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XII

La caverna, al principio, fue un reflejo dorado que colgaba en algún lugar de la oscuridad. Después se convirtió en puro dolor. Volvió a transformarse en el reflejo dorado y colgante. El vaivén no cesaba. Entonces hubo formas: un hornillo sobre las brasas, pero, cosa curiosa, maleable como el agua, donde los hierros parecían cuerpos de serpientes asustadas. Y una mancha amarilla, un hombre cuya silueta se estiraba en un punto y cedía en otro, como colgada de cuerdas invisibles. Ruidos, sí, también: un ligero eco de metales y, de vez en cuando, el tormento puntiagudo de un ladrido. Olores escogidos entre la variada gama de la humedad. Y, de nuevo, todo se cerraba como un rollo de papiro y regresaba el dolor. Fin de la historia.

No supo cuántas historias similares transcurrieron hasta que su mente empezó a comprender. De igual forma que un objeto colgado de un extremo al recibir un golpe repentino se balancea de un lado a otro, primero con gran violencia y desajuste, después isócrono, por último con moribunda lentitud, acomodándose cada vez más a la calma natural de su estado previo, así el furioso torbellino del desmayo extinguió su vaivén, y la conciencia, planeando sobre un punto de reposo, buscó -y encontró al fin- permanecer lineal e inmóvil, en armonía con la realidad del entorno. Fue entonces cuando pudo diferenciar aquello que le pertenecía -el dolor- de aquello que le era ajeno -las imágenes, los ruidos, los olores-, y desechando esto último atendió a lo primero, y preguntóse qué le dolía -la cabeza, los brazos- y por qué. Y como el porqué no era posible saberlo sin el auxilio del recuerdo, hizo uso de su memoria. «Ah, me hallaba en casa de Etis cuando ella dijo: "Placer"… Pero, no; después…»

Al mismo tiempo, su boca decidió gemir y sus manos se retorcieron.

– Oh, temía que te hubiéramos hecho demasiado daño.

– ¿Dónde estoy? -preguntó Heracles, queriendo preguntar: «¿Quién eres?». Pero el hombre, al responder a su pregunta formulada, respondió a ambas.

– Éste es, digamos, nuestro lugar de reunión.

Y acompañó la frase de un gesto amplio de su musculoso brazo derecho, mostrando una muñeca roturada de cicatrices.

La helada comprensión de lo ocurrido cayó sobre Heracles de igual manera que, por juego, los niños suelen agitar el fino tronco de los árboles empapados por la lluvia reciente, y su densa carga de gotas colgadas de las hojas se desparrama de golpe sobre sus cabezas.

El lugar era, en efecto, una caverna de considerables dimensiones. El reflejo dorado correspondía a una antorcha colgada de un gancho que sobresalía de la roca. A la luz de sus llamas se advertía un sinuoso pasillo central flanqueado por dos paredes: una, en la que se hallaba la propia antorcha; otra, la que sostenía los clavos dorados a los que Heracles estaba atado mediante gruesas y serpentinas cuerdas, de modo que sus brazos permanecían alzados por encima de la cabeza. El pasillo formaba un recodo a la izquierda que parecía resplandecer con luz individual, aunque mucho más humilde que el oro de la antorcha, debido a lo cual el Descifrador dedujo que allí se encontraría la salida de la cueva, y que, probablemente, gran parte del día había transcurrido ya. A su derecha, sin embargo, el corredor se perdía entre rocas escarpadas y una tiniebla densísima. En el centro erguíase un hornillo colocado sobre un trípode; un atizador colgaba entre la refulgente sangre de sus ascuas. Sobre el hornillo, una escudilla repicaba con los burbujeos de un líquido dorado. Cerbero menudeaba alrededor, repartiendo los ladridos por igual entre aquel artilugio y el cuerpo inmóvil de Heracles. Su amo, envuelto en un astroso manto gris, se servía de una rama para revolver el líquido de la escudilla. Su expresión mostraba la simpática ufanía con que una cocinera contempla la puja de un dorado pastel de manzanas. [132] Otros objetos que hubieran podido ser dignos de interés yacían más allá del hornillo, junto a la pared de la antorcha, y Heracles no los distinguía muy bien.

