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Eunío comentó, con increíble rubor, que el paidotriba lo había llamado para unos ejercicios, y que tenía que desvestirse y marcharse pronto.

– No tardaremos, hijo, te lo aseguro -dijo Diágoras.

Lo puso rápidamente en antecedentes y repitió su petición. Hubo una pausa. El balanceo de los sonrosados pies de Antiso acreció su ritmo.

– No sabemos mucho más sobre la vida de Trámaco, maestro -dijo este último, siempre dulce, aunque resultaba evidente la antítesis entre su lozana firmeza y el ruboroso apocamiento de Eunío-. Conocíamos los rumores sobre su relación con esa hetaira, pero en el fondo no creíamos que fueran ciertos. Trámaco era noble y virtuoso -«Lo sé», asintió Diágoras, al tiempo que Antiso proseguía-: Casi nunca se reunía con nosotros después de sus lecciones en la Academia, ya que tenía que cumplir deberes religiosos. Su familia es devota de los Sagrados Misterios…

– Comprendo -Diágoras no le dio mayor importancia a aquella información: muchas familias nobles de Atenas profesaban la fe de los Misterios de Eleusis-. Pero yo me refiero a las compañías que frecuentaba… No sé… Quizás otros amigos…

Antiso y Eunío se miraron entre sí. Eunío había comenzado a despojarse de su túnica.

– No sabemos, maestro.

– No sabemos.

De improviso, el gimnasio entero pareció temblar. Las paredes resonaron como si fueran a resquebrajarse. Una multitud enfervorizada aullaba en el exterior, animando a los luchadores, cuyos mugidos, enloquecidos, eran ahora claramente audibles.

– Una cosa más, hijos… Me sorprende que Trámaco, hallándose tan preocupado, decidiera de buenas a primeras salir a cazar en solitario… ¿Era ésa su costumbre?

– Lo ignoro, maestro -dijo Antiso.

– ¿Qué opinas tú, Eunío?

Algunos objetos de la habitación cayeron al suelo debido a la creciente vibración: la ropa colgada de las paredes, una pequeña lámpara de aceite, las fichas de inscripción para los sorteos de competiciones… [22]

– Yo creo que sí -murmuró Eunío. El rubor teñía sus mejillas.

Las fuertes, cuadrúpedas pisadas, se aproximaban cada vez más.

Una estatuilla de Poseidón se tambaleó en la repisa de la pared y cayó al suelo haciéndose añicos.

La puerta del vestuario retumbó con un ruido espantoso. [23]

– Oh, buen Eunío, ¿recuerdas acaso ocasiones parecidas? -inquirió Diágoras con suavidad.

– Sí, maestro. Al menos dos.

– Así pues, ¿Trámaco acostumbraba a cazar en solitario? Quiero decir, hijo, ¿era una decisión normal en él, aunque le preocupara cualquier otro asunto?

– Sí, maestro.

Una terrible embestida combó la puerta. Se escuchaban arpaduras de pezuñas, bufidos, el poderoso eco de una enorme presencia exterior.

Eunío, completamente desnudo -salvo la cinta perfecta que albergaba sus cabellos negros-, extendía con calma sobre sus muslos un ungüento color tierra.

Diágoras, tras una pausa, recordó la última pregunta que debía hacer:

– Fuiste tú, Eunío, quien me dijo aquel día que Trámaco no asistiría a las clases porque había ido a cazar, ¿no es cierto, hijo?

– Creo que sí, maestro.

La puerta soportó un nuevo embate. Saltaron miríadas de astillas sobre el manto de Heracles Póntor. Se oyó un mugido de rabia.

– ¿Cómo lo supiste? ¿Te lo dijo él mismo? -Eunío asintió-. ¿Y cuándo? Quiero decir: tengo entendido que partió de madrugada, pero la tarde anterior había estado hablando conmigo y nada me reveló sobre su intención de marcharse a cazar. ¿Cuándo te lo dijo?

Eunío no respondió enseguida. El pequeño hueso de su nuez embistió su torneado cuello.

– Esa… misma… noche, creo, maestro…

– ¿Lo viste esa misma noche? -Diágoras enarcó las cejas-. ¿Solías reunirte con él por las noches?

– No… Me parece que… fue antes.

– Comprendo.

Hubo un breve silencio. Eunío, descalzo y desnudo, con la doble piel del ungüento brillando en sus muslos y hombros, colgó cuidadosamente la túnica del gancho que llevaba su nombre. Sobre una repisa instalada encima del gancho se hallaban algunos objetos personales: un par de sandalias, alabastros de ungüentos, un rascador de bronce para cepillarse tras los ejercicios y una pequeña jaula de madera con un diminuto pájaro en su interior; el pájaro agitó las alas con violencia.

