escribano, que la vieja te había llamado, que existe una cosa llamada testamento?
– Sabía, estoy seguro. Pero tampoco esto importaba.
– El sí, debe estar seguro.
– Y cuando la vieja le pasó el perro agónico y legañoso a la muchacha que continuaba apoyando las nalgas en los talones y manoteó a ciegas el bastón para levantarse e ir conmigo hacia la casa, el tipo dio un salto y quedó inclinado junto a ella para ofrecerle el brazo. Iban adelante, muy lento; él le explicaba, a medida que la iba inventando, la idiosincrasia del desconocido que había plantado los rosales; ella se detenía a reír, para pellizcarle, para golpearse los ojos con un pañuelito. En el escritorio el tipo me la entregó sentada y pidió permiso para seguir conversando con las hormigas. -Bueno -tanteó Guiñazú, jugando con un vaso-. Tal vez Santa María tenga razón al condenar lo que está pasando en Las Casuarinas. Pero si el dinero, en lugar de ir a cualquier pariente del campo, les cae al jardinero amateur y a la dama de compañía y al niño que no acaba de nacer… ¿Cuánto puede vivir la vieja? -me preguntó.
– No se puede decir. De dos horas a cinco años, pienso. Desde que tiene huéspedes abandonó el régimen de comidas. Para bien o para mal.
– Sí -continuó Guiñazú-, ellos pueden ayudarla. -Se volvió hacia Ferragut: – ¿Tiene mucho dinero? ¿Cuánto? -Tiene mucho dinero -dijo Ferragut. -Gracias. ¿Modificó ese domingo el testamento? -Me confesó, porque me estuvo hablando todo el tiempo en tono de confesión, que era la primera vez en su vida que se sentía querida de verdad. Que la enana preñada era más buena con ella que toda verdadera hija imaginable, que el tipo era el mejor, más fino y comprensivo de los hombres y que si la muerte venía ahora a buscarla, tendría, ella, doña Mina, la felicidad de saber que el repugnante perro incontinente quedaría en buenas manos.
Lanza empezó a reír convulsivamente atorándose con sonidos tristones. Nos miró las caras y encendió un cigarrillo.
– Tenemos poco de que alimentarnos -dijo-. Y todo se declara valioso. Pero ésta es una vieja historia. Sólo que rara vez, por lo que sé, se ha dado de manera tan perfecta. De modo que en el testamento anterior, dígame usted, dejaba la fortuna a curas o parientes.
– A parientes. -Y esa mañana modificó el testamento.
– Y esa mañana modificó el testamento -repitió Ferragut.
Vivían en Las Casuarinas, desterrados de Santa María y del mundo. Pero algunos días, una o dos veces por semana, llegaban a la ciudad de compras en el inseguro Chevrolet de la vieja.
Los pobladores antiguos podíamos evocar entonces la remota y breve existencia del prostíbulo, los paseos que habían dado las mujeres los lunes. A pesar de los años, de las modas y de la demografía, los habitantes de la ciudad continuaban siendo los mismos. Tímidos y engreídos, obligados a juzgar para ayudarse, juzgando siempre por envidia o miedo. (Lo importante a decir de esta gente es que está desprovista de espontaneidad y de alegría; que sólo puede producir amigos tibios, borrachos inamistosos, mujeres que persiguen la seguridad y son idénticas e intercambiables como mellizas, hombres estafados y solitarios. Hablo de los sanmarianos; tal vez los viajeros hayan comprobado que la fraternidad humana es, en las coincidencias miserables, una verdad asombrosa y decepcionante.)
Pero el desprecio indeciso con que los habitantes miraban a la pareja que recorría una o dos veces por semana la ciudad barrida y progresista era de esencia distinta a la del desprecio que habían usado años atrás para medir los pasos, las detenciones y las vueltas de las dos o tres mujeres de la casita en la costa que jugaron a ir de compras en las tardes del lunes de algunos meses. Porque todos sabíamos un par de cosas del muchacho lánguido sonreidor y de la mujer en miniatura que había aprendido a equilibrar sobre los altos tacos la barriga creciente, que avanzaba por las calles del centro, no demasiado lenta, echada hacia atrás, apoyada con la nuca en la mano abierta de su marido. Sabíamos que estaban viviendo del dinero de doña Mina; y quedó establecido que, en este caso, el pecado era más sucio e imperdonable. Tal vez porque se trataba de una pareja y no sólo de un hombre, o porque el hombre era demasiado joven, o porque ellos dos nos eran simpáticos y demostraban no enterarse.
Pero también sabíamos que el testamento de doña Mina había sido modificado; de manera que, al mirarlos pasar, agregábamos al desdén una tímida y calculada oferta de amistad, de comprensión y tolerancia. Ya se vería qué, cuando fuera necesario.
Lo que se vio en seguida fue la fiesta de cumpleaños de doña Mina. Por nosotros la vio Guiñazú.
Dijeron -y lo decían mujeres viejas y ricas, que fueron invitadas y dieron excusas- que a doña Mina le era imposible cumplir años en marzo. Hasta ofrecieron mostrar fotografías verdosas, imágenes conservadas de la infancia respetable de doña Mina, donde ella debía estar ocupando el centro, la única niña sin sombrero, en el jardín inconcluso de Las Casuarinas, en su fiesta de cumpleaños, entre niñas con bonetes peludos, con abrigos de solapas, cuellos y alamares de pieles.
Pero no mostraron las fotografías ni fueron. A pesar de que el muchacho lo había prometido o, por lo menos, hizo todo lo posible. Mandó hacer unas invitaciones en papel blando amarillo con letras negras en relieve. (Lanza corrigió las pruebas.) Durante tres o cuatro días recorrieron las calles de la ciudad y los caminos de las quintas en un tílburi misteriosamente desenterrado. Con llantas de gomas nuevas, recién pintado de verde oscuro y de negro débil, con un gigantesco caballo de estatua, gordo, asmático, un animal de arado o de noria que ahora arrastraba a la pareja, enfurecido, babeante y al borde del síncope. Y ellos pasaban con uniforme de repartidores de invitaciones, erguidos sin dureza detrás de la rotunda grupa de la bestia, con sus gemelas, distraídas sonrisas, con el látigo inútil.
– Pero no consiguieron nada, o muy poco- nos contó Guiñazú-. Tal vez, se me ocurre, si él hubiera podido hacerse ver y escuchar por cada una de las viejas a cuya casa iba a mendigar… La verdad es que aquel sábado no lograron atraer a nadie, hombre o mujer, con derecho indiscutible a ser nombrado en las columnas sociales de El Liberal. Llegué más cerca de las nueve que de las ocho y ya había gente con botellas afincada en la oscuridad del jardín. Subí la escalinata sin ganas, o con ganas de terminar pronto con todo aquello, respirando la ternura de la leña quemada en algún sitio próximo, escuchando la música que venía desde adentro, la música noble, adelgazada y orgullosa que no había sido hecha ni sonaba para mí ni para ninguno de los habitantes de la casa o del jardín.