Tarareando una cancioncilla, Crántor dejó por un instante de revolver y cogió un cazo dorado que colgaba del trípode, lo introdujo en el líquido y se lo llevó hasta la nariz. La sinuosa columna de humo que le empañó el rostro pareció brotar de su propia boca.

– Hmm. Un poco caliente, pero… Toma. Te sentará bien.

Acercó el cazo a los labios de Heracles, desatando con ello la ira de Cerbero, que parecía considerar como un oprobio que su amo le ofreciera algo a aquel individuo gordo antes que a él. Heracles, que pensaba que no tenía mucha elección y que además se hallaba sediento, probó un poco. Sabía a cereal dulzón con un punto de picante. Crántor inclinó el cazo y gran parte del contenido se derramó por la barba y la túnica de Heracles.

– Bebe, vamos.

Heracles bebió. [133]

– Es kyon , ¿verdad? -dijo después, jadeando.

Crántor asintió, regresando al hornillo.

– Hará efecto dentro de poco tiempo. Tú mismo podrás comprobarlo…

– Tengo los brazos fríos como serpientes -protestó Heracles-. ¿Por qué no me desatas?

– Cuando el kyon haga efecto, tú mismo podrás liberarte. Es increíble la fuerza oculta que poseemos y que el raciocinio no nos permite utilizar…

– ¿Qué me ha ocurrido?

– Me temo que te golpeamos y te trajimos aquí en una carreta. Por cierto: a algunos de los nuestros les ha resultado sumamente difícil salir de la Ciudad, pues los soldados ya habían sido alertados por el arconte… -levantó la negra mirada de la escudilla y la dirigió hacia Heracles-. Nos has hecho bastante daño.

– El daño os gusta -replicó el Descifrador con desprecio. Y preguntó-: ¿Debo entender que habéis huido?

– Oh sí, todos. Yo me he quedado en la retaguardia para convidarte a un symposio de kyon y charlar un poco… Los demás han buscado nuevos aires.

– ¿Siempre has sido el máximo líder?

– No soy el máximo líder de nada -Crántor golpeó suavemente la escudilla con la punta de la rama, como si fuera ella la que hubiera preguntado-. Soy un miembro muy importante, eso es todo. Me presenté cuando supimos que la muerte de Trámaco estaba siendo investigada, lo cual nos sorprendió, porque no esperábamos que levantara sospechas de ningún tipo. El hecho de que tú fueras el principal investigador no hizo más fácil mi trabajo, aunque sí más agradable. De hecho, acepté ocuparme del asunto precisamente porque te conocía. Mi labor consistió en intentar engañarte… lo cual, dicho sea en tu honor, resultó bastante difícil…

Se acercó a Heracles con la rama colgando de sus dedos como un maestro balancea la vara de castigo frente a sus pupilos para inspirar respeto. Prosiguió:

– Mi problema era: ¿cómo engañar a alguien a quien nada se le pasa desapercibido ?. ¿Cómo burlar la mirada de un Descifrador de Enigmas como tú, para quien la complejidad de las cosas no ofrece ningún secreto? Pero llegué a la conclusión de que tu mayor ventaja es, al mismo tiempo, tu principal defectoTodo lo razonas, amigo mío, y a mí se me ocurrió usar esa peculiaridad de tu carácter para distraer tu atención. Me dije: «Si la mente de Heracles resuelve hasta el problema más complejo, ¿por qué no cebarla con problemas complejos?»… Y disculpa la vulgaridad de la expresión.

Crántor parecía divertido con sus propias palabras. Regresó a la escudilla y continuó revolviendo el líquido. A veces se inclinaba y chasqueaba la lengua en dirección a Cerbero, sobre todo cuando éste molestaba más de lo usual con sus chirriantes ladridos. El resplandor proveniente del recodo se hacía cada vez más tenue.

– Así pues, me propuse, sencillamente, impedir que dejaras de razonar . Es muy sencillo engañar a la razón alimentándola con razones: vosotros lo hacéis todos los días en los tribunales, la Asamblea, la Academia… Lo cierto es, Heracles, que me diste ocasión para disfrutar…

– Y disfrutaste mutilando a Eunío y Antiso.

Los ecos de la estrepitosa risotada de Crántor parecieron colgar de las paredes de la cueva y refulgir, dorados, en las esquinas.