– El paidotriba me espera, maestro… -dijo entonces.

– Claro, hijo -sonrió Diágoras-. Nosotros también nos vamos.

Obviamente incómodo, el desnudo adolescente dirigió una mirada de reojo a Heracles y volvió a disculparse. Pasó por entre los dos hombres, abrió la puerta -que, casi destrozada, se desprendió de sus goznes- y salió de la habitación. [24]

Diágoras se volvió hacia Heracles esperando cualquier señal que le indicara que ya podían marcharse, pero el Descifrador observaba a Antiso sonriendo:

– Dime, Antiso, ¿qué es lo que te da tanto miedo?

– ¿Miedo, señor?

Heracles, que parecía muy divertido, extrajo un higo de la alforja.

– ¿Cuál es el motivo, si no, de haber elegido servir en el ejército lejos de Atenas? Desde luego, si yo sintiese el mismo miedo que tú, también intentaría huir. Y lo haría con una excusa tan plausible como la tuya, para que, en lugar de cobarde, me considerasen justo lo opuesto.

– ¿Me llamáis cobarde, señor?

– En modo alguno. No te llamaré ni cobarde ni valiente hasta que no conozca la razón exacta de tu miedo. El valor se diferencia de la cobardía únicamente en el origen de sus temores: quizá la causa del tuyo sea de tan espantosa naturaleza que cualquiera en su sano juicio elegiría huir de la Ciudad lo antes posible.

– Yo no huyo de nada -replicó Antiso acentuando las palabras, aunque siempre en tono suave y respetuoso-. Llevaba largo tiempo deseando custodiar los templos del Ática, señor.

– Mi querido Antiso -dijo Heracles plácidamente-, acepto tu miedo pero no tus mentiras. Ni por un momento se te ocurra ofender mi inteligencia. Has tomado esa decisión hace pocos días, y teniendo en cuenta que tu padre le ha pedido a tu antiguo pedagogo que te haga cambiar de opinión, pudiendo él mismo haberse ocupado de tal menester, ¿no quiere eso decir que tu decisión le ha cogido completamente por sorpresa, que se encuentra abrumado por lo que considera un violento e inexplicable cambio en tu actitud y que, sin saber a qué achacarlo, ha acudido al único que, aparte de tu familia, cree conocerte bien? Me pregunto, por Zeus, a qué se ha debido este cambio tan brutal. ¿Quizá la muerte de tu amigo Trámaco ha influido en algo? -y sin transición, con absoluta indiferencia, mientras se frotaba los dedos con los que había sostenido el higo, añadió-: Oh, disculpa, ¿dónde podría limpiarme?

Ajeno por completo al silencio que lo rodeaba, Heracles escogió un paño cercano a la repisa de Eunío.

– ¿Acaso mi padre ha requerido también de vuestra ayuda para hacerme recapacitar? -en las suaves palabras del adolescente Diágoras advirtió que el respeto (a semejanza de una res acorralada que, por miedo, abandona su eterna obediencia y embiste con violencia a sus amos) comenzaba a transformarse en cólera.

– Oh, buen Antiso, no te enojes… -balbució, fulminando a Heracles con la mirada-. Mi amigo es un poco exagerado… No debes preocuparte, pues has cumplido la mayoría de edad, hijo, y tus decisiones, aun siendo incorrectas, merecen siempre la mejor consideración… -y, acercándose a Heracles, en voz baja-: ¿Quieres hacer el favor de venir conmigo?

Se despidieron de Antiso con rapidez. La discusión se inició antes de salir del edificio.

– ¡Es mi dinero! -exclamó Diágoras, irritado-. ¿Lo has olvidado?

– Pero se trata de mi trabajo, Diágoras. No olvides eso tampoco.

– ¿Qué me importa a mí tu trabajo? ¿Puedes explicarme a qué ha venido esa salida de tono? -Diágoras se enfadaba cada vez más. Su calva cabeza se hallaba enrojecida por completo. Inclinaba mucho la frente, como si estuviera preparándose para embestir a Heracles-. ¡Has ofendido a Antiso!

– He disparado una flecha a ciegas y he dado en la diana -dijo el Descifrador con absoluta calma.

Diágoras lo detuvo, tirando con violencia de su manto.

– Voy a decirte algo. No me importa si consideras a las personas únicamente como papiros escritos donde leer y resolver complicados acertijos. No te pago para que ofendas, en mi nombre, a uno de mis mejores discípulos, un efebo que lleva la palabra «Virtud» escrita en cada uno de sus hermosos rasgos… ¡No apruebo tus métodos, Heracles Póntor!

