Литмир - Электронная Библиотека
A
A

V

Heracles Póntor, el Descifrador de Enigmas, podía volar.

Planeaba sobre la cerrada tiniebla de una caverna, ligero como el aire, en absoluto silencio, como si su cuerpo fuera una hoja de pergamino. Por fin encontró lo que había estado buscando. Lo primero que oyó fueron los latidos, densos cual paladas en aguas legamosas; después lo vio, flotando en la oscuridad como él. Era un corazón humano recién arrancado y aún palpitante: una mano lo aferraba como a un pellejo de odre; por entre los dedos fluían espesos regueros de sangre. No era, sin embargo, la desnuda víscera lo que más le preocupaba, sino la identidad del hombre que la apresaba tan férreamente, pero el brazo al que pertenecía aquella mano parecía cortado con pulcritud a la altura del hombro; más allá, las sombras lo cegaban todo. Heracles se acercó a la visión, pues sentía curiosidad por examinarla; le resultaba absurdo creer que un brazo aislado pudiera flotar en el aire. Entonces descubrió algo aún más extraño: los latidos de aquel corazón eran los únicos que escuchaba. Bajó la vista, horrorizado, y se llevó las manos al pecho. Encontró un enorme y vacío agujero.

Dedujo que aquel corazón recién extirpado era el suyo.

Se despertó gritando.

Cuando Pónsica penetró en su habitación, alarmada, él ya se sentía mejor, y pudo tranquilizarla. [32]

El niño esclavo se detuvo a colocar la antorcha en el gancho de metal, pero esta vez consiguió hacerlo de un salto, antes de que Heracles pudiera ayudarlo.

– Has tardado en regresar -dijo, sacudiéndose el polvo de las manos-, pero mientras me sigas pagando no me importaría aguardarte hasta que llegue a la edad de la efebía.

– Llegarás antes de lo que impone la naturaleza, si continúas siendo tan astuto -replicó Heracles-. ¿Cómo está tu ama?

– Un poco mejor que cuando la dejaste. No del todo bien, sin embargo -el niño se detuvo en mitad de uno de los oscuros pasillos y se acercó al Descifrador con aire misterioso-. Ifímaco, el anciano esclavo de la casa, que es amigo mío, dice que grita en sueños -susurró.

– Hoy yo he tenido uno muy propicio para gritar -confesó Heracles-. Lo extraño es que, en mi caso, tales sucesos son muy infrecuentes.

– Eso es signo de vejez.

– ¿También eres adivino de sueños?

– No. Es lo que opina Ifímaco.

Habían llegado a la habitación que Heracles recordaba: el cenáculo; pero se hallaba más limpia y luminosa, con lámparas encendidas en los nichos de las paredes y detrás de los divanes y ánforas, así como en los pasillos que se extendían más allá, lo que otorgaba al ambiente una especie de dorada belleza. El niño dijo:

– ¿No vas a participar en las Leneas?

– ¿Cómo? No soy poeta.

– Se me figuraba que sí. ¿Qué eres entonces?

– Descifrador de Enigmas -repuso Heracles.

– ¿Y eso qué es?

Heracles lo pensó un momento.

– Bien mirado, algo parecido a lo que hace Ifímaco -dijo-: Opinar sobre cosas misteriosas.

Los ojos del niño destellaron. De repente pareció recordar su condición de esclavo, porque bajó la voz y anunció:

– Mi ama no tardará en recibirte.

– Te lo agradezco.

Cuando el niño se marchó, Heracles, sonriendo, cayó en la cuenta de que aún no sabía su nombre. Se entretuvo estudiando la diminuta levedad de las partículas que flotaban alrededor de la luz de las lámparas y que, impregnadas por los resplandores, se asemejaban a limaduras de oro; intentó descubrir alguna clase de ley o patrón en el recorrido ligerísimo de aquellas nimiedades. Pero pronto tuvo que desviar la vista, pues sabía que su curiosidad, hambrienta por descifrar imágenes cada vez más complejas, corría el riesgo de perderse en la infinita intimidad de las cosas.

