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– Ahora sólo necesito este servicio -dijo el hombre-: Que me anuncies a tu ama.

– Mi ama no recibe a nadie. Un soldado grande, que es el capitán de la guardia, la ha visitado antes y le ha dicho que su hijo ha muerto. Ahora grita y se arranca los cabellos, y clama a los dioses para maldecirlos.

Y como si sus palabras hubiesen necesitado de alguna prueba, se dejó oír de repente, desde la profundidad de la casa, un prolongado alarido coral.

– Esas son sus esclavas -indicó el niño sin inmutarse.

El hombre dijo:

– Escucha. Yo conocía al marido de tu ama…

– Era un traidor -lo interrumpió el niño-. Murió hace mucho tiempo, condenado a muerte.

– Sí, por eso murió: porque fue condenado a muerte. Pero tu ama me conoce bien, y ya que estoy aquí, me gustaría darle el pésame -extrajo un nuevo óbolo de su túnica, que cambió de manos con la misma rapidez que el anterior-. Ve y dile que ha venido a verla Heracles Póntor. Si no desea verme, me marcharé. Pero ve y díselo.

– Lo haré. Pero, si no te recibe, ¿tengo que devolverte los óbolos?

– No. Son para ti. Pero te daré otro más si me recibe.

El niño se puso en pie de un salto.

– ¡Sabes hacer negocios, por Apolo! -y desapareció en la oscuridad del umbral.

En el cielo nocturno, la alborotada cabellera de nubes apenas cambió de forma durante el intervalo en que Heracles aguardó una respuesta. Por fin, los melosos cabellos del niño retornaron de la oscuridad:

– Dame el tercer óbolo -sonrió.

En el interior de la casa, los corredores se comunicaban entre sí por arcos de piedra que parecían grandes fauces abiertas, formando un dédalo de tinieblas. El niño se detuvo en mitad de uno de los penumbrosos pasillos para colocar en la boca de un gancho la antorcha con la que había venido señalando el camino: el gancho se hallaba a demasiada altura, y, aunque el pequeño esclavo no había solicitado ayuda -se alzaba de puntillas haciendo esfuerzos por alcanzarlo-, Heracles cogió la antorcha y la deslizó suavemente a través del aro de hierro.

– Te lo agradezco -dijo el niño-. No soy demasiado mayor aún.

– Pronto lo serás.

Por las paredes se filtraban los clamores, los rugidos, los ecos del dolor, provenientes de bocas invisibles. Era como si todos los habitantes de la casa estuvieran lamentándose al mismo tiempo. El niño -a quien Heracles no podía ver el rostro, pues caminaba delante de él, diminuto, desprotegido, como una oveja avanzando hacia las mandíbulas abiertas de alguna inmensa bestia negra- pareció, de improviso, igualmente afectado:

– Todos queríamos al joven amo -dijo sin volverse y sin dejar de caminar-. Era muy bueno -y emitió un breve jadeo, o un suspiro, o sorbió por la nariz, y Heracles se preguntó por un momento si estaría llorando-. Sólo nos mandaba azotar cuando habíamos hecho algo malo de verdad, y ni al viejo Ifímaco ni a mí nos castigó nunca… ¿Te fijaste en el esclavo que salió de casa cuando llegaste?

– No mucho.

– Ése era Ifímaco. Fue el pedagogo de nuestro joven amo, y la noticia le ha sentado muy mal -y añadió, bajando la voz-: Ifímaco es buena persona, aunque un poco necio. Yo me llevo bien con él, pero es que yo me llevo bien con casi todos.

– No me sorprende.

Habían llegado a una habitación.

– Debes esperar aquí. El ama vendrá enseguida.

El cuarto era un cenáculo sin ventanas, no muy grande, desvelado por el irregular resplandor de modestas lámparas colocadas sobre pequeñas repisas de piedra. Se adornaba con ánforas de boca ancha. Había también dos viejos divanes que no invitaban precisamente a reposar el cuerpo. Cuando Heracles se quedó solo, la oscuridad de aquel antro, los incesantes sollozos, aun el aire clausurado que flotaba como el aliento de una boca enferma, comenzaron a agobiarlo. Pensó que toda la casa parecía armonizada con la muerte, como si no hubieran dejado de celebrarse en su interior prolongados funerales diarios. ¿A qué olía?, se preguntó. Al llanto de una mujer. La habitación estaba repleta del olor húmedo de las mujeres tristes.

– Heracles Póntor, ¿eres tú?…

Una sombra se recortaba en el umbral de acceso a los aposentos interiores. La débil luz de las lámparas no descubría su rostro, salvo -por un raro azar- la región de los labios. De modo que lo primero que Heracles vio de Etis fue su boca, que, al abrirse para que las palabras nacieran, dejó entrever un huso negro como un ojo vacío que pareció contemplarlo desde la distancia como los ojos de las figuras pintadas.

– Hace mucho tiempo que no cruzabas el umbral de mi modesto hogar -dijo la boca sin aguardar una respuesta-. Eres bienvenido.

– Te lo agradezco.

– Tu voz… Aún la recuerdo. Y tu rostro. Pero el olvido llega pronto, aunque nos veamos con frecuencia…

– No nos vemos con frecuencia -repuso Heracles.

– Es cierto: tu vivienda está muy cerca de la mía, pero tú eres un hombre y yo una mujer. Yo ocupo mi puesto de déspoina , de ama de casa solitaria, y tú de hombre que conversa en el ágora y opina en la Asamblea… Yo sólo soy una mujer viuda. Tú eres un hombre viudo. Ambos cumplimos con nuestro deber de atenienses.

