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IX

Como los delitos que se le imputaban a Menecmo, hijo de Lacos, del demo de Carisio, eran de sangre -de «carne», como pretendían algunos-, el juicio se celebró en el Areópago, el tribunal de la colina de Ares, una de las instituciones más venerables de la Ciudad. Sobre sus mármoles se habían cocinado las fastuosas decisiones del gobierno en otros tiempos, pero, tras las reformas de Solón y Clístenes, su poder se había visto reducido a una simple magistratura encargada de juzgar los homicidios voluntarios, que sólo ofrecía a sus clientes condenas de muerte, pérdidas de derechos y ostracismos. No había ateniense, pues, que se deleitara observando las gradas blancas, las severas columnas y el alto podio de los arcontes situado frente a un pebetero redondo como un plato donde espumaban olorosas hierbas en honor de Atenea, cuyo aroma -afirmaban los entendidos- recordaba vagamente el de la carne humana asada. Sin embargo, en ocasiones, se celebraba un pequeño festín a costa de algún acusado notable.

El juicio de Menecmo, hijo de Lacos, del demo de Carisio, había despertado gran expectación, más por la nobleza de las víctimas y la sordidez de los crímenes que por él mismo, pues Menecmo no pasaba de ser uno de los muchos herederos de Fidias y Praxíteles que se ganaban la vida vendiendo sus obras, como quien vende carne, a mecenas aristocráticos.

Pronto, tras el anuncio estridente del heraldo, no quedó ni un solo espacio libre en las históricas gradas: metecos y atenienses pertenecientes al gremio de escultores y ceramistas, así como poetas y militares, componían la mayoría del hambriento público, pero no faltaban los simples ciudadanos curiosos.

Los ojos se hicieron grandes como bandejas y hubo murmullos de aprobación cuando los soldados presentaron al acusado, atado por las muñecas, magro de carnes pero recio y consistente. Menecmo, hijo de Lacos, del demo de Carisio, erguía el torso y levantaba mucho la cabeza, aderezada de mechones de cabello gris, como si en vez de una condena fuera a recibir un honor militar. Escuchó con calma la jugosa lista de las acusaciones y, acogiéndose a la ley, guardó silencio cuando el arconte orador lo requirió para rectificar lo que creyera oportuno en los cargos que se le imputaban. ¿Hablarás, Menecmo? Nada: ni un sí, ni un no. Seguía irguiendo el pecho con el terco orgullo de un faisán. ¿Se declararía inocente? ¿Culpable? ¿Ocultaba un terrible secreto que pensaba revelar al final?

Desfilaron los testigos: sus vecinos sazonaron el preámbulo hablando de los jóvenes, por lo general vagabundos o esclavos, que frecuentaban su taller so pretexto de posar como modelos para sus obras. Se comentaron sus aficiones nocturnas: los gritos picantes, los gruñidos golosos, el agridulce olor de las orgías, la media docena diaria de efebos desnudos y blancos como pastelillos de nata. Muchos estómagos se contrajeron al escuchar tales declaraciones. Varios poetas afirmaron después que Menecmo era buen ciudadano y mejor autor, y que se esforzaba afanosamente por recuperar la antigua receta del teatro ateniense, pero como eran artistas tan insípidos como aquel al que pretendían ensalzar, los arcontes hicieron caso omiso de sus testimonios.

Le tocó el turno a la casquería de los crímenes: se acentuaron los ribetes sangrientos, la carne retazada, la delicuescencia de las vísceras, la crudeza inane de los cuerpos. Habló el capitán de la guardia de frontera que había encontrado a Trámaco; opinaron los astínomos que hallaron a Eunío y Antiso; las preguntas aparejaron una guarnición de despojos; la fantasía adobó un cadáver con tarazones de piernas, rostros, manos, lenguas, lomos y vientres. Por fin, al mediodía, bajo los tostadores dominios de los corceles del Sol, la oscura silueta de Diágoras, hijo de Jámpsaco, deldemo de Medonte, subió las escalinatas del podio. El silencio era sincero: todos esperaban con devoradora impaciencia lo que suponían que sería el principal testimonio de la acusación. Diágoras, hijo de Jámpsaco, del demo de Medonte, no los defraudó: fue firme en sus respuestas, impecable en la clara pronunciación de las frases, honrado en la exposición de los hechos, prudente a la hora de juzgarlos, con cierto regusto amargo al final, un poco duro en algún punto, pero en general satisfactorio. Al hablar, no miró hacia las gradas, donde Platón y algunos de sus colegas se sentaban, sino hacia el podio de los arcontes, a pesar de que éstos no parecían prestar la más mínima atención a sus palabras, como si ya tuvieran segura la sentencia y su declaración fuera considerada un mero aperitivo.

A la hora en que el hambre empieza a inquietar las carnes, el arconte rey decidió que el tribunal ya contaba con suficientes testimonios. Sus límpidos ojos azules se volvieron hacia el acusado con la cortés indiferencia de un caballo.

– Menecmo, hijo de Lacos, del demo de Carisio: este tribunal te concede el derecho a defenderte, si así lo deseas.

Y de repente, el solemne redondel del Areópago, con sus columnas, su oloroso pebetero y su podio, se concretó en un solo punto hacia el que convergieron las glotonas miradas del público: el rostro poco hecho del escultor, sus carnes oscuras surcadas por los cortes de la trinchante madurez, sus ojos adornados de parpadeos y su cabeza espolvoreada de cabellos grises.

En un silencio ansioso, como de libación previa a un banquete, Menecmo, hijo de Lacos, del demo de Carisio, abrió la boca lentamente y deslizó la punta de la lengua por los resecos labios.