– Pero ¿todavía no lo has entendido? ¡Fabriqué problemas falsos para ti! Ni Eunío ni Antiso fueron asesinados: tan sólo accedieron a sacrificarse antes de tiempo. Al fin y al cabo, su turno les llegaría, tarde o temprano. Tu investigación sólo logró apresurar la decisión de ambos…

– ¿Cuándo reclutasteis a esos pobres adolescentes?

Crántor negó con la cabeza, sonriendo.

– ¡Nosotros nunca «reclutamos», Heracles! La gente oye hablar en secreto de nuestra religión y quiere conocerla… En este caso particular, Etis, la madre de Trámaco, supo de nuestra existencia en Eleusis poco después de que su marido fuera ejecutado… Asistió a las reuniones clandestinas en la caverna y en los bosques y participó en los primeros rituales que mis compañeros realizaron en el Ática. Luego, cuando sus hijos crecieron, los hizo adeptos de nuestra fe. Pero, como mujer inteligente que siempre ha sido, no quería que Trámaco le reprochara no haberle dado la oportunidad de elegir por sí mismo, de modo que no descuidó su educación: le aconsejó que ingresara en la escuela filosófica de Platón y aprendiera todo lo que la razón puede enseñarnos, para que, al alcanzar la mayoría de edad, supiera elegir entre un camino y otro… Y Trámaco nos escogió a nosotros. No sólo eso: consiguió que Antiso y Eunío, sus amigos de la Academia, participaran también en los ritos. Ambos procedían de rancias familias atenienses, y no necesitaron muchas palabras para dejarse convencer… Además, Antiso conocía a Menecmo, que, por feliz casualidad, también era miembro de nuestra hermandad. La «escuela» de Menecmo fue, para ellos, mucho más productiva que la de Platón: aprendieron el goce de los cuerpos, el misterio del arte, el placer del éxtasis, el entusiasmo de los dioses…

Crántor había estado hablando sin mirar a Heracles, sus ojos fijos en un punto inconcreto de la creciente oscuridad. En aquel momento, se volvió repentinamente hacia el Descifrador y añadió, siempre risueño:

– ¡No existían los celos entre ellos! Esa fue una idea tuya que a nosotros nos agradó utilizar para desviar tu atención hacia Menecmo, que deseaba ser sacrificado con prontitud, al igual que Antiso y Eunío, con el fin de poder engañarte. No fue difícil improvisar un plan con los tres… Durante un hermoso ritual, Eunío se acuchilló en el taller de Menecmo. Después lo disfrazamos de mujer con un peplo erróneamente destrozado para que tú pensaras justo lo que pensaste: que alguien lo había matado. Antiso hizo lo propio cuando le llegó su turno. Yo intentaba por todos los medios que siguieras creyendo que eran asesinatos , ¿comprendes? Y, para ello, nada mejor que simular falsos suicidios. Tú te encargarías, más tarde, de inventarte el crimen y descubrir al criminal -y, abriendo los brazos, Crántor elevó la voz para añadir-: ¡He aquí la fragilidad de tu omnipotente Razón, Heracles Póntor: tan fácilmente imagina los problemas que ella misma cree solucionar!…

[132] -«Manzanas» -protesté-. ¡Qué vulgaridad mencionarlas!

– Cierto -reconoció Montalo-. Es de mal gusto citar el objeto de la eidesis en la metáfora. Aquí debería bastar con las dos palabras más repetidas desde el comienzo del capítulo: «colgar» y «dorado»…

– Haciendo referencia a las Manzanas de las Hespérides, que eran de oro y colgaban de los árboles -asentí-, ya lo sé. Por eso digo que es una metáfora vulgar. Además, no estoy muy seguro de que los pasteles de manzana pujen…

– Calla y sigue traduciendo. (N. del T.)


[133] -¿Puedo beber? -acabo de decirle a Móntalo.

– Aguarda. Traeré agua. Yo también estoy sediento. Tardaré el tiempo que tardes tú en escribir una nota narrando esta interrupción, así que ni por asomo se te ocurra que vas a poder escapar.

La verdad, no se me había ocurrido. Ha cumplido su palabra: regresa ahora mismo con una jarra y dos copas. (N. del T.)


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