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Y ellas son lo único importante [8] -la sombra de la esfera descendió cuando el hombre inclinó su cabeza-. Nosotros, al menos, creemos en la existencia independiente de las Ideas. Pero me presentaré: me llamo Diágoras, soy del demo de Medonte, y enseño filosofía y geometría en la escuela de los jardines de Academo. Ya sabes… la que llaman la «Academia». La escuela que dirige Platón.

Heracles movió la cabeza, asintiendo.

– He oído hablar de la Academia y conozco un poco a Platón -dijo-. Aunque he de admitir que últimamente no lo veo con frecuencia…

– No me extraña -repuso Diágoras-: Se encuentra muy ocupado en la composición de un nuevo libro para su Diálogo sobre el gobierno ideal. Pero no es de él de quien vengo a hablarte, sino de… uno de mis discípulos: Trámaco, el hijo de la viuda Etis; el adolescente al que mataron los lobos hace unos días… ¿Sabes a quién me refiero?

El carnoso rostro de Heracles, iluminado a medias por la luz de la lámpara, no reflejó ninguna expresión. «Ah, Trámaco era alumno de la Academia», pensó. «Por eso Platón fue a darle el pésame a Etis.» Volvió a mover la cabeza y asintió. Dijo:

– Conozco a su familia, pero no sabía que Trámaco era alumno de la Academia…

– Lo era -replicó Diágoras-. Y un buen alumno, además.

Entrelazando las cabezas de sus gruesos dedos, Heracles dijo:

– Y el misterio que vienes a ofrecerme se relaciona con Trámaco…

– Directamente -asintió el filósofo.

Heracles permaneció pensativo durante un instante. Entonces hizo un gesto vago con la mano.

– Bien. Cuéntamelo lo mejor que puedas, y ya veremos.

La mirada de Diágoras de Medonte se perdió en el afilado contorno de la cabeza de la llama, que se alzaba, piramidal, sobre la mecha de la lámpara, mientras su voz desgranaba las palabras:

– Yo era su mentor principal y me sentía orgulloso de él. Trámaco poseía todas las nobles cualidades que Platón exige en aquellos que pretendan convertirse en sabios guardianes de la ciudad: era hermoso como sólo puede serlo alguien que ha sido bendecido por los dioses; sabía discutir con inteligencia; sus preguntas siempre eran atinadas; su conducta, ejemplar; su espíritu vibraba en armonía con la música y su esbelto cuerpo se había moldeado en el ejercicio de la gimnasia… Estaba a punto de cumplir la mayoría de edad, y ardía de impaciencia por servir a Atenas en el ejército. Aunque me entristecía pensar que pronto abandonaría la Academia, ya que le profesaba cierto aprecio, mi corazón se regocijaba sabiendo que su alma ya había aprendido todo lo que yo podía enseñarle y se hallaba de sobra preparada para conocer la vida…

Diágoras hizo una pausa. Su mirada no se desviaba de la quieta ondulación de la llama. Prosiguió, con fatigada voz:

– Y entonces, hace aproximadamente un mes, empecé a percibir que algo extraño le ocurría… Parecía preocupado. No se concentraba en las lecciones: antes bien, permanecía alejado del resto de sus compañeros, apoyado en la pared más lejana a la pizarra, indiferente al bosque de brazos que se alzaban como cabezas de largos cuellos cuando yo hacía una de mis preguntas, como si la sabiduría hubiese dejado de interesarle… Al principio no quise darle demasiada importancia a tal conducta: ya sabes que los problemas, a esa edad, son múltiples, y brotan y desaparecen con suave rapidez. Pero su desinterés continuó. Incluso se agravó. Se ausentaba con frecuencia de las clases, no aparecía por el gimnasio… Algunos de sus compañeros habían notado también el cambio, pero no sabían a qué atribuirlo. ¿Estaría enfermo? Decidí hablarle a solas… si bien aún seguía creyendo que su problema sería intrascendente… quizás amoroso… ya me entiendes… es frecuente, a esa edad… -Heracles se sorprendió al observar que el rostro de Diágoras enrojecía como el de un adolescente. Lo vio tragar saliva antes de continuar-: Una tarde, en un intervalo entre las clases, lo hallé a solas en el jardín, junto a la estatua de la Esfinge…