– Me temo que yo tampoco los tuyos, Diágoras de Medonte. Parecía que, en vez de interrogarlos, estabas componiendo un ditirambo en honor de los dos muchachos, y todo porque te parecen muy bellos. Creo que confundes la Belleza con la Verdad…

– ¡La Belleza es una parte de la Verdad!

– Oh -dijo Heracles, e hizo un gesto con la mano indicando que no quería iniciar en aquel momento una conversación filosófica, pero Diágoras volvió a tirar de su manto.

– ¡Escúchame! Tú eres tan sólo un miserable Descifrador de Enigmas. Te limitas a observar las cosas materiales, juzgarlas y concluir: esto ocurrió de este modo o de este otro, por tal o cual motivo. Pero no llegas, ni llegarás nunca, a la Verdad en sí. No la has contemplado, no te has saciado con su visión absoluta. Tu arte consiste únicamente en descubrir las sombras de esa Verdad. Antiso y Eunío no son criaturas perfectas, como tampoco lo era Trámaco, pero yo conozco el interior de sus almas, y puedo asegurarte que en ellas brilla una porción nada desdeñable de la Idea de Virtud… y ese brillo despunta en sus miradas, en sus hermosos rasgos, en sus armónicos cuerpos. Nada en este mundo, Heracles, puede resplandecer tanto como ellos sin poseer, al menos, un poco de la dorada riqueza que sólo otorga la Virtud en sí -se detuvo, como avergonzado del arrebato de sus propias palabras. Sus ojos pestañearon varias veces en un semblante completamente enrojecido. Entonces, más calmado, agregó-: No ofendas a la Verdad con tu inteligencia, Heracles Póntor.

Alguien carraspeó en algún lugar de la destrozada y vacía palestra, cubierta de escombros: [25] era Eumarco. Diágoras se apartó de Heracles, dirigiéndose impetuosamente a la salida.

– Te espero fuera -dijo.

[22] ¿Qué está ocurriendo? ¡Pues que el autor lleva la eidesis hasta su máxima expresión! El absurdo estruendo en que se ha convertido la pelea de pancratistas sugiere el furioso ataque de algún enorme animal (lo que se corresponde con todas las imágenes de embestidas «violentas» o «impetuosas» que han ido apareciendo en el capítulo, así como con las referidas a «cuernos»): en mi opinión, se trata del séptimo Trabajo de Heracles, la captura del salvaje y enloquecido Toro de Creta. (N. del T.)


[23] Me apresuro a explicarle al lector lo que está sucediendo: la eidesis ha cobrado vida propia, se ha transformado en la imagen que representa -en este caso, un toro enloquecido- y ahora embiste la puerta del vestuario donde se desarrolla el diálogo. Pero adviértase que la actividad de esta «bestia» es exclusivamente eidética, y, por tanto, los personajes no pueden percibirla, de igual forma que tampoco podrían percibir, por ejemplo, los adjetivos que ha empleado el autor para describir el gimnasio. No se trata de ningún suceso sobrenatural: es, simplemente, un recurso literario utilizado con el único propósito de llamar la atención sobre la imagen oculta en este capítulo -recordemos las «serpientes» del final del capítulo segundo-. Así pues, suplico al lector que no se sorprenda demasiado si el diálogo entre Diágoras y sus discípulos continúa como si tal cosa, indiferente a los poderosos ataques que sufre la habitación. (N. del T.)


[24] Como hemos dicho, los acontecimientos eidéticos -la puerta destrozada, las embestidas salvajes- son exclusivamente literarios, y, por ende, sólo los percibe el lector. Montalo, sin embargo, reacciona como los personajes: no se entera de nada. «La sorprendente metáfora de la bestia mugidora », afirma, «que parece destrozar literalmente el realismo de la escena e interrumpe en varias ocasiones el mesurado diálogo entre Diágoras y sus discípulos (…), no parece tener otro objetivo que la sátira: una crítica mordaz, sin duda, de las salvajes luchas que los pancratistas practicaban en aquellos tiempos». ¡Sobran comentarios! (N. del T.)


[25] La intensidad de la eidesis en este capítulo afecta por completo al lugar en que se desarrollan las escenas: la palestra ha quedado destrozada y «cubierta de escombros» por el paso de la «bestia» literaria, y el público que la abarrotaba parece haber desaparecido. Jamás había visto una catástrofe eidética de tal naturaleza en toda mi vida de traductor. Es evidente que al anónimo autor de La caverna de las ideas le interesa que las imágenes ocultas sobrenaden en la conciencia de sus lectores, sin importarle en ningún momento que el realismo de la trama se perjudique. (N. del T.)


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