Y sonrió. [91]

Era la boca de una mujer: sus dientes, la quemazón de su aliento. Él sabía que la boca podía morder, o comer, o devorar, pero lo que más le importaba en aquel momento no era eso, sino el corazón palpitante que aferraba la mano desconocida. No le preocupaba el lento rastreo de los labios de la hembra (pues hembra era, mucho más que mujer), el tibio recorrido de la dentadura por su piel, ya que, en parte (sólo en parte), tales caricias le resultaban agradables. Pero el corazón… la carne batiente y húmeda que oprimían los fuertes dedos… Era necesario averiguar qué se extendía más allá, a quién pertenecía la espesa sombra que acechaba en el contorno de su visión. Porque el brazo no flotaba en el aire, y ahora lo sabía: el brazo era la prolongación de una figura que se desvelaba y ocultaba como el cuerpo de la luna durante las noches mensuales. Ahora… un poco… ya casi podía distinguir el hombro completo, el… Un soldado, lejano, ordenaba, o decía, o aclaraba algo. Su voz le resultaba familiar, pero no podía escuchar bien sus palabras. ¡Y eran tan importantes! Otro detalle le molestaba: volar producía cierta presión en el pecho; era necesario recordar tal hallazgo con vistas a futuras investigaciones. Una presión, sí, y también algún poso de placer en las zonas más sensibles. Volar era agradable, a pesar de la boca, de los débiles mordiscos, de la distensión de la carne…

Se despertó; vio la sombra a horcajadas sobre él y la apartó con brusquedad, con un furioso gesto de sus brazos. Recordó que, para determinadas tradiciones, la pesadilla es un monstruo con cabeza de yegua y cuerpo de mujer que apoya sus glúteos desnudos sobre el pecho del durmiente y le susurra palabras amargas antes de devorarlo. Hubo una confusión de mantas y carne tensa, piernas entrelazadas y gemidos. ¡Aquella oscuridad! ¡Oh, aquella oscuridad!…

– No, no, calma.

– ¿Qué?… ¿Quién?…

– Calma. Era un sueño.

– ¿Hagesíkora?

– No, no…

Tembló. Reconoció su propio cuerpo boca arriba sobre lo que era su propia cama en lo que no dejaba de ser (ahora podía comprobarlo) su propio dormitorio. Todo estaba en orden, pues, salvo aquella carne caliente y desnuda que se agitaba junto a él como un potro fuerte y nervioso. De modo que el razonamiento encendió un cabo de vela en su cabeza y, bostezando, inició el nuevo día, no sin cierto sobresalto.

– ¿Yasintra? -dedujo.

– Sí.

Heracles se incorporó tensando con esfuerzo los flejes de su vientre, como si acabara de comer, y se frotó los ojos.

– ¿Qué haces aquí?

No obtuvo respuesta. La sintió removerse a su lado, cálida y húmeda como si su carne exudara jugos. El lecho se hundió en varios puntos; él percibió el movimiento y se tambaleó. De inmediato se escucharon golpes amortiguados y la inequívoca palmada de unos pies descalzos contra el suelo.

– ¿Adónde vas? -preguntó.

– ¿No quieres que encienda una luz?

Percibió los arañazos del pedernal al ser frotado. «Ya sabe dónde dejo la lámpara todas las noches y en qué lugar puede encontrar yesca», pensó, anotando este dato en algún lugar de su copiosa biblioteca mental. El cuerpo de ella apareció poco después ante sus ojos, la mitad de la carne untada de miel por la luz de la lámpara. Heracles vaciló antes de definir su estado como «desnudez». En realidad, jamás había visto a una mujer tan desnuda: sin maquillaje, sin joyas, sin la protección de un peinado, despojada incluso de la frágil -pero efectiva- túnica del pudor. Desnuda por completo. Cruda, se le antojó pensar, como un simple trozo de carne arrojado al suelo.

– Perdóname, te lo suplico -dijo Yasintra. En su voz de muchacho él no pudo percibir ni el más leve asomo de preocupación ante la posibilidad de que no la perdonara-. Te escuché gemir desde mi habitación. Parecías estar sufriendo. Quise despertarte.

– Fue un sueño -dijo Heracles-. Una pesadilla que tengo desde hace poco tiempo.

– Los dioses suelen hablarnos a través de los sueños que se repiten.

– Yo no creo en eso. Es ilógico. Los sueños carecen de explicación: son imágenes que fabricamos al azar.

Ella no replicó nada.

Heracles pensó en llamar a Pónsica, pero recordó que su esclava le había pedido permiso la noche anterior para asistir en Eleusis a una reunión fraternal de devotos de los Sagrados Misterios. Así pues, se hallaba solo en la casa con la hetaira.

– ¿Quieres lavarte? -dijo ella-. ¿Traigo una escudilla?

– No.

Entonces, casi sin transición, Yasintra preguntó:

– ¿Quién es Hagesíkora?

Al pronto Heracles la miró sin comprender. Después dijo:

– ¿Mencioné ese nombre en sueños?

– Sí. Y a una tal Etis. Creíste que yo era ambas.

– Hagesíkora era mi esposa -dijo Heracles-. Enfermó y murió hace tiempo. No tuvimos hijos.

Hizo una pausa y agregó, en el mismo tono didáctico, como si le explicara a la muchacha una aburrida lección:

[91] Y el público se lo comió. La descripción del juicio de Menecmo adopta el revestimiento eidético de un festín donde el escultor es el plato principal. No sé aún a qué Trabajo se alude, pero lo sospecho. Lo cierto es que la eidesis me ha hecho la boca agua. (N. del T.)


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