[131] Escribo esta nota frente a él. La verdad, no me importa, pues casi me he acostumbrado a su presencia.
Entró, coincidente como siempre, cuando yo acababa de traducir el final de este penúltimo capítulo y me disponía a descansar un poco. Al escuchar un ruido en la puerta, me pregunté qué máscara traería esta vez. Pero no traía ninguna. Por supuesto que lo reconocí de inmediato, pues su imagen es célebre en el gremio: el pelo blanco cayéndole hasta los hombros, la frente despejada, las líneas de la vejez bien marcadas sobre el rostro, una difusa barba…
– Como ves, pretendo ser sincero -me dijo Montalo-. Tú tenías razón hasta cierto punto, así que no voy a ocultarme por más tiempo. En efecto, fingí mi muerte y me retiré a este pequeño escondite, pero seguí el rastro de mi edición, pues deseaba saber quién la traduciría. Cuando te localicé, estuve vigilándote hasta que, por fin, logré traerte aquí. También es verdad que he jugado a amenazarte para que no perdieras el interés por la obra… como cuando imité las palabras y gestos de Yasintra… Todo eso es cierto. Pero te equivocas si piensas que yo soy el autor de La caverna de las ideas .
– ¿Y a esto lo llamas ser sincero ? -repliqué.
Respiró profundamente.
– Te juro que no miento -dijo-. ¿Por qué iba a querer secuestrarte para que trabajaras en mi propia obra?
– Porque necesitabas un lector -respondí tranquilamente-. ¿Qué hace un autor sin un lector?
Montalo pareció divertido con mi teoría. Dijo:
– ¿Tan malo soy, que debo secuestrar a alguien para que lea lo que escribo?
– No, pero ¿qué es leer? -repliqué-. Una tarea invisible. Mi padre era escritor, y lo sabía: cuando escribes, creas unas imágenes que, después, iluminadas por ojos ajenos, se muestran bajo otras formas, impensables para el creador. ¡Tú, sin embargo, necesitabas conocer la opinión del lector día a día , porque pretendes probar con tu obra la existencia de las Ideas!
Montalo sonrió con cierta nerviosa afabilidad.
– Es verdad que durante muchos años quise probar que Platón tenía razón cuando afirmaba que las Ideas existen -reconoció-, y que, por ello, el mundo es bueno, razonable y justo. Y creía que los libros eidéticos podían suministrarme esa prueba. Nunca tuve éxito, pero tampoco recibí grandes decepciones… hasta que encontré el manuscrito de La caverna , oculto y olvidado en los anaqueles de una vieja biblioteca… -hizo una pausa, y su mirada se perdió en la oscuridad de la celda-. Al principio, la obra me entusiasmó… Percibí, como tú, las sutiles imágenes que albergaba: el hábil hilo conductor de los Trabajos de Hércules, la muchacha del lirio… ¡Estaba cada vez más seguro de que había hallado, por fin, el libro que había estado buscando durante toda mi vida!…
Volvió sus ojos hacia mí, y advertí su profunda desesperación.
– Pero entonces… empecé a percibir algo extraño… La imagen del «traductor» me confundía… Quise creer que, como un novato cualquiera, había mordido un «cebo» y estaba dejándome arrastrar por el texto… Sin embargo, conforme avanzaba en la lectura, mi mente rebosaba de misteriosas sospechas… No, no era un simple «cebo», había algo más… Y cuando llegué al último capítulo… lo supe .
Hizo una pausa. Su palidez era espantosa, como si hubiera muerto el día anterior. Prosiguió:
– Descubrí la clave de repente… Y comprendí que La caverna de las ideas no sólo no constituía una prueba de la existencia de ese mundo platónico bondadoso, razonable y justo, sino que, por el contrario, era una prueba de lo opuesto -y de repente, estalló-: ¡Sí, aunque no me creas: esta obra demuestra que nuestro universo, este espacio ordenado y luminoso repleto de causas y efectos y gobernado por leyes justas y piadosas, no existe !…
Y mientras lo veía jadear, su rostro convertido en una nueva máscara de labios trémulos y mirada extraviada, pensé (y no me importa escribirlo, aunque Montalo lo lea): «Está completamente loco». Entonces pareció recobrar la compostura y añadió, gravemente:
– Tal fue mi horror ante este hallazgo que quise morir . Me encerré en casa… Dejé de trabajar y me negué a recibir visitas… Se empezó a comentar que me había vuelto loco… ¡Y quizá fuera cierto, porque a veces la verdad es enloquecedora!… Incluso valoré la posibilidad de destruir la obra, pero ¿qué ganaría con ello, si yo ya la conocía ?… De modo que opté por una solución intermedia: tal como sospechabas, la idea del cuerpo destrozado por los lobos me sirvió para fingir mi muerte con el cadáver de un pobre viejo, al que vestí con mis ropas y desfiguré… Después elaboré una versión de La caverna respetando el texto original y reforzando la eidesis, pero sin mencionarla explícitamente…
– ¿Por qué? -lo interrumpí.
Por un instante me miró como si fuera a golpearme.
– ¡Porque quería comprobar si su futuro lector hacía el mismo descubrimiento que yo, pero sin mi ayuda ! ¡Porque aún cabe la posibilidad, por pequeña que sea, de que yo esté equivocado ! -sus ojos se humedecieron al añadir-: Y si es así, y ruego por que lo sea, el mundo… nuestro mundo… se habrá salvado .
Intenté sonreír, pues recordé que a los locos se les debe tratar con mucha amabilidad:
– Por favor, Montalo, basta ya -dije-. Esta obra es un poco extraña, lo reconozco, pero no tiene nada que ver con la existencia del mundo… ni con el universo… ni siquiera con nosotros. Es un libro, nada más. Por muy eidético que sea, y por mucho que nos obsesione a ambos, no podemos llevar las cosas demasiado lejos… Yo lo he leído casi todo y…
– Aún no has leído el último capítulo -dijo.
– No, pero lo he leído casi todo y no…
– Aún no has leído el último capítulo -repitió.
Tragué saliva y contemplé el texto abierto sobre el escritorio. Volví a observar a Montalo.
– Bien -propuse-, haremos lo siguiente: terminaré mi traducción y te demostraré que… que se trata de una simple fantasía, más o menos bien escrita, pero…
– Traduce -pidió.
No he querido enfadarle. Por eso he obedecido. El sigue aquí, y observa lo que escribo. Comienzo la traducción del último capítulo. (N. del T.)