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– ¡Aguarda!… ¿Adónde vas?

La mirada de Heracles lo hizo retroceder.

– Contrata a otro Descifrador que sepa escuchar mentiras mejor que yo, Diágoras de Medonte -dijo, con gélida furia-. Consideraré que la mitad del dinero que me has pagado hasta ahora son mis honorarios: mi esclava te entregará el resto cuando quieras. Buen día…

– ¡Por favor! -suplicó Diágoras-. ¡Espera!… Yo…

Aquellos ojos fríos e inclementes volvieron a acobardarle. Diágoras jamás había visto al Descifrador tan enojado.

– No me ofende tanto tu engaño como tu necia pretensión de que podías engañarme… ¡Esto último, Diágoras, lo considero imperdonable!

– ¡No he querido engañarte!

– Entonces, mi enhorabuena al maestro Platón, pues te ha enseñado el difícil arte de mentir sin querer.

– ¡Aún trabajas para mí! -se irritó Diágoras.

– ¿Vuelves a olvidar que se trata de mi trabajo?

– Heracles… -Diágoras optó por bajar la voz, ya que advertía la presencia de demasiados curiosos aglomerados como desperdicios alrededor de la discusión-. Heracles, no me abandones ahora… ¡Después de lo ocurrido ya no puedo confiar en nadie salvo en ti!…

– ¡Afirma otra vez que viste a ese efebo vestido de muchachita cortándose lonchas de carne ante tus ojos, y juro por el peplo de Atenea Políade que no volverás a recibir noticias mías!

– Ven, te lo ruego… Busquemos un lugar tranquilo para hablar…

Pero Heracles prosiguió:

– ¡Extraña forma de ayudar a tus alumnos, oh mentor! ¿Cubriendo de estiércol la verdad crees que contribuirás a descubrirla?

– ¡No pretendo ayudar a los alumnos sino a la Academia! -toda la esférica cabeza de Diágoras había enrojecido; jadeaba; sus ojos se hallaban húmedos. Había logrado algo curioso: gritar sin estrépito, manchar la voz hasta conseguir un aullido hacia dentro, como para hacer saber a Heracles (pero sólo a él) que había gritado. Y con idéntica magia vocal, añadió-: ¡La Academia debe quedar fuera de todo esto!… ¡Júramelo!…

– ¡No tengo por costumbre ofrecer mi juramento a aquellos que esgrimen la mentira con tanta facilidad!

– ¡Mataría -exclamó Diágoras en la cúspide de su alarido inverso, de su estentóreo cuchicheo-, óyeme bien, Heracles, mataría por ayudar a la Academia…!

Heracles se hubiera reído de no hallarse tan indignado; pensó que Diágoras había descubierto el «murmullazo»: la forma de ensordecer a su interlocutor con susurros espasmódicos. Sus ahogados chillidos se le antojaban los de un niño que, temiendo que su compañero le arrebate el maravilloso juguete de la Academia (la palabra donde su voz enmudecía casi por completo, de modo que Heracles sólo podía intuirla por los gestos de su boca), intenta impedírselo a toda costa, pero en mitad de una clase y sin que el maestro se aperciba.

– ¡Mataría! -repitió Diágoras-. ¿Qué es para mí, entonces, una mentira, comparada con perjudicar a la Academia?… ¡Lo peor debe ceder el paso a lo mejor! ¡Aquello que vale menos ha de sacrificarse por lo que vale más!…

– Sacrifícate, pues, Diágoras, y dime la verdad -replicó Heracles con mucha calma y no poca ironía-, porque te aseguro que, ante mis ojos, nunca has valido menos que ahora.

Caminaban por la Stoa Poikile. Era la hora de la limpieza, y los esclavos bailaban con las escobas de caña barriendo los desperdicios acumulados durante el día anterior. Aquel ruido múltiple y vulgar, semejante a una chachara de viejas, imprimía (Heracles no sabía muy bien por qué) cierta burla de fondo a la actitud apasionada y trascendente de Diágoras, el cual, siempre incapaz de frivolizar los asuntos, mostraba en aquel momento, y más que nunca, toda la gravedad que requería la situación: con su actitud cabizbaja, su lenguaje de orador de Asamblea y sus profundos suspiros interruptores.

– Yo… de hecho, no había vuelto a ver a Eunío desde anoche, cuando lo dejamos interpretando aquella obra de teatro… Esta mañana, un poco antes del amanecer, uno de mis esclavos me despertó para decirme que los servidores de los astínomos habían encontrado su cadáver entre los escombros de un solar del Cerámico Interior. Cuando me contó los detalles, me horroricé… Lo primero que pensé fue: «Debo proteger el honor de la Academia»…

– ¿Es preferible el deshonor de una familia al de una institución? -preguntó Heracles.

– ¿Tú crees que no? Si la institución, como es el caso, se halla mucho más capacitada que la familia para gobernar e instruir noblemente a los hombres, ¿debe sobrevivir la familia antes que la institución?

– ¿Y de qué modo se perjudicaría a la Academia si se hiciera público que Eunío puede haber sido asesinado?

– Si encuentras porquería en uno de esos higos -señaló Diágoras el que Heracles se llevaba en aquel momento a la boca-, y desconoces cuál puede ser su origen, ¿confiarías en los demás frutos de la misma higuera?

– Puede que no -a Heracles le estaba pareciendo que preguntarle a los platónicos consistía, básicamente, en responder a sus preguntas.

– Pero si hallaras un higo sucio en el suelo -prosiguió Diágoras-, ¿acaso pensarías que es la higuera la responsable de su suciedad?

– Claro que no.

