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VII

El camino que lleva a la escuela filosófica de la Academia es, en sus comienzos, apenas una exigua trocha que se desprende de la Vía Sagrada un poco después de la Puerta de Dipilon. El viajero no percibe nada especial al recorrerla: la vereda se introduce en un boscaje de pinos altos retorciéndose al tiempo que se afila, como un diente, de modo que se tiene la sensación de que, en un momento dado, abocará a una fronda impenetrable sin que hayamos llegado en realidad a ninguna parte. Pero al dejar atrás los primeros recodos, por encima de una extensión breve aunque compacta de piedras y plantas de hojas curvas como colmillos, se advierte la límpida fachada del edificio principal, un contorno cúbico y marfileño colocado cuidadosamente sobre un pequeño teso. Poco después, el camino se ensancha con cierto orgullo. Hay un pórtico en la entrada. No se sabe con certeza a quiénes ha querido representar el escultor con los dos rostros del color del marfil de los dientes que, situados en sendos nichos, contemplan en simétrico silencio la llegada del viajero: afirman unos que a lo Verdadero y lo Falso, otros que a lo Bello y lo Bueno, y los menos -quizá los más sabios- que a nadie, porque son simples adornos (ya que algo había que colocar, al fin y al cabo, en aquellos nichos). En el espacio central, una inscripción: «Nadie pase que no sepa Geometría», enmarcada en líneas retorcidas. Más allá, los bellos jardines de Academo, urdidos de ensortijados senderos. La estatua del héroe, en el centro de una plazoleta, parece exigir del visitante el debido respeto: con la mano izquierda tendida, el índice señalando hacia abajo, la lanza en la otra, la mirada ceñida por las aberturas de un yelmo de híspida crin rematada por colmilludas puntas. Junto a la floresta, la marmórea sobriedad de la arquitectura. La escuela posee espacios abiertos entre columnas blancas con techos dentados y rojizos para las clases de verano y un recinto cerrado que sirve de refugio a discípulos y mentores cuando el frío muestra sus colmillos. El gimnasio cuenta con todas las instalaciones necesarias, pero no es tan grande como el de Liceo. Las casas más modestas constituyen el habitáculo de algunos de los maestros y el lugar de trabajo de Platón.

Cuando Heracles y Diágoras llegaron, el crepúsculo había desatado un bóreas áspero que removía las retorcidas ramas de los árboles más altos. Nada más cruzar el blanco pórtico, el Descifrador pudo observar que el ánimo y la actitud de su compañero mudaban por completo. Diríase que semejaba un perro de caza olfateando la presa: alzaba la cabeza y se pasaba con frecuencia la lengua por los labios; la barba, de ordinario discreta, se hallaba erizada; apenas escuchaba lo que Heracles le decía (pese a que éste, fiel a su costumbre, no ha-blaba mucho), y se limitaba a asentir sin mirarle y murmurar «Sí» frente a un simple comentario, o responder «Espera un momento» a sus preguntas. Heracles intuyó que se hallaba deseoso de demostrarle que aquel lugar era el más perfecto de todos, y el solo pensamiento de que algo pudiese salir mal lo angustiaba sin remedio.

La plazoleta se hallaba vacía y el edificio de la escuela parecía abandonado, pero nada de esto intrigó a Diágoras.

– Suelen dar breves paseos por el jardín antes de cenar -dijo.

Y de repente, Heracles sintió que su manto era retorcido con un violento tirón.

– Ahí vienen -el filósofo señalaba la oscuridad del parque. Y añadió, con extático énfasis-: ¡Y ahí está Platón!