Al entrar en el cenáculo, los bordes del manto de Etis parecieron batir como alas debido a una repentina corriente de aire; su rostro, aún pálido y ojeroso, se hallaba un poco más cuidado; la mirada había perdido oscuridad y se mostraba despejada y ligera. Las esclavas que la acompañaban se inclinaron ante Heracles.

– Te honramos, Heracles Póntor. Lamento que la hospitalidad de mi casa sea tan incómoda: la tristeza no gusta del regalo.

– Agradezco tu hospitalidad, Etis, y no deseo otra.

Ella le indicó uno de los divanes.

– Al menos, puedo ofrecerte vino no mezclado.

– No a estas horas de la mañana.

La vio hacer un gesto, y las esclavas salieron en silencio. Ambos se recostaron en divanes enfrentados. Mientras acomodaba los pliegues de su peplo sobre las piernas, Etis sonrió y dijo:

– No has cambiado, Heracles Póntor. No echarías a perder el más insignificante de tus pensamientos con una sola gota de vino a horas desacostumbradas, ni siquiera para ofrecer una libación a los dioses.

– Tú tampoco has cambiado, Etis: sigues tentándome con el zumo de la uva para que mi alma pierda el contacto con mi cuerpo y flote libremente por los cielos. Pero mi cuerpo se ha hecho demasiado pesado.

– Tu mente, sin embargo, es cada vez más ligera, ¿verdad? Debo confesarte que a mí me ocurre lo mismo. Sólo me queda la mente para huir de estas paredes. ¿Dejas volar la tuya, Heracles? Yo no puedo encerrarla; ella extiende sus alas y yo le digo: «Llévame a donde quieras». Pero siempre me lleva al mismo lugar: el pasado. Tú no comprendes esta afición, claro, porque eres hombre. Pero las mujeres vivimos en el pasado…

– Toda Atenas vive en el pasado -replicó Heracles.

– Así hablaría Meragro -sonrió ella débilmente. Heracles acompañó su sonrisa, pero entonces percibió su extraña mirada-. ¿Qué nos ocurrió, Heracles? ¿Qué nos ocurrió? -hubo una pausa. Él bajó los ojos-. Meragro, tú, tu esposa Hagesíkora y yo… ¿Qué nos ocurrió? Obedecíamos normas, leyes dictadas por hombres que no nos conocieron y a los que no les importábamos. Leyes cumplidas por nuestros padres, y por los padres de nuestros padres. Leyes que los hombres deben obedecer aunque puedan discutirlas en la Asamblea. A las mujeres ni siquiera se nos permite hablar de ellas en la Fiesta de las Tesmoforias, cuando salimos de nuestras casas y nos reunimos en el ágora: las mujeres debemos callar y acatar, incluso, vuestros errores. Yo, ya lo sabes, no soy más que cualquier otra mujer, no sé leer ni escribir, no he visto otros cielos ni otras tierras, pero me gusta pensar… ¿Y sabes lo que pienso? Que Atenas está hecha de leyes rancias como la piedra de los antiguos templos. La Acrópolis es fría como un cementerio. Las columnas del Partenón son barrotes de jaula: los pájaros no pueden volar en su interior. La paz… sí, hay paz. Pero ¿a qué precio? ¿Qué hemos hecho con nuestras vidas, Heracles?… Antes era mejor. Al menos, todos pensábamos que las cosas eran mejores… Nuestros padres así lo creían.

– Pero se equivocaban -dijo Heracles-. Antes no era mejor que ahora. Tampoco mucho peor. Simplemente había una guerra.

Inmóvil, Etis replicó con rapidez, como si respondiera a una pregunta:

– Antes me amabas.

Heracles se sintió fuera de sí mismo, observándose reclinado en el diván, muy quieto, con expresión indiferente, respirando con calma. Sin embargo, reconocía que en su cuerpo se producían algunos hechos: de repente, por ejemplo, sus manos estaban frías y sudorosas. Ella agregó:

– Y yo a ti.

¿Por qué cambiaba de tema?, pensaba él. ¿Era incapaz de mantener un diálogo razonable, equilibrado, como el que elaboran dos hombres? ¿Por qué ahora, y de repente, aquellas cuestiones personales? Se removió inquieto en el diván.