– Pues lo mismo pensé yo. Mi razonamiento fue el siguiente: «Si Eunío ha sido el único responsable de su muerte, la Academia no sufrirá daño; la gente, incluso, se alegrará de que el higo enfermo haya sido apartado de los sanos. Pero si hay alguien detrás de la muerte de Eunío ¿cómo evitar el caos, el pánico, la sospecha?». Aún más: piensa en la posibilidad de que a cualquiera de nuestros detractores (y tenemos muchos) se le ocurriera establecer peligrosas comparaciones con la muerte de Trámaco… ¿Te imaginas lo que sucedería si se extendiera la noticia de que alguien está matando a nuestros alumnos?

– Te olvidas de un detalle tonto -sonrió Heracles-: Con tu decisión contribuyes a que el asesinato de Eunío quede impune…

– ¡No! -exclamó Diágoras, triunfal por primera vez-. Ahí te equivocas. Yo pensaba decirte a ti la verdad. De esta forma, tú seguirías investigando en secreto, sin riesgo para la Academia, y atraparías al culpable…

– Un plan magistral -ironizó el Descifrador-. Y dime, Diágoras, ¿cómo lo hiciste? Quiero decir, ¿colocaste también la daga en su mano?

Sonrojándose, el filósofo retornó a su actitud mustia y trascendente.

– ¡No, por Zeus, jamás se me hubiera ocurrido tocar el cadáver!… Cuando el esclavo me llevó hasta el lugar, se hallaban presentes los servidores del astínomo y el propio astínomo . Les expliqué la versión que había ido elaborando por el camino y cité los nombres de antiguos discípulos que, llegado el caso, sabía que confirmarían todo lo que yo dijera… Precisamente, al ver el puñal en su mano y percibir aquel fuerte olor a vino, pensé que mi explicación era plausible… De hecho, ¿por qué no pudo ser así, Heracles? El astínomo , que había examinado el cuerpo, me dijo que todas las heridas estaban al alcance de su mano derecha… No había cortes en la espalda, por ejemplo… En verdad, parece que fue él mismo quien…

Diágoras se calló al advertir un repunte de enojo en la fría mirada del Descifrador.

– Por favor, Diágoras, no ofendas mi inteligencia citando la opinión de un miserable limpiabasuras como el astínomo … Yo soy Descifrador de Enigmas.

– ¿Y qué te hace pensar que Eunío haya sido asesinado? Olía a vino, se había vestido de mujer, sostenía una daga con su mano derecha y podía haberse producido él mismo todas las heridas… Conozco varios casos horribles en relación con los efectos del vino puro en los espíritus jóvenes. Esta misma mañana me vino a la memoria el de un efebo de mi demo , que se emborrachó por primera vez durante unas Leneas y se golpeó la cabeza contra un muro hasta morir… Así pues, pensé…

– Tú empezaste a pensar cosas, como siempre -lo interrumpió Heracles con placidez-, y yo me limité a examinar el cuerpo: ahí tienes la gran diferencia entre un filósofo y un Descifrador.

– ¿Y qué hallaste en el cuerpo?

– El vestido. El peplo que llevaba encima, y que estaba desgarrado por las cuchilladas…

– Sí, ¿y qué?

– Los desgarros no guardaban relación con las heridas que había debajo . Hasta un niño hubiera podido darse cuenta… Bueno, un niño no, pero yo sí. Me bastó un simple examen para comprobar que, sobre el desgarro lineal de la tela, yacía una herida circular, y que el producido por una punción profunda se correspondía, en la piel, con un trayecto rectilíneo y superficial… Es obvio que alguien lo vistió de mujer después de que recibiera las puñaladas… no sin antes desgarrar y manchar la ropa de sangre, claro.

– Increíble -se admiró Diágoras con sinceridad.

– Consiste, tan sólo, en saber ver las cosas -replicó el Descifrador, indiferente-. Por si fuera poco, nuestro asesino se equivocó también en otro detalle: no había sangre cerca del cadáver. Si Eunío se hubiera provocado a sí mismo esos salvajes cortes, los escombros y desperdicios cercanos mostrarían un reguero de sangre, por lo menos. Pero no había sangre en los escombros: eran basura limpia, valga la expresión. Lo cual significa que Eunío no recibió allí las puñaladas, sino que fue herido en otro lugar y trasladado después a esa zona en ruinas del Cerámico Interior…

– Oh, por Zeus…

– Y quizás este último error haya sido decisivo -Heracles entrecerró los ojos y se atusó la pulcra barba plateada mientras meditaba. Entonces dijo-: En todo caso, aún no entiendo por qué vistieron a Eunío de mujer y le colocaron esto en la mano…

Extrajo el objeto de su manto. Ambos lo contemplaron en silencio.

– ¿Por qué crees que fue otro quien lo puso? -preguntó Diágoras-. Eunío pudo haberlo cogido antes de…

Heracles negó con la cabeza, impaciente.

– El cadáver de Eunío ya no manaba sangre y estaba rígido -explicó-. Si Eunío hubiera tenido esto en la mano cuando murió, la contractura de los dedos habría impedido que yo se lo quitara con tanta facilidad como lo hice. No: alguien lo disfrazó de muchacha y se lo introdujo entre los dedos…

– Pero, por los sagrados dioses, ¿por qué razón?

– No lo sé. Y me desconcierta. Es la parte del texto que aún no he traducido, Diágoras… Aunque puedo asegurarte, modestamente, que no soy mal traductor -y de repente Heracles dio media vuelta y comenzó a bajar por las escalinatas de la Stoa-. ¡Pero, ea, ya está todo dicho! ¡No perdamos más tiempo! ¡Nos queda por realizar otro Trabajo de Hércules!

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