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«En ella, una leve ternura es más terrible que el rugido del héroe Esténtor», pensó Heracles, admirado.

– Los dioses, a veces, son injustos -dijo, a modo de mero comentario, pero también porque, en el fondo, lo creía así.

– No los menciones, Heracles… ¡Oh, no menciones a los dioses! -la boca de Etis temblaba de cólera-. ¡Fueron los dioses quienes clavaron sus colmillos en el cuerpo de mi hijo y sonrieron cuando arrancaron y devoraron su corazón, aspirando con deleite el tibio aroma de su sangre! ¡Oh, no menciones a los dioses en mi presencia!…

A Heracles le pareció que Etis intentaba, en vano, apaciguar su propia voz, que ahora resonaba con fuertes rugidos por entre sus fauces, provocando el silencio a su alrededor. Las esclavas habían vuelto la cabeza para contemplarla; aun la misma Elea había enmudecido y escuchaba a su madre con mortal reverencia.

– ¡Zeus Cronida ha derribado el último roble de esta casa, aún verde!… ¡Maldigo a los dioses y a su casta inmortal!…

Sus manos se habían alzado, abiertas, en un gesto temible, directo, casi exacto. Después, bajando lentamente los brazos al tiempo que el tono de sus gritos, añadió, con súbito desprecio:

– ¡La mejor alabanza que pueden esperar los dioses es nuestro silencio!…

Y aquella palabra -«silencio»- fue rota por un triple clamor. El sonido se hundió en los oídos de Heracles y lo acompañó mientras salía de la funesta casa: un grito ritual, tripartito, de las esclavas y de Elea, las bocas abiertas, desencajadas, formando una sola garganta rota en tres notas distintas, agudas y ensordecedoras, que arrojaron fuera de sí, en tres direcciones, el fúnebre rugido de las fauces [4] .

[4] Sorprende que Montalo, en su erudita edición del original, ni siquiera haga referencia a la fuerte eidesis que revela el texto, al menos a lo largo de todo este primer capítulo. Sin embargo, también es posible que desconozca tan curioso recurso literario. A modo de ejemplo para el lector curioso, y también por relatar con sinceridad cómo he venido a descubrir la imagen oculta en este capítulo (pues un traductor debe ser sincero en sus notas; la mentira es privilegio del escritor), referiré la breve charla que mantuve ayer con mi amiga Helena, a la que considero una colega docta y llena de experiencia. Salió a colación el tema, y le comenté, entusiasmado, que La caverna de las ideas, la obra que he empezado a traducir, es un texto eidético. Se quedó inmóvil observándome, la mano izquierda sosteniendo por el rabillo una de las cerezas del plato cercano.

– ¿Un texto qué? -dijo.

– La eidesis -expliqué- es una técnica literaria inventada por los escritores griegos antiguos para transmitir claves o mensajes secretos en sus obras. Consiste en repetir metáforas o palabras que, aisladas por un lector perspicaz, formen una idea o una imagen independiente del texto original. Arginuso de Corinto, por ejemplo, ocultó mediante eidesis una completísima descripción de una joven a la que amaba en un largo poema aparentemente dedicado a las flores del campo. Y Epafo de Macedonia…

– Qué interesante -sonrió, aburrida-. ¿Y se puede saber qué oculta tu anónimo texto de La caverna de las ideas?

– Lo sabré cuando lo traduzca por completo. En el primer capítulo, las palabras más repetidas son «cabelleras», «melenas» y «bocas» o «fauces» que «gritan» o «rugen», pero…

– ¿«Melenas» y «fauces que rugen»?… -me interrumpió ella con sencillez-. Puede estar hablando de un león, ¿no?

Y se comió la cereza.

Siempre he odiado esa capacidad de las mujeres para llegar a la verdad sin agotarse tomando el atajo más corto. Fui yo, entonces, quien me quedé inmóvil, observándola con los ojos muy abiertos. -Un león, pues claro… -musité. -Lo que no entiendo -prosiguió Helena sin darle importancia al asunto- es por qué el autor consideraba tan secreta la idea de un león como para ocultarla mediante… ¿cómo has dicho?

– Eidesis. Lo sabremos cuando termine de traducirlo: un texto eidético sólo se comprende cuando se lee de cabo a rabo -mientras decía eso pensaba: «Un león, claro… ¿Cómo es que no se me había ocurrido antes?».

Bien -Helena dio por terminada la conversación,

flexionó las largas piernas, que había mantenido estiradas sobre una silla, depositó el plato de cerezas en la mesa y se levantó-. Pues sigue traduciendo, y ya me contarás.

– Lo sorprendente es que Móntalo no haya notado nada en el manuscrito original… -dije.

– Pues escríbele una carta -sugirió-. Quedarás bien y ganarás méritos.

Y, aunque al pronto fingí no estar de acuerdo (para que no notara que me había resuelto todos los problemas de un plumazo), eso es lo que he hecho. (N. del T.)


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