– Perdona, oh Heracles, por favor. Considera mis palabras como el aliento de una mujer solitaria… Sin embargo, me pregunto: ¿nunca pensaste que las cosas hubieran podido ser de otra manera? No, no es eso lo que quiero decir: sé que nunca lo pensaste. Pero ¿nunca lo sentiste?

¡Y ahora, aquella absurda pregunta! Dedujo que había perdido la costumbre de hablar con las mujeres. Incluso con su último cliente, Diágoras, era posible entablar cierto nivel de conversación lógica, pese a la obvia oposición de temperamentos. Pero ¿con las mujeres? ¿Qué pretendía ella con aquella pregunta? ¿Acaso las mujeres podían recordar todos y cada uno de los sentimientos que habían experimentado en el pasado? Y aun admitiendo que así fuese: ¿qué importaba? Las sensaciones, los sentimientos, eran pájaros multicolores: iban y venían, fugaces como el sueño, y él lo sabía. Pero a ella, que evidentemente lo ignoraba, ¿cómo iba a poder explicárselo?

– Etis -dijo, aclarándose la garganta-: Sentíamos unas cosas cuando éramos jóvenes, y otras muy distintas ahora. ¿Quién puede decir con certeza qué habría ocurrido en uno u otro caso? Ya sé que Hagesíkora fue la mujer que mis padres me impusieron, y, pese a que no me dio hijos, fui feliz con ella y la lloré cuando murió. En cuanto a Meragro, te eligió a ti…

– Y yo lo elegí a él cuando tú elegiste a Hagesíkora, pues fue el hombre que mis padres me impusieron -repuso Etis, interrumpiéndolo-. Y también fui feliz con él y lo lloré cuando murió. Y ahora… aquí estamos ambos, moderadamente felices, sin atrevernos a hablar de todo lo que hemos perdido, de cada una de las oportunidades que desperdiciamos, cada desaire a nuestros instintos, cada insulto a nuestros deseos… razonando… inventando razones -hizo una pausa y parpadeó varias veces, como si despertara de un sueño-. Pero te repito que disculpes estas pequeñas locuras. Se ha marchado el último hombre de mi casa, y… ¿qué somos las mujeres sin los hombres? Tú eres el primero que nos visita después de los ágapes funerarios.

«Así pues, hablaba de esto por el dolor que siente», pensó Heracles, comprensivo. Decidió ser amable:

– ¿Cómo está Elea?

– Se soporta a sí misma aún. Pero sufre cuando piensa en su terrible soledad.

– ¿Y Daminos de Clazobion?

– Es un negociante. No aceptará casarse con Elea hasta que yo muera. La ley se lo permite. Ahora, tras la muerte de su hermano, mi hija se ha convertido legalmente en epiclera, y debe contraer matrimonio para que nuestra fortuna no pase a manos del Estado. Daminos posee la prerrogativa de tomarla como esposa, pues es su tío por línea paterna, pero no me guarda demasiado aprecio, menos aún desde la muerte de Meragro, y está esperando, como dicen que esperan las aves fúnebres el desmayo de los cuerpos, a que yo desaparezca. No me importa -se frotó los brazos-. Al menos, tendré la seguridad de que esta casa formará parte de la herencia de Elea. Además, no tengo donde elegir: ya podrás imaginarte que mi hija no cuenta con muchos pretendientes, pues nuestra familia cayó en deshonor…

[32] Anoche, antes de comenzar a traducir esto, tuve un sueño, pero en él no vi ningún corazón arrancado: soñé con el protagonista, con Heracles Póntor, y mi sueño consistió en observarle acostado en la cama, soñando. De repente Heracles se despertaba gritando como si hubiera sufrido una pesadilla. Entonces yo también me desperté y grité. Ahora, al comenzar mi traducción del quinto capítulo, la coincidencia con el texto me ha estremecido. Montalo dice del papiro: «Textura suave, muy fina, como si faltaran, en la confección final de la hoja, algunas capas de tallo, o como si el material, con el paso del tiempo, se hubiera vuelto frágil, poroso, débil como el ala de una mariposa o de un pequeño pájaro». (N. del T.)


18
{"b":"87861","o":1}