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El hombre se dirige sobre todo a dos de los jóvenes: uno de espeso pelo negro y mejillas con perenne rubor que, inclinado hacia el suelo, se ata las sandalias; y el otro, el efebo desnudo que recibe el masaje y cuyo rostro -ahora lo vemos- es hermosísimo.

La habitación exuda calor, como los cuerpos. Entonces un remolino de niebla serpentea ante nuestros ojos, y la visión desaparece.

– Les pregunté sobre Trámaco -explicó Diágoras-. Al principio no comprendían muy bien lo que quería de ellos, pero ambos admitieron que su amigo había cambiado, aunque no se explicaban la causa. Entonces Lisilo, otro alumno que por casualidad se hallaba allí, me hizo una increíble revelación: que Trámaco frecuentaba, en secreto, desde hacía unos meses, a una hetaira del Pireo llamada Yasintra. «Quizás ella sea quien le ha hecho cambiar, maestro», añadió socarronamente. Antiso y Eunío, muy tímidos, confirmaron la existencia de aquella relación. Quedé asombrado, y en cierto modo dolido, pero al mismo tiempo experimenté un considerable alivio: que mi pupilo me ocultara sus infamantes visitas a una prostituta del puerto era preocupante, desde luego, teniendo en cuenta la noble educación que había recibido, pero si el problema se reducía a eso pensé que no había nada que temer. Me propuse abordarle de nuevo, en ocasión más propicia, y discutir con él razonablemente aquella desviación de su espíritu…

Diágoras hizo una pausa. Heracles Póntor había encendido otra lámpara adosada a la pared, y las sombras de las cabezas se multiplicaron: troncos de cono de Heracles que se movían, gemelos, en el muro de adobe, y esferas de Diágoras, pensativas, quietas, perturbadas por la asimetría del pelo blanco derramado sobre su nuca y la bien recortada barba. Cuando reanudó su narración, la voz de Diágoras parecía afectada por una repentina afonía:

– Pero entonces… aquella misma noche, de madrugada, los soldados de frontera llamaron a mi puerta… Un cabrero había hallado su cuerpo en el bosque, cerca del Licabeto, y había avisado a la guardia… Cuando lo identificaron, sabiendo que en su casa no había hombres para recibir la noticia y que su tío Daminos no se hallaba en la Ciudad, me llamaron a mí…

Hizo otra pausa. Se escuchó la tormenta lejana y la suave decapitación de un nuevo higo. El semblante de Diágoras se hallaba contraído, como si cada palabra le costara ahora un gran esfuerzo. Dijo:

– Por extraño que pueda parecerte, me sentí culpable… Si me hubiese ganado su confianza aquella tarde, si hubiera logrado que me dijese lo que le ocurría… quizá no se habría marchado a cazar… y aún estaría vivo -elevó los ojos hacia su obeso interlocutor, que lo escuchaba retrepado en la silla con pacífico semblante, como si estuviera a punto de dormirse-. Puedo confesarte que he pasado dos días espantosos pensando que Trámaco improvisó su fatídica jornada de caza para huir de mí y de mi torpeza… Así que tomé una decisión esta tarde: quiero saber lo que le ocurría, qué le aterrorizaba tanto y hasta qué punto mi intervención hubiera podido ayudarle… Por eso acudo a ti. En Atenas se dice que para conocer el futuro es necesario el oráculo de Delfos, pero para saber el pasado basta con contratar al Descifrador de Enigmas…

– ¡Eso es absurdo! -exclamó Heracles de repente.

Su imprevista reacción casi asustó a Diágoras: se incorporó con rapidez, arrastrando consigo todas las sombras de su cabeza, y empezó a dar breves paseos por la húmeda y fría habitación mientras sus gruesos dedos acariciaban uno de los untuosos higos que acababa de coger. Prosiguió, en el mismo tono exaltado:

– ¡Yo no descifro el pasado si no puedo verlo: un texto, un objeto o un rostro son cosas que puedo ver, pero tú me hablas de recuerdos, de impresiones, de… opiniones! ¿Cómo dejarme guiar por ellas?… Dices que, desde hace un mes, tu discípulo parecía «preocupado», pero ¿qué significa «preocupado»?… -alzó el brazo con brusquedad-. ¡Un momento antes de que entraras en esta habitación, hubieras podido decir que yo también estaba «preocupado» contemplando la grieta!… Después afirmas que viste el terror en sus ojos… ¡El terror!… Te pregunto: ¿acaso el terror estaba escrito en su pupila en caracteres jónicos? ¿El miedo es una palabra grabada en las líneas de nuestra frente? ¿O es un dibujo, como esa grieta en la pared? ¡Mil emociones distintas podrían producir la misma mirada que tú atribuiste sólo al terror!…

Diágoras replicó, un poco incómodo:

– Yo sé lo que vi. Trámaco estaba aterrorizado.

– Sabes lo que creíste ver -puntualizó Heracles-. Saber la verdad equivale a saber cuánta verdad podemos saber.

– Sócrates, el maestro de Platón, opinaba algo parecido -admitió Diágoras-. Decía que sólo sabía que no sabía nada, y, de hecho, todos estamos de acuerdo con este punto de vista. Pero nuestro pensamiento también tiene ojos, y con él podemos ver cosas que nuestros ojos carnales no ven…

– ¿Ah, sí? -Heracles se detuvo bruscamente-. Pues bien: dime qué ves aquí.

Alzó la mano con rapidez, acercándola al rostro de Diágoras: de sus gruesos dedos sobresalía una especie de cabeza verde y untuosa.

– Un higo -dijo Diágoras tras un instante de sorpresa.

– ¿Un higo como los demás?

– Sí. Parece intacto. Tiene buen color. Es un higo normal y corriente.

– ¡Ah, ésta es la diferencia entre tú y yo! -exclamó Heracles, triunfal-. Yo observo el mismo higo y opino que parece un higo normal y corriente. Puedo, incluso, llegar a opinar que es muy probable que se trate de un higo normal y corriente, pero ahí me detengo. Si quiero saber más, debo abrirlo… como ya había hecho con éste mientras tú hablabas…

Separó con suavidad las dos mitades del higo que mantenía unidas: con un único movimiento sinuoso, múltiples cabezas diminutas se alzaron airadas del oscuro interior, retorciéndose y emitiendo un debilísimo siseo. Diágoras hizo una mueca de repugnancia. Heracles añadió:

– Y cuando lo abro… ¡no me sorprendo tanto como tú si la verdad no es la que yo esperaba!

Volvió a cerrar el higo y lo colocó sobre la mesa. De repente, en un tono mucho más tranquilo, similar al que había empleado al comienzo de la entrevista, el Descifrador prosiguió:

– Los elijo personalmente en el comercio de un meteco del ágora: es un buen hombre y casi nunca me engaña, te lo aseguro, pues sabe de sobra que soy experto en materia de higos. Pero a veces la naturaleza juega malas pasadas…

La cabeza de Diágoras había vuelto a enrojecer. Exclamó:

– ¿Vas a aceptar el trabajo que te propongo, o prefieres seguir hablando del higo?

– Compréndeme, no puedo aceptar algo así… -el Descifrador cogió la crátera y sirvió espeso vino no mezclado en una de las copas-. Sería como traicionarme a mí mismo. ¿Qué me has contado? Sólo suposiciones… y ni siquiera suposiciones mías sino tuyas… -meneó la cabeza-. Imposible. ¿Quieres un poco de vino?

Pero Diágoras ya se había levantado, recto como un junco. Sus mejillas ardían de rubor.

– No, no quiero vino. Ni tampoco quiero quitarte más tiempo. Ya sé que me he equivocado al elegirte. Discúlpame. Tú has cumplido con tu deber rechazando mi petición, y yo con el mío exponiéndotela. Que pases buena noche…

– Aguarda -dijo Heracles con aparente indiferencia, como si Diágoras hubiera olvidado algo mientras se marchaba-. He dicho que no puedo ocuparme de tu trabajo, pero si quisieras pagarme por un trabajo propio , aceptaría tu dinero…

– ¿Qué clase de broma es ésta?

