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Clara cenó con Picot y el resto del equipo. Estaba irritada. La presencia de Ahmed la había puesto nerviosa. No sería fácil compartir la habitación con él, ni siquiera por una noche. Peor aún, le sentía como a un extraño.

– ¿Cuándo veremos a su marido? -preguntó Fabián.

– Supongo que mañana. Esta noche está reunido con mi abuelo, terminarán tarde.

– ¿Se quedará en Irak o intentará marcharse antes de que estalle la guerra? -quiso saber Marta.

– Ninguno sabemos cuándo comenzará la guerra. Los periodistas que estuvieron aquí no aseguraron nada. Dijeron que creían que la guerra era inevitable, pero nadie está en condiciones de saber lo que va a pasar -respondió Clara.

– Ésa no es una respuesta -la provocó Marta.

– Es la única respuesta que le puedo dar. En todo caso, quiero quedarme aquí hasta que… bueno, hasta que sea imposible estar. Luego ya veré. Si estalla la guerra, veremos dónde estoy y qué puedo hacer para sobrevivir.

– Véngase con nosotros.

La invitación de Picot la dejó descolocada, pero pensó que el tono burlón de éste no dejaba lugar a dudas de lo poco que le importaba la suerte que ella pudiera correr.

– Muchas gracias, consideraré su propuesta. ¿Me va a dar asilo político? -respondió intentando ser irónica.

– ¿Yo? Bueno, si no hay más remedio, procuraremos que alguien se lo dé. Fabián, ¿crees que la podemos meter de contrabando cuando regresemos?

– No os lo toméis a broma -les dijo Marta-; lo mismo Clara se ve en apuros y tenemos que ayudarla.

Se quedaron en silencio, que Lion Doyle aprovechó para hacer una petición a Clara.

– Ya sabe que Yves quiere que haga un reportaje extenso sobre todo lo que han encontrado aquí. Mañana empezaré a fotografiarlo todo y a todos. ¿Cree que su abuelo posaría para mí? No le quitaría mucho tiempo, pero me parece justo que una persona que ha invertido tanto en esto… en fin, sea reconocido por esa aportación.

– Mi abuelo es un hombre de negocios, él financia parte de esta expedición. No creo que quiera salir en ningún reportaje, aunque se lo diré.

– Gracias, aunque su abuelo sea un hombre modesto, creo yo que debería de posar al menos con usted.

– Ya le he dicho que se lo preguntaré, pero no insista.

– A mí me gustaría quedarme.

La voz suave de Gian Maria les devolvió a todos a la realidad. Clara le miró con cariño. Había llegado a tomar auténtico afecto al sacerdote, que la seguía por todas partes como si se tratara de un perro guardián. Gian Maria sufría cuando ella se escapaba o la perdía de vista. Le demostraba una devoción que la conmovía y no entendía por qué se había hecho acreedora de ella.

– Hasta que no hablemos con Ahmed es mejor no tomar decisiones -afirmó Yves Picot.

– Ya, pero si Clara se queda trabajando, yo también me quedo -fue la respuesta de Gian Maria.

– ¡Pero qué dice! Aquí no se puede quedar. Si empieza la guerra, ¿cree que van a poder seguir trabajando? No quedará un solo hombre para ayudarles, les movilizarán o en cualquier caso no van a excavar mientras les caen las bombas al lado.

Picot estaba furioso. También él había llegado a tomar afecto a Gian Maria. Se sentía responsable de lo que le pudiera pasar.

– Tiene usted razón, pero si Clara se queda yo me quedo -insistió el sacerdote.

– Gian Maria, no seas terco -le conminó Marta. -Cuando termine la guerra a lo mejor podemos regresar -le dijo Fabián a modo de consuelo.

Clara permanecía en silencio sin saber qué decir. Le sorprendía la firmeza con que Gian Maria insistía en que se quedaría con ella. El sacerdote le estaba demostrando una lealtad que jamás hubiera podido imaginar.

La discusión continuó porque el resto de los miembros del equipo terciaron para intentar convencer a Gian Maria de que debía regresar con ellos, aunque la tarea resultó inútil.

Gian Maria se quedó sentado en la puerta del habitáculo que compartía con Ante Plaskic y con Lion Doyle.

No tenía ganas de dormir, y le gustaba especialmente estar solo cuando todo el campamento dormía.

Encendió un cigarro y dejó vagar la mirada por el cielo cuajado de estrellas. Necesitaba poner en orden su espíritu. Hacía muchos meses que estaba allí, y a veces se preguntaba quién era, quién había sido, qué sería de él.

Su fe en Dios continuaba siendo inquebrantable. Eso era lo único que no había cambiado; tampoco tenía dudas sobre su vocación sacerdotal. No quería ser otra cosa que sacerdote, pero se le antojaba un sacrificio insoportable regresar a la tranquilidad de la casa conventual donde había vivido desde que se ordenó. Antes de salir de Roma su vida transcurría sin sobresaltos. Para él había sido una sorpresa que su superior le enviara a confesar a San Pedro. Primero se había sentido abrumado por la responsabilidad y había manifestado dudas sobre su preparación para acoger la confesión de los peregrinos llegados de todas las partes del mundo, pero su superior le había convencido de que era allí donde debía de servir a la Iglesia. «El Vaticano -le dijo-, necesita también de los jóvenes, de sacerdotes jóvenes que tomen contacto con la realidad del mundo, y nada mejor que los confesionarios de San Pedro.»