Por los revueltos senderos se acercaba un grupo de hombres. Todos llevaban himationes oscuros cubriendo ambos hombros, sin túnica ni jitón debajo. Parecían haber aprendido el arte de moverse como los patos: en hilera, desde el más alto al más bajito. Hablaban. Era maravilloso verles hablar y caminar en fila al mismo tiempo. Heracles sospechó que poseían alguna especie de clave numérica para saber con exactitud a quién le tocaba el turno de decir algo y a quién el de responder. Nunca se interrumpían: el número dos se callaba, y justo entonces replicaba el número cuatro, y el número cinco parecía intuir sin error el final de las palabras del número cuatro y procedía a intervenir en ese punto. Las risas sonaban corales. Presintió también algo más: aunque el número uno -que era Platón- permanecía en silencio, todos los demás parecían dirigirse a él al hablar, pese a que no lo mencionaban explícitamente. Para lograr esto, el tono se elevaba progresiva y melódicamente desde la voz más grave -el número dos- a la más aguda -el número seis-, que, además de ser el individuo de más baja estatura, se expresaba con penetrantes chillidos, como para asegurarse de que el número uno lo escuchaba. La impresión de conjunto era la de una lira dotada de movimiento.

El grupo serpenteó por el jardín, acercándose más en cada curva. En extraña coincidencia, algunos adolescentes emergieron del gimnasio, desnudos por completo o vistiendo breves túnicas, pero refrenaron de inmediato su desordenada algarabía al divisar a la hilera de filósofos. Ambos grupos se reunieron en la plazuela. Heracles se preguntó por un momento qué vería un hipotético observador situado en el cielo: la línea de los adolescentes y la de los filósofos aproximándose hasta unirse en el vértice… ¿quizá -contando con la recta de setos del jardín- una perfecta letra delta?

Diágoras le hizo señas para que se acercara.

– Maestro Platón -dijo, reverencial, abriéndose paso junto a Heracles hasta llegar al gran filósofo-. Maestro Platón: es Heracles, del demo de Póntor. Deseaba conocer la escuela, y pensé que no hacía mal invitándolo esta noche…

– En modo alguno has hecho mal, Diágoras, salvo que Heracles así lo considere -repuso Platón, afable, con hermosa y grave voz, y se volvió hacia el Descifrador levantando la mano en ademán de saludo-. Sé bienvenido, Heracles Póntor.

– Te lo agradezco, Platón.

Heracles -a semejanza de muchos otros- tenía que mirar hacia arriba para dirigirse a Platón, que era una figura enorme, amurallada de robustos hombros y guarnecida por un torso poderoso del cual parecía emanar el plateado torrente de su voz. No obstante, había algo en la forma de ser del insigne filósofo que lo asemejaba a un niño encerrado en una fortaleza: quizás era esa actitud casi constante de simpático asombro, pues cuando alguien le hablaba, o al dirigirse a alguien, o simplemente cuando meditaba, Platón solía abrir mucho sus inmensos ojos grises de retorcidas pestañas y enarcar las cejas hasta una altura casi cómica, o, por el contrario, fruncirlas como un sátiro de áspero ceño. Ello le otorgaba justo la expresión del hombre que, sin previo aviso, recibe un mordisco en las nalgas. Quienes lo conocían, solían afirmar que tal asombro no era legítimo: cuanto más asombrado parecía por algo, menos importancia le concedía a ese algo.

Frente a Heracles Póntor, la expresión de Platón fue de grandísimo asombro.

Los filósofos habían empezado a entrar ordenadamente en el edificio de la escuela. Los alumnos esperaban su turno. Diágoras retuvo a Heracles para decirle:

– No veo a Antiso. Estará aún en el gimnasio… -y de repente, casi sin transición, murmuró-: Oh, Zeus…

El Descifrador siguió la dirección de su mirada.

Un hombre se acercaba en solitario por el camino de entrada. Su aspecto no era menos imponente que el de Platón, pero, a diferencia de éste, parecía añadírsele cierta cualidad salvaje. Acunaba entre sus enormes brazos a un perro blanco de cabeza deforme.

– He decidido aceptar tu invitación después de todo, Diágoras -dijo Crántor, sonriente y campechano-. Creo que tendremos una velada muy divertida. [56]

– Filotexto te ofrece sus saludos, maestro Platón, y se pone a tu disposición -dijo Eudoxo-. Ha viajado tanto como tú, y te aseguro que su conversación no tiene desperdicio…

– Como la carne que hemos degustado hoy -repuso Policleto.

