Gian Maria estaba sorprendido consigo mismo. Ni él sabía de dónde había sacado la fortaleza para hablarle de aquella manera a Baretti.
– Naturalmente que puede ayudar -dijo el delegado de Ayuda a la Infancia-. ¿Sabe conducir? Necesitamos alguien, que sepa conducir y pueda llevar a los niños que lo necesiten al hospital más cercano, o trasladarles a sus casas, o ir al aeropuerto a recoger los paquetes que nos mandan de Roma y de otros sitios. Claro que necesitamos manos.
– Procuraré ser de utilidad -afirmó Gian Maria.
– ¿Tiene donde alojarse?
– No, pensaba preguntarle si conoce algún lugar que no sea muy caro.
– Lo mejor es que alquile una habitación en casa de alguna familia iraquí. Le costará poco y a ellos les vendrá bien el dinero. Le preguntaremos a Alia. ¿Cuándo quiere empezar a trabajar?:
– ¿Mañana?
– Por mí está bien. Instálese hoy, y que Alia le cuente cómo, nos organizamos aquí.
– ¿Le importaría que llame a Roma para decir que he llegado y que estoy bien?
– No, en absoluto. Utilice mi teléfono mientras voy a hablar con Alia.
Gian Maria volvió a preguntarse que por qué estaba asumiendo compromisos que no iba a poder cumplir. Había ido a Irak para encontrar a aquella mujer, a Clara Tannenberg, en vez de hacerlo se desviaba de su objetivo.
«Pero ¿qué estoy haciendo? ¿Por qué no controlo lo que hago? ¿Quién está guiando o desviando mis pasos?»
En poco más de veinticuatro horas se notaba cambiado. Enfrentarse al mundo exterior le estaba provocando un shock. Pero lo que más le inquietaba es que había perdido el control sobre sí mismo.
Alia le dijo que uno de los médicos iraquíes que colaboraba con Ayuda a la Infancia, tenía una habitación libre en su casa y lo mismo se la podía alquilar. Le acompañaría hasta el hospital y se lo preguntarían, y de paso llevarían una caja con antibióticos y vendas que habían recibido esa misma mañana enviada por su ONG en Holanda.
Gian Maria se acomodó junto a Alia en un viejo Renault. La chica conducía a gran velocidad sorteando los obstáculos del caótico tráfico de Bagdad.
No tardaron más de cinco minutos en llegar porque el hospital estaba cerca. Con paso decidido, Alia le guió por los pasillos donde se mezclaban los llantos con el olor a plasma y las quejas de los enfermos.
Veía pasar a médicos y enfermeras con rostros preocupados quejándose por la falta de medios. Veían morir a sus pacientes porque carecían de medicamentos.
Llegaron a la planta de pediatría, y allí preguntaron por el doctor Faisal al-Bitar. Una enfermera con gesto cansino les señaló la puerta del quirófano. Esperaron un buen rato hasta que el médico salió. Llevaba la ira reflejada en el rostro.
– Otro niño que no he podido salvar-dijo con amargura sin dirigirse a nadie en especial.
– Faisal -le llamó Alia.
– ¡Ah! ¿Estás aquí? ¿Han enviado antibióticos?
– Sí, te traigo esta caja.
– ¿Sólo esto?
– Sólo esto, ya sabes lo que pasa en la aduana…
El médico clavó sus atormentados ojos negros en Gian Maria, esperando que Alia les presentara.
– Éste es Gian Maria, acaba de llegar de Roma, viene a echar una mano.
– ¿Es usted médico?
– No.
– ¿A qué se dedica?
– He venido a ayudar, en algo podré ser útil…
– Necesita una habitación -terció Alia- y como me dijiste que tenías una libre, pensé que a lo mejor se la podías alquilar.
Faisal miró a Gian Maria y esbozando una sonrisa que mal parecía una mueca amarga le tendió la mano.
– Si espera un rato a que termine y me acompaña a mi casa le enseñaré la habitación. No es muy grande, pero a lo mejor le sirve. Vivo con mi esposa y mis tres hijos. Dos niñas y un niño Mi madre vivía con nosotros, pero murió hace unos meses por eso tengo un cuarto libre.
– Seguro que estará bien -afirmó Gian Maria.
