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VIII

Me había dormido sobre la mesa (no es la primera vez que me ocurre desde que estoy aquí), pero desperté de inmediato al oír aquel ruido. Me incorporé con densa lentitud y me palpé la mejilla derecha, que había soportado todo el peso de la cabeza aplastada sobre los brazos. Moví los músculos del rostro. Me limpié un débil rastro de saliva. Al levantar los codos, arrastré algunos papeles con el final de la traducción del capítulo séptimo. Me froté los ojos y miré a mi alrededor: nada parecía haber cambiado. Me encontraba en la misma habitación rectangular, sentado ante el escritorio, aislado en el charco de luz de la lámpara. Sentía hambre, pero eso tampoco era una novedad. Entonces examiné las sombras y supe que, en realidad, algo sí había cambiado.

Heracles Póntor, de pie en la oscuridad, me contemplaba con sus apacibles ojos grises. Murmuré:

– ¿Qué haces aquí?

– Andas metido en un buen lío -dijo. Su voz era la misma que yo había imaginado al leerlo. Pero esto lo pensé después.

– Tú eres un personaje de la obra -protesté.

– Y esto es la obra -replicó el Descifrador de Enigmas-. Es obvio que formas parte de ella. Pero necesitas ayuda, y por eso he venido. Razonemos: has sido secuestrado para traducir esto, aunque nadie te garantiza que vayas a recobrar la libertad cuando termines. Ahora bien, a tu carcelero le interesa mucho la traducción, no lo olvides. Sólo tienes que descubrir el motivo. Es importante que descubras por qué quiere que traduzcas La caverna de las ideas . Cuando lo sepas, podrás efectuar un canje: tú deseas la libertad, él desea algo. Ambos podéis obtener lo que deseáis, ¿no crees?

– ¡El hombre que me ha secuestrado no desea nada! -gemí-. ¡Está loco!

Heracles meneó su robusta cabeza.

– ¿Y qué más da? No te preocupes ahora por su grado de cordura sino por sus intereses. ¿Por qué es tan importante para él que traduzcas esta obra?

Medité un instante.

– Porque contiene un secreto.

Por la expresión de su rostro deduje que no era ésa la respuesta que esperaba. Sin embargo, dijo:

– ¡Muy bien! Ésa es una razón obvia. Toda pregunta obvia debe tener una respuesta obvia. Porque contiene un secreto . Por lo tanto, si pudieras averiguar qué secreto contiene, estarías en disposición de ofrecerle un trato, ¿no? «Conozco el secreto», le dirías, «pero no hablaré, a menos que me dejes salir de aquí». Es una buena idea.

Esto último lo había dicho en tono alentador, como si no estuviera seguro de que fuese una idea tan buena pero deseara infundirme ánimos.

– Realmente he descubierto algo -dije-: Los Trabajos de Hércules, una muchacha con un lirio que…

– Eso no significa nada -me interrumpió con un gesto impaciente-. ¡Son simples imágenes! Para ti, pueden ser los Trabajos de Hércules o una muchacha con un lirio, pero para otro lector serán cualquier otra cosa, ¿no comprendes? ¡Las imágenes varían, son imperfectas! ¡Has de encontrar una idea final que sea igual para todos los lectores! Debes preguntarte: ¿cuál es la clave ? ¡Tiene que haber un sentido oculto!…

Balbucí torpes palabras. Heracles me contempló con curiosa frialdad. Después dijo:

– Bah, ¿por qué lloras? ¡No es momento para desanimarse sino para trabajar! Busca la idea principal. Usa mi lógica: ya me conoces y sabes cómo razono. ¡Indaga en las palabras! ¡Tiene que haber algo!… ¡Algo !

Me incliné sobre los papeles con los ojos aún húmedos. Pero de repente me pareció mucho más importante preguntarle cómo había logrado salir del libro y aparecer en mi celda. Me interrumpió con un gesto imperioso.

– Fin del capítulo -dijo. [63]

[63] He resistido la imperiosa tentación de destruir este falso capítulo octavo que mi secuestrador, sin duda, ha deslizado en la obra. En lo único que ha acertado este hijo de perra es en el llanto: últimamente lloro con mucha frecuencia. Es una de mis formas de medir el tiempo. Pero si Quiensea cree que con estas hojas intercaladas va a volverme loco, está muy equivocado. Ahora sé para qué las utiliza: son mensajes, instrucciones, órdenes, amenazas… Ni siquiera le importa ya disimular su origen espurio. La sensación de leerme en primera persona ha sido nauseabunda. Para librarme de ella, he intentado pensar en las cosas que yo habría dicho realmente. No creo que hubiese «gemido», como afirma el texto. Sospecho que habría hecho muchas más preguntas que esta patética creación suya con la que intenta imitarme. Ahora bien, en lo del llanto ha acertado plenamente. Comienzo la traducción de lo que imagino que es el verdadero capítulo octavo. (N. del T.)


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