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Epílogo

Levanto, trémulo, la pluma del papiro, tras haber escrito las últimas palabras de mi obra. No puedo imaginarme qué opinará Platón -quien, con ansia similar a la mía, tanto ha esperado a que la concluyera- sobre ella. Quizá su luminoso semblante se distienda en una fina sonrisa durante algunos momentos de la lectura. En otros, bien lo sé, fruncirá el ceño. Es posible que me diga (me parece escuchar su mesurada voz): «Extraña creación, Filotexto; sobre todo, el doble tema que desarrollas: por una parte, la investigación de Heracles y Diágoras; por otra, este curioso personaje, el Traductor (no le otorgas ningún nombre), que, situado en un inexistente futuro, anota al margen sus hallazgos, dialoga con otros personajes y, por fin, es secuestrado por el loco Montalo… ¡Triste suerte la suya, pues ignoraba ser una criatura tan ficticia como las de la obra que traducía!». «Pero tú has imaginado muchas palabras en boca de tu maestro Sócrates», le diré yo. Y agregaré: «¿Qué destino es peor? ¿El de mi Traductor, que no ha existido nunca salvo en mi obra, o el de tu Sócrates, que, a pesar de su existencia, se ha convertido en una criatura tan literaria como la mía? Creo que es preferible condenar a un ser imaginario a la realidad que a uno real a lo ficticio».

Conociéndolo como lo conozco, sospecho que habrá más fruncimientos de ceño que sonrisas.

Sin embargo, no temo por él: no es hombre que se deje impresionar. Sigue mirando, extasiado, hacia ese mundo intangible, lleno de belleza y de paz, de armonía y de palabras escritas, que constituye la tierra de las Ideas, y ofreciéndoselo a sus discípulos. En la Academia ya no se vive en la realidad sino en la cabeza de Platón. Maestros y alumnos son «traductores» encerrados en sus respectivas «cavernas» y dedicados a encontrar la Idea en sí. Yo he querido bromear con ellos un poco (perdonadme, no era mala mi intención), conmoverles, pero también alzar mi voz (de poeta, no de filósofo) para exclamar: «¡Dejad de buscar ideas ocultas, claves finales o sentidos últimos! ¡Dejad de leer y vivid! ¡Salid del texto! ¿Qué veis? ¿Sólo tinieblas? ¡No busquéis más!». No creo que me hagan caso: seguirán, afanosos y diminutos como letras del alfabeto, obsesionados por encontrar la Verdad a través de la palabra y el diálogo. ¡Zeus sabe cuántos textos, cuántas imaginarias teorías redactadas con pluma y tinta gobernarán la vida de los hombres en el futuro y cambiarán tontamente el curso de los tiempos!… Pero me atendré a las palabras finales de Jenofonte en su reciente estudio histórico: «Por mi parte, hasta aquí mi labor. De lo que venga ahora, en cualquier caso, que se ocupe otro».

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