«En ella, una leve ternura es más terrible que el rugido del héroe Esténtor», pensó Heracles, admirado.
– Los dioses, a veces, son injustos -dijo, a modo de mero comentario, pero también porque, en el fondo, lo creía así.
– No los menciones, Heracles… ¡Oh, no menciones a los dioses! -la boca de Etis temblaba de cólera-. ¡Fueron los dioses quienes clavaron sus colmillos en el cuerpo de mi hijo y sonrieron cuando arrancaron y devoraron su corazón, aspirando con deleite el tibio aroma de su sangre! ¡Oh, no menciones a los dioses en mi presencia!…
A Heracles le pareció que Etis intentaba, en vano, apaciguar su propia voz, que ahora resonaba con fuertes rugidos por entre sus fauces, provocando el silencio a su alrededor. Las esclavas habían vuelto la cabeza para contemplarla; aun la misma Elea había enmudecido y escuchaba a su madre con mortal reverencia.
– ¡Zeus Cronida ha derribado el último roble de esta casa, aún verde!… ¡Maldigo a los dioses y a su casta inmortal!…
Sus manos se habían alzado, abiertas, en un gesto temible, directo, casi exacto. Después, bajando lentamente los brazos al tiempo que el tono de sus gritos, añadió, con súbito desprecio:
– ¡La mejor alabanza que pueden esperar los dioses es nuestro silencio!…
Y aquella palabra -«silencio»- fue rota por un triple clamor. El sonido se hundió en los oídos de Heracles y lo acompañó mientras salía de la funesta casa: un grito ritual, tripartito, de las esclavas y de Elea, las bocas abiertas, desencajadas, formando una sola garganta rota en tres notas distintas, agudas y ensordecedoras, que arrojaron fuera de sí, en tres direcciones, el fúnebre rugido de las fauces [4] .