Las cabezas de los ojos de Heracles emitían múltiples destellos de burla como si, en efecto, todo lo que hubiera dicho hasta ese instante no hubiera sido sino una inmensa broma. Explicó:

– La noche en que los soldados trajeron el cuerpo de Trámaco, un viejo loco llamado Cándalo alertó a todo el vecindario de mi barrio. Salí a ver lo que ocurría, como los demás, y pude contemplar su cadáver. Un médico, Aschilos, lo estaba examinando, pero ese inepto es incapaz de ver nada más allá de su propia barba… Sin embargo, yo sí vi algo que me pareció curioso. No había vuelto a pensar en ello, pero tu petición me ha hecho recordarlo… -se atusó la barba mientras reflexionaba. Entonces, como si hubiera tomado una decisión repentina, exclamó-: ¡Sí, aceptaré resolver el misterio de tu discípulo, Diágoras, pero no por lo que tú creíste ver cuando hablaste con él sino por lo que yo vi al observar su cadáver!

Ni una sola de las múltiples preguntas que surgieron en la cabeza de Diágoras obtuvo la mínima respuesta por parte del Descifrador, que se limitó a agregar:

– No hablemos del higo antes de abrirlo. Prefiero no decirte nada más por ahora, ya que puedo estar equivocado. Pero confía en mí, Diágoras: si resuelvo mi enigma, es probable que el tuyo quede resuelto también. Si quieres, pasaré a comentarte mis honorarios…

Enfrentaron las múltiples cabezas del aspecto económico y llegaron a un acuerdo. Entonces Heracles indicó que comenzaría su investigación al día siguiente: iría al Píreo e intentaría encontrar a la hetaira con la que Trámaco se relacionaba.

– ¿Puedo ir contigo? -lo interrumpió Diágoras.

Y, mientras el Descifrador lo observaba con expresión de asombro, Diágoras añadió:

– Ya sé que no es necesario, pero me gustaría . Quiero colaborar. Será una forma de saber que aún puedo ayudar a Trámaco. Prometo hacer lo que me ordenes.

Heracles Póntor se encogió de hombros y dijo, sonriente:

– Bien, considerando que el dinero es tuyo, Diágoras, supongo que tienes todo el derecho del mundo a ser contratado…

Y, en aquel instante, las múltiples serpientes enroscadas bajo sus pies levantaron sus escamosas cabezas y escupieron la untuosa lengua, llenas de rabia [10] .

[10] ¡Seguro que estas líneas finales han sorprendido al lector tanto como a mí! Debemos excluir, por supuesto, la posibilidad de una complicada metáfora, pero tampoco podemos caer en un exacerbado realismo: pensar que «múltiples serpientes enroscadas» anidaban en el suelo de la habitación de Heracles, y que, por tanto, todo el diálogo previo entre Diágoras y el Descifrador de Enigmas se ha desarrollado en «un lugar repleto de ofidios que se deslizan con fría lentitud por los brazos o las piernas de los protagonistas mientras éstos, inadvertidamente, siguen hablando», como opina Móntalo, es llevar las cosas demasiado lejos (la explicación que aduce este ilustre experto en literatura griega es absurda: «¿Por qué no van a existir serpientes en la habitación si el autor así lo quiere}», afirma. «Es el autor quien tiene la última palabra sobre lo que sucede en el mundo de su obra, no nosotros.»). Pero el lector no tiene por qué preocuparse: esta última frase sobre las serpientes es pura fantasía. Claro está que todas las anteriores también lo son, ya que se trata de una obra de ficción, pero, entiéndaseme bien, esta frase es una fantasía que el lector no debe creerse, ya que las demás, con ser igualmente ficticias, han de ser creídas, al menos durante el tiempo que dure la lectura, para que el relato adopte cierto sentido. En realidad, el único objetivo de este absurdo evento final, a mi modo de ver, es reforzar la eidesis: el autor pretende que sepamos cuál es la imagen oculta en este capítulo. Aun así, el recurso es traicionero: ¡no caiga el lector en el error de pensar en lo más fácil. Esta misma mañana, cuando todavía mi traducción no había llegado a este punto, Helena y yo descubrimos, de repente, no sólo la imagen eidética correcta sino -así lo creo- la clave de todo el libro. Nos faltó tiempo para comentárselo a Elio, nuestro jefe.