La boca se cerró, y los pálidos labios se fruncieron formando una línea curva muy fina, casi invisible. ¿Una sonrisa? A Heracles le resultaba difícil saberlo. Detrás de la sombra de Etis, escoltándola, aparecieron dos esclavas; ambas lloraban, o sollozaban, o simplemente entonaban un único sonido, entrecortado, como tañedoras de oboe. «Debo soportar su crueldad», pensó él, «porque acaba de perder a su único hijo varón».

– Te ofrezco mis condolencias -dijo.

– Son aceptadas.

– Y mi ayuda. Para todo lo que necesites.

Inmediatamente supo que no había debido añadir aquello: era excederse en los límites de su visita, querer acortar la interminable distancia, resumir todos los años de silencio en dos palabras. La boca se abrió como un pequeño pero peligroso animal agazapado, o dormido, que de repente percibiera una presa.

– Tu amistad con Meragro queda pagada de esta forma -repuso ella, secamente-. No es preciso que digas nada más.

– No se trata de mi amistad con Meragro… Lo considero un deber.

– Oh, un deber -la boca dibujó (ahora sí) una vaga sonrisa-. Un sagrado deber, claro. ¡Sigues hablando como siempre, Heracles Póntor!

Ella avanzó un paso: la luz descubrió la pirámide de su nariz, los pómulos -surcados por arañazos recientes- y las ascuas negras de sus ojos. No se hallaba tan envejecida como Heracles esperaba: seguía conservando -así lo creyó él- la marca del artista que la había creado. Los colpos del oscuro peplo se derramaban en lentas ondas sobre su pecho; una mano, la izquierda, desaparecía bajo el chal; la derecha se aferraba a la prenda para cerrarla. Fue en esta mano donde Heracles advirtió su vejez, como si los años hubieran descendido por sus brazos hasta ennegrecer los extremos. Allí, sólo allí, en aquellos ostensibles nudillos y en la deforme posición de los dedos, Etis era vieja.

– Te agradezco ese deber -murmuró ella, y en su voz había, por primera vez, cierta profunda sinceridad que lo estremeció-. ¿Cómo te has enterado tan pronto?

– Hubo un alboroto en la calle cuando trajeron el cuerpo. Todos los vecinos se despertaron.

Se escuchó un grito. Después otro. Durante un absurdo momento, Heracles pensó que procedían de la boca de Etis, que se hallaba cerrada: como si ella hubiera rugido hacia dentro y todo su delgado cuerpo se estremeciera, resonante, con el producto de su garganta.

Pero entonces el grito penetró en la habitación vestido de negro, empujó a las esclavas, y, en cuclillas, corrió de una pared a otra y se dejó caer en una esquina, ensordecedor, retorciéndose como si fuera presa de la enfermedad sagrada. Por último se deshizo en un llanto inagotable.

– Para Elea ha sido mucho peor -dijo Etis en tono de disculpa, como si quisiera pedirle perdón a Heracles por la conducta de su hija-: Trámaco no sólo era su hermano; también era su kyrios , su protector legal, el único hombre que Elea ha conocido y amado…

Etis se volvió hacia la muchacha que, recostada en el oscuro rincón, las piernas encogidas como si quisiera ocupar el mínimo espacio o deseara ser absorbida por las sombras como una negra telaraña, elevaba ambas manos frente al rostro, con ojos y boca desmesuradamente abiertos (sus facciones eran sólo tres círculos que abarcaban todo el semblante), estremecida por violentos sollozos. Etis dijo:

– Basta, Elea. No debes salir del gineceo, ya lo sabes, y menos en este estado. Manifestar así el dolor frente a un invitado… ¡qué! ¡No es propio de una mujer digna! ¡Regresa a tu habitación! -pero la muchacha acreció el llanto. Etis exclamó, alzando la mano-: ¡No te lo ordenaré otra vez!

– Permitidme, ama -rogó una de las esclavas y, apresuradamente, se arrodilló junto a Elea y le dirigió tenues palabras que Heracles no acertó a escuchar. Pronto, los sollozos se convirtieron en incomprensibles balbuceos.

Cuando Heracles volvió a mirar a Etis, advirtió que ella lo miraba a él.

– ¿Qué ocurrió? -dijo Etis-. El capitán de la guardia me contó, tan sólo, que un cabrero lo había encontrado muerto no muy lejos del Licabeto…

– Aschilos el médico afirma que fueron los lobos.

– ¡Muchos lobos harían falta para acabar con mi hijo!

«Y no pocos para acabar contigo, oh noble mujer», pensó él.

– Fueron muchos, sin duda -asintió.

Etis empezó a hablar con extraña suavidad, sin dirigirse a Heracles, como si rezara una plegaria a solas. En la palidez de su rostro anguloso, las bocas de sus rojizos arañazos sangraban de nuevo.

– Se marchó hace dos días. Me despedí de él como tantas otras veces, sin preocuparme, pues ya era un hombre y sabía cuidarse… «Voy a pasarme todo el día cazando, madre», me dijo. «Llenaré mi alforja para ti de codornices y tordos. Tenderé trampas con mis redes para las liebres»… Pensaba regresar esa misma noche. No lo hizo. Yo quería reprochárselo cuando llegara, pero…

Su boca se abrió de repente, como preparada para pronunciar una enorme palabra. Permaneció así un instante, la mandíbula tensa, la oscura elipse de las fauces inmovilizada en el silencio [3] . Entonces volvió a cerrarla con suavidad y murmuró:

– Pero ahora no puedo enfrentarme a la Muerte y regañarla… porque no regresaría con el semblante de mi hijo para pedirme perdón… ¡Mi hijito querido!…

[3] Las metáforas e imágenes relacionadas con «bocas» o «fauces», así como con «gritos» o «rugidos», ocupan (como el lector atento puede haber notado ya) toda la segunda parte de este capítulo. Me parece obvio que nos encontramos ante un texto eidético. (N. del T.)


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