Por eso, cuando no estaba estudiando o dando clases, escuchaba a las almas atormentadas que acudían en busca de consuelo, convencidas de que allí en el Vaticano estarían más cerca del perdón de Dios.

Tendría que regresar, pero ya no sería el mismo. Echaría de menos la vida al aire libre, la camaradería que había conocido con aquel equipo heterogéneo.

Todos los días, antes de que el campamento se despertara él se ponía en pie, y después de rezar decía misa. Una misa en la que se encontraban a solas él y Dios, puesto que nadie había manifestado interés en participar y tampoco había pedido a nadie que lo hiciera.

Lo que echaría de menos cuando volviera a Roma sería esa sensación de libertad que tenía instalada en el alma.

Pensó en Clara, y se dijo que tenía por ella un afecto sincero. A fuerza de intentar protegerla la sentía como su hermana, una hermana difícil, un tanto arisca, pero una hermana.

Quizá había llegado el momento de decirle que estaba allí para salvarle la vida, o al menos para intentar evitar que nadie alzara la mano contra ella. Pero no, no podía hacerlo sin quebrantar un secreto, sin traicionar a Dios y al hombre que le había hecho la confesión.

El secreto de confesionario es sagrado, de manera que tampoco podía explicarle por qué sabía que la intentarían matar a ella y a su abuelo, a los dos.

Clara se acercó despacio a la puerta de la casa de Gian Maria y se sentó a su lado. También ella encendió un cigarrillo y dejó vagar la mirada por el infinito.

– No debe quedarse, el profesor Picot tiene razón.

– Lo sé, pero me quedaré, no estaría tranquilo sabiéndola aquí.

– Puede que mi abuelo me obligue a ir a El Cairo.

– ¿A El Cairo?

– Sí, ya sabe que parte de mi familia es de allí. Tenemos una casa, a la que le invito a ir cuando quiera.

– Entonces, ¿se marchará? -le preguntó sin ocultar su preocupación.

– Me resistiré todo lo que pueda, pero es posible que mi abuelo me obligue a irme si estalla la guerra. Usted que es bueno, podría pedirle a Dios que nos ayude a encontrar esas tablillas.

– Se lo pediré, pero pídaselo usted también, ¿alguna vez reza?

– No, nunca.

– ¿Es musulmana?

– No, no soy nada.

– Aunque no sea practicante, tendrá alguna religión.

– Mi madre era cristiana, estoy bautizada, pero nunca he pisado una iglesia ni he entrado en una mezquita más que por curiosidad.

– Entonces, ¿por qué esa obsesión por encontrar la Biblia de Barro ? ¿Sólo por vanidad?

– Hay niños que crecen escuchando cuentos de hadas o de príncipes encantados. Yo lo hice escuchando a mi abuelo hablar de la Biblia de Barro . Me decía que estaba esperando a que yo la encontrara, y me contaba cuentos en los que yo era la heroína, una arqueóloga que encontraba un tesoro, el tesoro más importante del mundo, la Biblia de Barro .

– Y quiere hacer realidad un sueño infantil.

– Usted no termina de creerse que el patriarca Abraham le hablara a un escriba de la Creación.

– La Biblia no dice nada al respecto y es tan precisa al relatar la historia del patriarca…

– Usted sabe que la arqueología no ha encontrado algunas de las ciudades descritas en la Biblia, y ni siquiera hay seguridad de la existencia de algunos de sus personajes, y sin embargo usted cree en todo lo que dice el Libro Sagrado.

– Clara, yo no digo que no haya una Biblia de Barro . Abraham vivía en esta tierra, conocía las leyendas sobre la Creación del mundo, sobre el Diluvio; bien pudo hablar de esas leyendas a alguien, o quizá Dios le había revelado la Verdad… no lo sé; sinceramente, no termino de saber qué pensar sobre este asunto.

– Pero está aquí, ha trabajado como el que más, y ahora se quiere quedar. ¿Por qué?

– Si existe la Biblia de Barro yo también la quiero encontrar. Sería un descubrimiento extraordinario para los cristianos.

– Sería un descubrimiento como el de Troya, o el de Micenas, como las tumbas de los faraones en el Valle de los Reyes… Quien encuentre la Biblia de Barro pasará a la historia.

– ¿Usted quiere pasar a la historia?

– Yo quiero encontrar esas tablillas de mi abuelo, quiero poder entregárselas, quiero cumplir con su sueño.

– Le quiere mucho.

– Sí, quiero muchísimo a mi abuelo, y… creo que él sólo me ha querido a mí.

– Los hombres le tienen miedo, incluso Ayed Sahadi.

– Lo sé, mi abuelo… mi abuelo es exigente, le gusta el trabajo bien hecho.

Gian Maria no quiso decirle que los hombres aseguraban que Alfred Tannenberg se complacía con el dolor ajeno, que humillaba a los humildes, y castigaba con sadismo a quienes le contrariaban. Tampoco quiso decirle todo lo que sabía de él.

Sólo en una ocasión Gian Maria había estado con Alfred Tannenberg, hacía unos días, cuando una tarde acudió a entregar a Clara una copia de la traducción de las últimas tablillas encontradas.

Tannenberg estaba sentado en la sala leyendo y le mandó pasar. Le interrogó a fondo durante quince minutos, luego pareció aburrirse y le mandó esperar en la puerta de la calle a que saliera Clara. Gian Maria abandonó la casa sabiendo que había visto en Tannenberg a una manifestación del mismísimo diablo, estaba seguro que el Maligno había anidado en aquel hombre.

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