El muchacho se hallaba extrañamente quieto entre los árboles. Parecía contemplar la cabeza de piedra de la mujer con cuerpo de león y alas de águila, pero su prolongada inmovilidad -tan semejante a la de la estatua- hacía pensar que su mente se hallaba muy lejos de allí. El hombre lo sorprendió en aquella postura: de pie, los brazos junto al cuerpo, la cabeza un poco inclinada, los tobillos unidos. El crepúsculo era frío, pero el muchacho sólo vestía una ligera túnica, corta como los jitones espartanos, que se agitaba con el viento y dejaba desnudos sus brazos y sus muslos blancos. Los bucles castaños estaban atados con una cinta. Calzaba hermosas sandalias de piel. El hombre, intrigado, se acercó: al hacerlo, el muchacho percibió su presencia y se volvió hacia él.

– Ah, maestro Diágoras. Estabais aquí…

Y comenzó a alejarse. Pero el hombre dijo:

– Aguarda, Trámaco. Precisamente quería hablarte a solas.

El muchacho se detuvo dándole la espalda (los blancos omoplatos desnudos) y giró con lentitud. El hombre, que intentaba mostrarse afectuoso, percibió la rigidez de sus suaves miembros y sonrió para tranquilizarle. Dijo:

– ¿No estás desabrigado? Hace un poco de frío para tu escaso vestido…

– No siento frío, maestro Diágoras.

El hombre acarició con cariño el ondulado contorno de los músculos del brazo izquierdo de su pupilo.

– ¿Seguro? Tu piel está helada, pobre hijo mío… y pareces temblar.

Se acercó aún más, provisto de la confianza que le otorgaba el afecto que sentía por él, y, con un suave gesto, un movimiento casi maternal de sus dedos, le apartó los rizos castaños arrollados en la frente. Una vez más se maravilló de la hermosura de aquel rostro intachable, de la belleza de aquellos ojos color miel que lo contemplaban parpadeando. Dijo:

– Escucha, hijo: tus compañeros y yo hemos notado que te ocurre algo. Últimamente no eres el mismo de siempre…

– No, maestro, yo…

– Escucha -insistió el hombre con suavidad, y acarició el terso óvalo del rostro del muchacho tomándolo con delicadeza del mentón, como se coge una copa de oro puro-. Eres mi mejor alumno, y un maestro conoce muy bien a su mejor alumno. Desde hace casi un mes parece que nada te interesa, no intervienes en los diálogos pedagógicos… Espera, no me interrumpas… Te has alejado de tus compañeros, Trámaco… Claro que te ocurre algo, hijo. Dime tan sólo qué es, y juro ante los dioses que procuraré ayudarte, ya que mis fuerzas no son escasas. No se lo diré a nadie si no quieres. Tienes mi palabra. Pero confía en mí…

Los ojos castaños del muchacho se hallaban fijos en los del hombre, muy abiertos. Quizá demasiado abiertos. Durante un instante hubo silencio y quietud. Entonces el muchacho movió lentamente sus rosados labios, húmedos y fríos, como si fuera a hablar, pero no dijo nada. Sus ojos continuaban dilatados, saltones, como pequeñas cabezas de marfil con inmensas pupilas negras. El hombre advirtió algo extraño en aquellos ojos, y se quedó tan absorto contemplándolos que apenas percibió que el muchacho retrocedía unos pasos sin interrumpir su mirada, el blanco cuerpo aún rígido, los labios apretados…

El hombre continuó inmóvil mucho tiempo después de que el muchacho huyera.

– Estaba muerto de terror -dijo Diágoras tras un hondo silencio.

Heracles cogió otro higo de la fuente. Un trueno se agitó en la distancia como la sinuosa vibración de un crótalo.