– «Humedad fría», «untuosidad», movimientos «sinuosos» y «reptantes»… Puede estar hablando de una serpiente, ¿no? -sugirió Elio-. Primer capítulo, león. Segundo capítulo, serpiente.

– Pero ¿y «cabeza»? -objeté-. ¿Por qué tantas «cabezas múltiples»? -Elio se encogió de hombros, devolviéndome la pregunta. Le mostré, entonces, la estatuilla que me había traído de casa-. Helena y yo creemos haberlo descubierto. ¿Ves? Ésta es la figura de la Hidra, el legendario monstruo de múltiples cabezas de serpiente que, al ser cortadas, se reproducían… De ahí también la insistencia en describir la «decapitación» de los higos…

– Pero hay más -intervino Helena-: Derrotar a la Hidra de Lerna fue el segundo de los Trabajos que realizó Hércules, el héroe de gran parte de las leyendas griegas…

– ¿Y qué? -dijo Elio.

Tomé la palabra, entusiasmado.

– La caverna de las ideas tiene doce capítulos, y, según la tradición, doce fueron en total los Trabajos de Hércules, cuyo nombre griego es Heracles. Además, el personaje principal de la obra se llama así, Heracles. Y el primer Trabajo de Hércules, o Heracles, consistió en matar al León de Nemea… y la idea oculta del primer capítulo es un león.

– Y la del segundo, la Hidra -concluyó Elio con rapidez-. Todo concuerda, en efecto… Al menos, por ahora.

– ¿Por ahora? -me irritó un poco aquella coletilla-. ¿A qué te refieres?

Elio sonrió con calma.

– Estoy de acuerdo con vuestras conclusiones -explicó-, pero los libros eidéticos son traicioneros: tened en cuenta que se trata de trabajar con objetos completamente imaginarios, ni siquiera con palabras sino con… ideas. Con imágenes destiladas. ¿Cómo podemos estar seguros de la clave final que tenía en mente el autor?

– Muy sencillo -repuse-: Todo consiste en probar nuestra teoría. El tercer Trabajo, según la mayoría de las tradiciones, fue capturar al Jabalí de Erimanto: si la imagen oculta del tercer capítulo se parece a un jabalí, nuestra teoría recibirá una prueba más…

– Y así hasta el final -dijo Helena, muy tranquila. -Tengo otra objeción -Elio se rascó la calva-: En la época en la que fue escrita esta obra, los Trabajos de Hércules no eran ningún secreto. ¿Por qué usar la eidesis para ocultarlos? Se hizo el silencio.

– Una buena objeción -admitió Helena-. Pero supongamos que el autor ha elaborado una eidesis de la eidesis, y que los Trabajos de Hércules ocultan, a su vez, otra imagen…

– ¿Y así hasta el infinito? -la interrumpió Elio-. No podríamos conocer entonces la idea original. Debemos detenernos en algún sitio. Según ese punto de vista, Helena, cualquier cosa escrita puede remitir al lector a una imagen que, a su vez, puede remitir a otra, y a otra… ¡Sería imposible leer!

Ambos me miraron aguardando mi opinión. Reconocí que yo tampoco lo comprendía.

– La edición del texto original es de Móntalo -dije-, pero, inconcebiblemente, no parece haber notado nada. Le he escrito una carta. Quizá su opinión nos resulte útil…

– ¿Montalo, has dicho? -Elio enarcó las cejas-. Vaya, me temo que has perdido el tiempo… ¿Acaso no lo sabías? Fue noticia en todas partes… Montalo murió el año pasado… ¿Tú tampoco lo sabías, Helena?

– No -reconoció Helena, y me dedicó una mirada compasiva-. Vaya casualidad.

– Desde luego -asintió Elio, y se volvió hacia mí-: Y como la única edición del original era la suya y la única traducción hasta el momento es la tuya, parece que el descubrimiento de la clave final de La caverna de las ideas depende exclusivamente de ti…

– Vaya responsabilidad -bromeó Helena.

Me quedé sin saber qué decir. Y aún le sigo dando vueltas al tema. (N. del T.)


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