– Puede que no las llevara -sugirió Diágoras-. Quizá sólo pretendía cazar pájaros.
– A su madre le dijo, sin embargo, que iba a tender trampas para las liebres. Al menos, así me lo refirió ella. Y me pregunto: si deseaba cazar liebres, ¿no era más lógico hacerse acompañar por un esclavo que vigilara las trampas o azuzara a las presas? ¿Por qué se marchó solo?
– ¿Qué supones entonces? ¿Que no se marchó a cazar? ¿Que alguien lo acompañaba?
– A estas horas de la mañana no acostumbro a suponer nada.
El gimnasio de Colonos era un edificio de amplio pórtico al sur del ágora. Inscripciones con los nombres de célebres atletas olímpicos, así como pequeñas estatuas de Hermes, adornaban sus dos puertas. En el interior, el sol se despeñaba con fogosa violencia sobre la palestra, un rectángulo de tierra removida con pico, sin techo, dedicado a las luchas pancratistas. Un denso aroma a cuerpos aglomerados y a ungüentos de masaje suplantaba el aire. El lugar, pese a ser amplio, se hallaba atestado: adolescentes mayores, vestidos o desnudos; niños en pleno aprendizaje; paidotribas con el manto púrpura y el bastón de horquilla instruyendo a sus pupilos… Una feroz batahola impedía cualquier conversación. Más allá, tras un porche de piedra, se hallaban las habitaciones interiores, techadas, que incluían los vestuarios, las duchas y las salas de ungüentos y masajes.
Dos luchadores se enfrentaban en aquel momento sobre la palestra: sus cuerpos, desnudos por completo y brillantes de sudor, se apoyaban el uno en el otro como si pretendieran embestirse con las cabezas; los brazos ejecutaban nudos musculares en el cuello del oponente; era posible percibir, pese al estruendo de la multitud, los mugidores bramidos que proferían, debido al prolongado esfuerzo; blancas hilazas de saliva pendían de sus bocas como extraños adornos bárbaros; la lucha era brutal, despiadada, irrevocable.
Nada más entrar en el recinto, Diágoras tiró del manto de Heracles Póntor.
– ¡Allí está! -dijo en voz alta, y señaló un área entre la muchedumbre.
– Oh, por Apolo… -murmuró Heracles.
Diágoras percibió su asombro.
– ¿Exageré al describirte la belleza de Antiso? -dijo.
– No es la belleza de tu discípulo lo que me ha sorprendido, sino el viejo que charla con él. Lo conozco.
Decidieron que la entrevista tendría lugar en los vestuarios. Heracles detuvo a Diágoras, que ya se dirigía impetuosamente al encuentro de Antiso, para entregarle un trozo de papiro.
– Aquí están las preguntas que has de hacerles. Es conveniente que hables tú, pues eso me permitirá estudiar mejor sus respuestas.
Mientras Diágoras leía, un violento estrépito de los espectadores les hizo mirar hacia la palestra: uno de los pancratistas había lanzado un salvaje cabezazo hacia el rostro de su adversario. Hubiera podido afirmarse que el sonido se escuchó en todo el gimnasio: como un haz de juncos quebrados al mismo tiempo por la impetuosa pezuña de un enorme animal. El luchador trastabilló y a punto estuvo de caer, aunque no parecía afectado por el impacto sino, más bien, por la sorpresa: ni siquiera se llevó las manos al deformado semblante -exangüe al principio, roturado por el destrozo después, como un muro deshecho a cornadas por una bestia enloquecida-, sino que retrocedió con los ojos muy abiertos y fijos en su oponente, como si éste le hubiera gastado una broma inesperada, mientras, bajo sus párpados inferiores, la bien apuntalada armazón de sus facciones se desmoronaba sin ruido y una espesa línea de sangre se desprendía de sus labios y sus grandes fosas nasales Aun así, no cayó. El público lo azuzó con insultos para que contraatacara.
Diágoras saludó a su discípulo y le dijo unas palabras al oído. Mientras ambos se dirigían al vestuario, el viejo que había estado hablando con Antiso, de cuerpo renegrido y arrugado como una enorme quemadura, dilató los ónices de sus ojos al advertir la presencia del Descifrador.
– ¡Por Zeus y Apolo Délfico, tú aquí, Heracles Póntor! -chilló con una voz que parecía haber sido arrastrada violentamente por la superficie de un terreno áspero-. ¡Hagamos libaciones en honor a Dioniso Bromion, pues Heracles Póntor, el Descifrador de Enigmas, ha decidido visitar un gimnasio!…
– De vez en cuando es útil cultivar el ejercicio -Heracles aceptó de buen grado su violento abrazo: conocía a aquel anciano esclavo tracio desde hacía mucho tiempo, pues lo había visto desempeñar varios oficios en la casa familiar, y lo trataba como a un hombre libre-. Te saludo, oh Eumarco, y me alegra comprobar que tu vejez sigue tan joven como siempre.
– ¡Y dilo otra vez! -no le resultaba difícil al anciano hacerse oír por encima del furioso estrépito del lugar-. Zeus agranda mi edad y achica mi cuerpo. En ti, según veo, ambas cosas van parejas…
– Por lo pronto, mi cabeza no cambia de tamaño -ambos rieron. Heracles se volvió para mirar a su alrededor-. ¿Y el compañero que venía conmigo?
– Allí, junto a mi alumno -Eumarco señaló un espacio entre la multitud con un dedo de larga y retorcida uña semejante a un cuerno.
– ¿Tu alumno? ¿Acaso eres el pedagogo de Antiso?
– ¡Lo fui! ¡Y que las Benefactoras me recojan si vuelvo a serlo! -Eumarco hizo un gesto apotropaico con las manos para alejar la mala suerte que atraía mencionar a las Erinias.