– ¿Cómo lo sabes? ¿Te lo dijo él?

– No. Ya te he contado que huyó antes de que yo pudiese pronunciar una palabra más, tan confuso me encontraba… Pero, aunque carezco de tu poder para leer el rostro de los hombres, he visto demasiadas veces el miedo y creo que sé reconocerlo. El de Trámaco era el horror más espantoso que he contemplado jamás. Toda su mirada estaba llena de eso. Al descubrirlo, no supe reaccionar. Fue como… como si sus ojos me hubieran petrificado con su propio espanto. Cuando miré a mi alrededor, ya se había marchado. No volví a verle. Al día siguiente, uno de sus amigos me dijo que se había ido a cazar. Me extrañó un poco, ya que el estado de ánimo en que yo lo había encontrado la víspera no me parecía el más indicado para disfrutar de aquel ejercicio, pero…

– ¿Quién te dijo que se había ido a cazar? -lo interrumpió Heracles atrapando la cabeza de otro higo de entre los múltiples que asomaban por el borde de la fuente.

– Eunío, uno de sus mejores amigos. El otro era Antiso, el hijo de Praxínoe…

– ¿También alumnos de la Academia?

– Sí.

– Bien. Prosigue, por favor.

Diágoras se pasó una mano por la cabeza (en la sombra de la pared, un animal reptante deslizose por la untuosa superficie de la esfera) y dijo:

– Precisamente aquel día quise hablar con Antiso y Eunío. Los encontré en el gimnasio…

Manos que se alzan, culebreantes, jugando con la lluvia de diminutas escamas; brazos esbeltos, húmedos; la risa múltiple, los comentarios jocosos fragmentados por el ruido del agua, los párpados apretados, las cabezas alzadas; un empujón, y nuevo eco de carcajadas derramándose. La visión, desde arriba, podría evocar una flor formada por cuerpos de adolescentes, o un solo cuerpo con varias cabezas; brazos como pétalos ondulantes; el vapor acariciando la desnudez untuosa y múltiple; una húmeda lengua de agua deslizándose por la boca de una gárgola; movimientos… gestos sinuosos de la flor de carne… De repente, el vapor, con su denso aliento, nubla nuestra visión [9] .

Las neblinas se despejan otra vez: distinguimos una pequeña habitación -un vestuario, a juzgar por la colección de túnicas y mantos colgados de las paredes enjalbegadas- y varios cuerpos adolescentes en diversos grados de desnudez, uno de ellos tendido bocabajo sobre un diván, sin vestigios de ropa, recorrido por la avidez de unas manos morenas que, deslizándose, proporcionan un lento masaje a sus músculos. Se escuchan risas: los adolescentes bromean después de la ducha. El siseo del vapor de las marmitas con agua hirviendo decrece hasta desaparecer. La cortina de la entrada se aparta, y las múltiples risas cesan. Un hombre alto y enjuto, de lustrosa calva y barba bien recortada, saluda a los adolescentes, que se apresuran a responderle. El hombre habla; los adolescentes permanecen atentos a sus palabras aunque intentan no interrumpir sus actividades: continúan vistiéndose o desvistiéndose, frotando con largos paños sus bien formados cuerpos o untando con aceitosos ungüentos los ondulados músculos.

[8] Con independencia de su finalidad dentro de la ficción del diálogo, estas últimas frases -«Hay ideas más allá de las palabras»… «Y ellas son lo único importante»- se me antojan al mismo tiempo un mensaje del autor para subrayar la presencia de eidesis. Montalo, como siempre, no parece haber advertido nada. (N. del T.)


[9] Este curioso párrafo, que parece describir de forma poética la ducha de los adolescentes en el gimnasio, contiene, en apretada síntesis pero bien remachados, casi todos los elementos eidéticos del segundo capítulo: entre ellos, «humedad», «cabeza» y «ondulación». Se hace notar también la repetición de «múltiple» y la palabra «escamas», que ha aparecido anteriormente. La imagen de la «flor de carne» me parece una simple metáfora no eidética. (N. del T.)


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