– ¿Estás loco? ¡Lo comenta toda la gente!… ¿Qué pretendes insinuar con eso?…
Heracles empleó de nuevo su más humilde tono de disculpa:
– Nada, no te preocupes: formaba parte de mi razonamiento sobre la distancia.
Y entonces, como si hubiera olvidado algo, se rascó la cónica cabeza y añadió:
– Lo que no comprendo muy bien, buen Menecmo, es por qué te has centrado únicamente en mi razonamiento sobre la distancia y no en mi razonamiento sobre la posibilidad de que alguien asesinara a Eunío…, idea mucho más extraña, por Zeus, y que, sin duda, nadie comenta, pero que tú pareces haber admitido de buen grado en cuanto te la he referido. Has empezado por criticar mi razonamiento sobre la distancia y no me has preguntado: «Heracles, ¿por qué estás tan seguro de que Eunío fue asesinado?»… La verdad, Menecmo, no lo entiendo.
Diágoras no sintió ninguna compasión por Menecmo, pese a que advertía cómo las despiadadas deducciones del Descifrador lo sumergían progresivamente en el desconcierto más absoluto, haciéndolo caer en la trampa de sus propias y frenéticas palabras de manera semejante a esos lagos de podredumbre que -según diversos testimonios de viajeros con los que había hablado- engullen con más rapidez a aquellos que intentan salvarse con contorsiones o aspavientos. En el denso silencio que siguió, quiso añadir, por burla, algún comentario huero que dejara bien patente la victoria que habían obtenido sobre aquella alimaña. Y dijo, con cínica sonrisa:
– Bella escultura es ésa en la que trabajas, Menecmo. ¿A quién representa?
Por un momento, creyó que no obtendría respuesta. Pero entonces advirtió que Menecmo sonreía, y aquello bastó para inquietarlo.
– Se llama El traductor . El hombre que pretende descifrar el misterio de un texto escrito en otro lenguaje sin percibir que las palabras sólo conducen a nuevas palabras, y los pensamientos a nuevos pensamientos, pero la Verdad permanece inalcanzable. ¿No es un buen símil de lo que hacemos todos?
No entendió muy bien Diágoras lo que quería decir el escultor, pero como no deseaba quedar en desventaja comentó:
– Es una figura muy curiosa. ¿Qué vestido lleva? No parece griego…
Menecmo no dijo nada. Observaba su obra y sonreía.
– ¿Puedo verla de cerca?
– Sí -dijo Menecmo.
El filósofo se acercó al podio y subió por una de las escaleras. Sus pasos retumbaron en la sucia madera del pedestal. Se aproximó a la escultura y observó su perfil.
El hombre de mármol, encorvado sobre la mesa, sostenía entre el índice y el pulgar una fina pluma; los rollos de papiro lo sitiaban. ¿Qué clase de vestido llevaba?, se preguntó Diágoras. Una especie de manto muy entallado… Ropas extranjeras, evidentemente. Contempló su cuello inclinado, la prominencia de las primeras vértebras -estaba bien hecho, hubo de reconocer-, los espesos mechones de pelo a ambos lados de la cabeza, las orejas de lóbulos gruesos e impropios…
Aún no había podido verle el rostro: la figura agachaba demasiado la cabeza. Diágoras, a su vez, se agachó un poco: observó las ostensibles entradas en las sienes, las áreas de calvicie prematura… No pudo evitar, al mismo tiempo, admirar sus manos: venosas, delgadas; la derecha atrapaba el tallo de la pluma; la izquierda descansaba con la palma hacia abajo, ayudando a extender el pergamino sobre el que escribía, el dedo medio adornado con un grueso anillo en cuyo sello estaba grabado un círculo. Un rollo de papiro desplegado se hallaba cerca de la misma mano: sería, sin duda, la obra original. El hombre redactaba la traducción en el pergamino. ¡Incluso las letras, en este último, se hallaban cinceladas con pulcra destreza! Intrigado, Diágoras se asomó por encima del hombro de la figura y leyó las palabras que, se suponía, acababa de «traducir». No supo qué podían significar. Decían:
No supo qué podían significar. Decían
Pero aún no había visto el rostro de la figura. Inclinó un poco más la cabeza y lo contemplo. [53]
Pero aún no había visto el rostro de la figura. Inclinó un poco más la cabeza y lo contempló.
Eran unas facciones [54]
– Un hombre muy astuto -dijo Heracles cuando salieron del taller-. Deja las frases inacabadas, como sus esculturas. Adopta un carácter repugnante para que retrocedamos con las narices tapadas, pero estoy seguro de que, frente a sus discípulos, sabe ser encantador.
– ¿Crees que fue él quien…? -preguntó Diágoras.
– No nos apresuremos. La verdad puede hallarse lejos, pero posee infinita paciencia para aguardar nuestra llegada. Por lo pronto, me gustaría tener la oportunidad de hablar de nuevo con Antiso…
– Si no me equivoco, lo encontraremos en la Academia: esta tarde se celebra una cena en honor de un invitado de Platón, y Antiso será uno de los coperos.
– Muy bien -sonrió Heracles Póntor-: Pues creo, Diágoras, que ha llegado la hora de conocer tu Academia. [55]