– Pareces enfadado con él.
– ¿No es para estarlo? ¡Acaba de ser reclutado, y el muy testarudo ha decidido de repente que quiere custodiar los templos del Ática, lejos de Atenas! Su padre, el noble Praxínoe, me ha pedido que intente hacerle cambiar de opinión…
– Bueno, Eumarco, un efebo debe servir a la Ciudad donde más falta haga…
– ¡Oh, por la égida de Atenea ojizarca, Heracles, no bromees con mis canas! -chilló Eumarco-. ¡Aún puedo cornear tu barriga de odre con mi callosa cabeza! ¿Donde más falta haga?… ¡Por Zeus Cronida, su padre es prítano de la Asamblea este año! ¡Antiso podría elegir el destino más cómodo de todos!
– ¿Y cuándo ha tomado tu pupilo tal decisión?
– ¡Hace unos días! Estoy aquí, precisamente, para intentar convencerle de que se lo piense mejor.
– Hoy los tiempos dictan otros gustos, Eumarco. ¿Quién querría servir a Atenas dentro de Atenas? La juventud busca nuevas experiencias…
– Si no te conociera como te conozco -apostilló el viejo meneando la cabeza-, pensaría: «Habla en serio».
Se habían abierto paso entre el gentío hasta llegar a la entrada de los vestuarios. Riéndose, Heracles dijo:
– ¡Me has devuelto el buen humor, Eumarco! -depositó un puñado de óbolos en la agrietada mano del esclavo pedagogo-. Aguárdame aquí mismo. No tardaré. Quisiera emplearte en algún pequeño servicio.
– Te aguardaré con la paciencia con que el Barquero del Estigia espera la llegada de una nueva alma -afirmó Eumarco, alegre por el inesperado regalo.
Diágoras y Heracles permanecieron de pie en la reducida habitación del vestuario mientras Antiso se sentaba sobre una mesa de baja altura y cruzaba los tobillos.
Diágoras no habló enseguida: antes se deleitó en silencio con la asombrosa belleza de aquel rostro perfecto, dibujado con economía de trazos y orlado de bucles rubios dispuestos en un gracioso peinado de moda. Antiso vestía tan sólo una clámide negra, señal de su efebía reciente, pero la usaba con cierto descuido o cierta torpeza, como si aún no se hubiera acostumbrado a ella; por entre las aberturas irregulares de la prenda irrumpía con suave violencia la blancura intacta de su piel. Movía los pies descalzos en furioso vaivén, desmintiendo con este gesto infantil su flamante mayoría de edad.
– Mientras aguardamos a que venga Eunío, charlaremos un poco tú y yo -dijo Diágoras, y señaló a Heracles-. Es un amigo. Puedes hablar con toda confianza en su presencia -Heracles y Antiso se saludaron con un breve movimiento de cabeza-. ¿Recuerdas, Antiso, aquellas preguntas que te hice sobre Trámaco, y cómo Lisilo me habló de la bailarina hetaira que se relacionaba con él? Yo desconocía la existencia de esa mujer. He pensado que puede haber otras cosas que desconozca…
– ¿Qué cosas, maestro?
– Todo. Todo lo que sepas sobre Trámaco. Sus aficiones… Qué le agradaba hacer cuando salía de la Academia… La preocupación que advertí en su semblante durante los últimos días me inquieta un poco, y quisiera, por todos los medios, conocer su origen para impedir que se extienda a otros alumnos.
– No se relacionaba mucho con nosotros, maestro -respondió Antiso dulcemente-. Pero, en cuanto a sus costumbres, puedo aseguraros que eran honestas…
– ¿Quién lo duda? -se apresuró a decir Diágoras-. Conozco bien la hermosa nobleza de mis discípulos, hijo. Tanto más me sorprendió, por ello, la información de Lisilo. Sin embargo, todos la confirmasteis. Y como Eunío y tú erais sus mejores amigos, no puedo creer que no sepáis otras cosas que, bien por pudor, bien por bondad de carácter, no os habéis atrevido aún a confesarme…
Un salvaje estrépito, como de objetos rotos, rellenó el silencio: era evidente que la lucha de los pancratistas se recrudecía. Las paredes parecían latir ante el paso de alguna bestia desmesurada. Retornó la calma y, en exacta coincidencia, Eunío penetró en la habitación.
Diágoras los comparó de inmediato. No era la primera vez que lo hacía, pues gozaba estudiando los detalles de las distintas bellezas de sus discípulos. Eunío, de pelo color carbón ensortijado, era más niño que Antiso, y, al mismo tiempo, más varonil. Su rostro parecía una fruta sana y colorada, y su cuerpo, robusto, de piel lechosa, había madurado como el de un hombre. En cuanto a Antiso, con ser mayor, poseía una figura más grácil y ambigua envuelta en una piel tersa y rosácea, sin rastro de vello; pero Diágoras creía que ni siquiera Ganímedes, el copero de los dioses, hubiera podido competir con la belleza de su semblante, a veces un poco malicioso, sobre todo al sonreír, pero hermoso hasta el escalofrío cuando el muchacho adoptaba una expresión de repentina seriedad, lo que tenía por costumbre hacer mientras escuchaba a alguien con respeto. Aquellos contrastes físicos se reflejaban en los temperamentos, aunque de modo opuesto: Eunío era muy tímido e infantil, mientras que Antiso, dotado de un aura de bella jovencita, poseía en cambio el carácter enérgico del auténtico líder.
– ¿Me llamabais, maestro? -susurró Eunío nada más abrir la puerta.
– Pasa, te lo ruego. También deseo hablar contigo.