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– Si también se pierde esta cosecha nos vamos a divertir -dijo uno de los dos.

– Y ahora que le están casi regalando el trigo al Brasil -dijo el otro.

Pero antes de que se cerrara la puerta Canabal empezó a reírse, con una risa sin prólogo, hecha toda con carcajadas maduras.

– ¡El perro! -gritaba-. La frase en que habla, la muy curtida y cínica, del amor y del perro. ¡Cómo me gustaría verles las caras! Y creo que se las voy a ver en este mismo despacho. Creían tenerla en la bolsa y ahora… ¡el perro y quinientos pesos!

Guiñazú volvió a entrar en la habitación y sonrió en silencio. Canabal se limpiaba la cara con un pañuelo enlutado.

– Perdone -resopló-, pero en toda mi vida, ni de picapleitos, conocí algo tan cómico. El perro y quinientos pesos.

– Yo pensé lo mismo -dijo Guiñazú con tolerancia-. Y también Ferragut está impaciente por verles las caras. Y es cierto que el asunto me pareció cómico -continuó sonriendo hasta llegar a la ventana abierta sobre la calle angosta y rectilínea, embellecida por la humedad y el sol amarillo, sobre la música crapulosa e infantil que trepaba desde el negocio de radios y discos-. Pero si tenemos en cuenta que la difunta deja una fortuna…

– Por eso mismo -dijo Canabal y volvió a reírse.

– Una fortuna a unas primas y sobrinas que tal vez no la hayan visto nunca y que seguramente la odiaban, y varias decenas de miles a gente que nadie sabe quién es y que habrá que perseguir con edictos por todo el país… Si tenemos en cuenta, señor juez, que la pareja la estuvo cuidando y la hizo feliz durante meses, y que ella estaba segura -como lo estamos nosotros, sin más prueba que la emporcadora experiencia- de que la pareja confiaba heredarla. Si admitimos que la vieja pensaba en esto cuando lo llamó a Ferragut para determinar que el muchacho, la enanita y el feto recibirán en pago de lo anteriormente expuesto quinientos pesos para situarse de por vida al margen de toda dificultad económica…

– Pero Guiñazú… -dijo el juez, oliendo el perfume seco y triste de su pañuelo-. Si justamente por eso me reía, hombre. Ahí está la gracia: en la reunión de todas las cosas que acaba de enumerar.

“No tiene color en los ojos, pensó Guiñazú. Sólo tiene brillo y convexidad; podría pasarse horas mirando, sin pestañear, con una hojita de rosa pegada en la córnea.”

– Pero ya no me hace gracia -siguió Guiñazú-. La historia es demasiado cómica, monstruosamente cómica. Entonces, terminé por tomarla en serio, por desconfiar de lo que parece 'obvio. Por ejemplo, para despedirme, piense en el perro; dígame mañana por qué se lo dejó a él y no a las primas millonarias.

Cerró teatralmente la puerta y escuchó casi en seguida carcajadas de Canabal, las preguntas babeantes que se hacía en voz alta para seguir riendo.

Supimos también que Guiñazú -que había dejado de encontrarnos en el café y el Berna- visitó Las Casuarinas al día siguiente. Supimos que tomó el té en el jardín con la pareja, que inspeccionó las defensas de arpillera y lata contra heladas y hormigas desplegadas en las estacas de los rosales.

Supimos, cuando Guiñazú quiso hablar, cuando llegó el invierno y Las Casuarinas quedó desierta y los habitantes de Santa María olvidaban el frío y la granizada para comentar la historia equívoca e inmortal del testamento, supimos que en aquella tarde húmeda de otoño Guiñazú anticipó la entrega legal del perro moribundo y diarreico, y de cinco billetes de cien pesos.

Pero, en realidad, estábamos obligados a sospechar desde mucho antes que Guiñazú había dado el perro y el dinero. Tuvimos que suponerlo en la misma celosa mañana del domingo en que alguien vino a contarnos que la enana se había acomodado para esperar, entre pilas de valijas y cajas redondas de sombreros, despatarrada para dar cabida al feto de once meses y al lanudo perro legañoso, en la escalinata del puerto, frente al amarradero de la balsa.

La doble entrega tenía que ser sabida desde el momento en que otro vino a contarnos que el muchacho, desde el alba de aquel mismo día, en el pescante inseguro del coche de Las Casuarinas, golpeando porque sí al caballo, anduvo recorriendo las quintas y comprando flores. No tenía preferencias, pagaba del cinturón sin discutir, acomodaba los ramos debajo de la capota, decía que sí a un vaso de viñeta y trepaba de nuevo al pescante. Entró y salió de los caminos de tierra, se detuvo para abrir y cerrar porteras, obligó al animal a galopar bajo el círculo imperfecto de la luna, entre perros flacos, moteados e invisibles, enfrentó faroles y desconfianzas, llegó a sentirse débil y sin un peso, hambriento y con sueño, privado de la fe inicial y de la memoria de cualquier propósito.

Era de mañana cuando el caballo se detuvo cabeceando junto a la pared del cementerio. El muchacho apartó las manos de las rodillas para protegerse del olor asqueante de los kilos de flores que oprimía la capota y estuvo pensando en mujeres, muertes y madrugadas, mientras esperaba los campanazos de la capilla que abrirían la puerta del cementerio.

Tal vez haya sobornado al guardián, con sonrisas o con promesas, con el cansancio y la desesperación obcecada de su cuerpo y de su cara, más vieja y narigona. O acaso el guardián haya sentido lo que nosotros -Lanza, Guiñazú y yo- creíamos saber: que mueren jóvenes los que aman demasiado a los dioses. Debe haberlo olido, indeciso, despistado un momento por el perfume de las flores. Debe haberlo tocado con su bastón hasta reconocerlo y tratarlo como a un amigo, como a un huésped.

Porque le dejaron entrar el coche, guiarlo tironeando de la quijada humeante del caballo hasta el panteón encolumnado, con un ángel negro de alas quebradas y con fechas y exclamaciones metálicas.

Porque lo vieron de pie y de rodillas en el pescante, y luego de pie sobre la tierra gorda, negra y siempre húmeda, sobre el pasto irregular e impetuoso, braceando sin pausas, jadeando por la mueca resuelta y fatigada que le descubría los dientes, para trasladar al voleo las flores recién cortadas, del coche a la tumba, un montón y otro, sin perdonar ni un pétalo ni una hoja, hasta devolver los quinientos pesos, hasta levantar la montaña insolente y despareja que expresaba para él y para la muerta lo que nosotros no pudimos saber nunca con certeza.

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