Hubo risas, pero todos sabían que los comentarios banales o privados, que hasta entonces habían constituido la esencia de la reunión, debían dejar paso, como en cualquier buen symposio , al coloquio reflexivo y al fructífero mercadeo de opiniones de un lado a otro de la sala. Los comensales se habían distribuido en círculo recostados sobre cómodos divanes y los alumnos los atendían como perfectos esclavos. Nadie se interesaba mucho por la presencia silenciosa -aunque notoria- del Descifrador de Enigmas: su profesión era célebre, pero la mayoría la consideraba vulgar. En cambio, se había desarrollado un creciente huroneo por Filotexto de Quersoneso -un misterioso viejecillo a quien la penumbra de las escasas lámparas del salón velaba el rostro-, amigo del mentor Eudoxo, y por el filósofo Crántor, del demo de Póntor -«amigo del mentor Diágoras», según había dicho él mismo-, recién llegado a Atenas después de un largo periplo que todos aguardaban con impaciencia a que narrara. Ahora, con el infatigable trabajo de las lenguas, que se retorcían para limpiar los agudos colmillos de restos de carne -restos que después serían disueltos con sorbos de vino aromatizado que erizaba el paladar-, había llegado el momento de satisfacer la curiosidad que inspiraban aquellos dos visitantes.

– Filotexto es escritor -continuó Eudoxo-, y conoce tus Diálogos y los admira. Además, parece investido por Apolo del poder oracular de Delfos… Tiene visiones… Asegura que ha visto el mundo del futuro, y que éste, en algunos aspectos, se acomoda a tus teorías… Por ejemplo, respecto de esa igualdad que propugnas entre los trabajos de hombres y mujeres…

– Por Zeus Cronida -intervino de nuevo Policleto, fingiendo gran angustia-, déjame beber unas cuantas copas más, Eudoxo, antes de que las mujeres aprendan el oficio de soldado…

Diágoras era el único que no participaba de la cordialidad general, pues esperaba de un momento a otro ver estallar a Crántor. Quiso comentarlo en voz baja con Heracles, pero advirtió que éste, a su modo, tampoco se hallaba integrado en el ambiente: permanecía inmóvil en el diván, sosteniendo la copa de vino con su obesa mano izquierda sin decidirse a abandonarla en la mesa ni llevársela a los labios. Parecía la estatua recostada de algún viejo y gordo tirano. Pero sus ojos grises se hallaban vivos. ¿Qué miraba?

Diágoras comprobó que el Descifrador no perdía de vista las idas y venidas de Antiso.

El adolescente, que vestía un jitón azul abierto maliciosamente por los costados, había sido nombrado copero principal, y se adornaba -como es costumbre- con una corona de hiedra que erizaba sus bucles rubios y una hipothymides o guirnalda de flores que colgaba de sus marfileños hombros. En aquel momento se hallaba sirviendo a Eudoxo, después pasaría a Harpócrates, y continuaría con el resto de comensales siguiendo un estricto orden de precedencia.

[56] Durante estas últimas horas he recuperado el control de mis nervios. Ello se debe, sobre todo, a que he distribuido racionalmente mis períodos de descanso entre los párrafos: estiro las piernas y doy breves paseos alrededor de mi celda. Gracias a este ejercicio he logrado concretar mejor el reducido mundo en que me hallo: un rectángulo de cuatro pasos por tres con un camastro en una esquina y una mesa con su silla junto a la pared opuesta; sobre la mesa, mis papeles de trabajo y el texto de La caverna de Montalo. También dispongo -¡oh lujo derrochador!- de un pequeño agujero excavado en el suelo para hacer mis necesidades. Una maciza puerta de madera con flejes de hierro me niega la libertad. Tanto la cama como la puerta -no digamos el agujero- son vulgares. La mesa y la silla, sin embargo, parecen muebles caros. Poseo, además, abundante material de escritura. Todo esto representa un buen cebo para mantenerme ocupado. La única luz que mi carcelero me permite es la de esta lámpara miserable y caprichosa que ahora contemplo, colocada sobre la mesa. Así pues, por mucho que intente resistirme siempre termino sentándome y continuando con la traducción, entre otras cosas para no volverme loco. Sé que eso es exactamente lo que quiere Quiensea. «¡Traduce!», me ordenó a través la puerta hace… ¿cuánto tiempo?… pero… Ah, oigo un ruido. Seguro que es la comida. Por fin. (N. del T.)


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