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Filotexto permaneció un instante pensativo. Entonces dijo:

– Si no te importa, ofréceme un ejemplo de cada uno de esos elementos, para que yo pueda entenderlos.

Espeusipo intervino enseguida, como si la tarea de poner ejemplos no fuera cometido de Platón.

– Es muy sencillo, Filotexto. El primer elemento es el nombre, y podría ser cualquier nombre. Por ejemplo: «libro», «casa», «cenáculo»… El segundo elemento es la definición, y son las frases que hablan de esos nombres. En el ejemplo de «libro», una definición sería: «El libro es un papiro escrito que forma un texto completo». La literatura, como es obvio, sólo puede abarcar nombres y definiciones. El tercer elemento es la imagen, la visión que cada uno de nosotros se forma en la cabeza cuando pensamos en algo. Por ejemplo, al pensar en un libro yo veo un rollo de papiro extendido sobre la mesa… El cuarto elemento, el intelecto, es justo lo que estamos haciendo ahora: discutir, usando nuestra inteligencia, acerca de cualquier tema. En nuestro ejemplo, consistiría en hablar del libro: su origen, su propósito… Y el quinto y último elemento es la Idea en sí, esto es, el verdadero objeto del conocimiento. En el ejemplo del libro, sería el Libro en sí, el libro ideal, superior a todos los libros del mundo…

– Es por eso que nosotros consideramos la palabra escrita como algo muy imperfecto, Filotexto -dijo Platón-, y conste que con ello no queremos menospreciar a los escritores… -se escucharon risas discretas. Platón añadió-: En todo caso, creo que ya comprendes por qué un libro de tales características sería imposible de crear…

Filotexto parecía pensativo. Tras una pausa dijo, con su trémula vocecilla:

– ¿Nos apostamos algo?

Las carcajadas, ahora, fueron unánimes.

Diágoras, a quien la discusión empezaba a parecer estúpida, se removió en el diván con inquietud. ¿Dónde se habrían metido Heracles y Antiso? Al fin, con gran alivio, distinguió la obesa silueta del Descifrador regresando desde la oscuridad de la cocina. Su rostro, como de costumbre, permanecía inexpresivo. ¿Qué habría sucedido?

Heracles ni siquiera volvió a su diván. Agradeció la cena que le habían ofrecido, pero adujo que ciertos negocios lo reclamaban en Atenas. Los mentores lo despidieron rápida y cordialmente, y Diágoras lo acompañó hasta la salida.

– ¿Dónde estabas? -le preguntó cuando se aseguró de que nadie podía oírlos.

– Mi investigación se halla a punto de concluir. Sólo falta el paso definitivo. Pero ya lo tenemos.

– ¿A Menecmo? -Diágoras, nervioso, se percató de que aún sostenía la copa de vino en la mano-. ¿Es Menecmo? ¿Puedo hacer una acusación pública contra él?

– Aún no. Mañana se decidirá todo.

– ¿Y Antiso?

– Se ha ido. Pero no te preocupes: será vigilado esta noche -sonrió Heracles-. Ahora debo marcharme. Y tranquilízate, buen Diágoras: mañana sabrás la verdad. [62]

[62] Me he dado cuenta de que aún no he narrado cómo he llegado a parar a esta celda. Si es verdad que estas notas me han de servir para no enloquecer, quizá sea bueno contar todo lo que recuerdo sobre lo sucedido como si me dirigiera a un futuro e improbable lector. Permíteme, lector, esta nueva interrupción. Sé que te interesa mucho más continuar con la obra que escuchar mis desgracias, pero recuerda que, por muy marginal que me veas aquí abajo, me debes un poco de atención en agradecimiento a mi fructífera labor, sin la cual no podrías disfrutar de la mencionada obra que tanto te agrada. Así pues, léeme con paciencia.

Se recordará que la noche en que terminé de traducir el capítulo anterior me propuse atrapar a mi desconocido visitante, el misterioso falsificador del texto en el que trabajo. Con este propósito, apagué las luces de la casa y fingí acostarme, pero lo que en realidad hice fue permanecer al acecho en el salón, oculto tras una puerta, aguardando su «visita». Cuando me hallaba casi seguro de que esa noche ya no vendría, escuché un ruido. Me asomé por la puerta entornada, y sólo tuve oportunidad de distinguir una sombra abalanzándose sobre mí. Desperté con un gran dolor de cabeza, y me vi encerrado entre estas cuatro paredes. En cuanto a la celda, ya la he descrito, y remito al lector interesado a una nota previa. Sobre la mesa se encontraban el texto de Montalo y mi propia traducción, que finaliza en el capítulo sexto. Sobre esta última, una nota escrita en una hoja aparte con fina caligrafía: «NO TE INTERESA SABER QUIÉN SOY. LLÁMAME "QUIENSEA". PERO SI DE VERDAD TE INTERESA SALIR DE AQUÍ, CONTINÚA TRADUCIENDO. CUANDO TERMINES, QUEDARÁS EN LIBERTAD». Hasta ahora, éste es el único contacto que he tenido con mi anónimo secuestrador. Bueno, éste y su voz asexuada, que escucho de vez en cuando a través de la puerta de la celda, ordenándome: «¡Traduce!». Y eso es lo que hago. (N. del T.)


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