– Mi esposa es maestra -explicó Faisal- y una gran cocinera, si es que le gusta nuestra comida.
– Sí, claro que sí -fue la respuesta agradecida de Gian Maria.
– Si va a trabajar con Ayuda a la Infancia, lo mejor será que conozca este hospital. Alia se lo mostrará.
La joven le guió por pasillos y consultas, deteniéndose a saludar a algunos médicos y enfermeras que encontraban a si paso. Todos parecían desesperados por la falta de material medicamentos con que hacer frente al sufrimiento de sus pacientes.
Una hora después se despedía de Alia en la puerta del hospital para ir con Faisal a su casa.
El coche de Faisal, otro modelo obsoleto de Renault, relucía por dentro y por fuera.
– Vivo en al-Ganir; cerca tiene una iglesia si es que quiere ir a rezar. Muchos italianos vienen a esta iglesia.
– ¿Una iglesia católica?
– Una iglesia católica caldea, es más o menos lo mismo, ¿no?
– Sí, sí, claro.
– Mi mujer es católica.
– ¿Su esposa?
– Sí, mi esposa. En Irak hay una importante comunidad cristiana que siempre ha vivido en paz. Ahora no sé qué pasará…
– ¿Usted también es cristiano?
– Sí, oficialmente sí, pero no ejerzo.
– ¿Cómo que no ejerce?
– No voy a la iglesia, ni rezo. Hace mucho tiempo que perdí la pista de Dios; fue seguramente uno de esos días en que no pude salvar la vida de algún pequeño inocente y le vi morir en medio de grandes dolores sin entender por qué debía de ser así. Y no me hable de la voluntad de Dios, ni de que Él nos manda pruebas y debemos aceptar su voluntad. Aquel pequeño tenía leucemia, durante dos años luchó por su vida con una fortaleza de espíritu encomiable. Tenía siete años. No había hecho mal a nadie, Dios no tenía por qué mandarle pasar por ninguna prueba. Si Dios existe, su crueldad es infinita.
Gian Maria no pudo evitar santiguarse y mirar a Faisal con pena, pero su pena no se podía comparar con el dolor y la ira del médico.
– Usted culpa a Dios de lo que les sucede a los hombres.
– Yo culpo a Dios de lo que les sucede a los niños, a seres inocentes e indefensos. Los mayores tenemos una responsabilidad por cómo somos, qué hemos hecho, qué hacemos, pero ¿un recién nacido?, ¿un niño de tres años o de diez, de doce? ¿Qué han hecho esas criaturas para tener que morir en medio de grandes dolores? Y no me hable del pecado original, porque no admito que me vengan con estupideces. ¡Menudo Dios que lastra con una culpa no cometida a millones de inocentes!
– ¿Se ha vuelto ateo? -preguntó Gian Maria temiendo la respuesta.
– Si Dios existe, aquí no está -sentenció Faisal.
Se quedaron en silencio hasta llegar a la casa de Faisal, situada en la última planta de un edificio de tres pisos.
Mientras el médico abría la puerta escucharon los gritos de una pelea infantil.
– ¿Qué pasa? -preguntó Faisal a dos niñas iguales como dos gotas de agua que andaban a la greña en el centro de una espaciosa sala.
– Ha sido ella la que me ha quitado la muñeca -dijo una de las niñas señalando a la otra.
– No es verdad -respondió la aludida-, esta muñeca es la mía, lo que pasa es que no las distingue.
– Se va a acabar eso de que tengáis las muñecas iguales -sentenció Faisal mientras las levantaba del suelo para darles un beso.
Las pequeñas besaron a su padre sin prestar atención a Gian Maria.
– Éstas son las gemelas -dijo Faisal-. Te presento a Rania y a Leila. Tienen cinco años y un carácter endiablado.
Una mujer morena, con el cabello recogido en una coleta y vestida con un traje de chaqueta, entró en el salón con un niño en brazos.
– Nur, te presento a Gian Maria. Gian Maria, Nur es mi esposa y éste es Hadi, el pequeño de la familia. Tiene un año y medio.
Nur dejó al niño en el suelo y estrechó la mano de Gian Maria obsequiándole con una sonrisa.
– Bienvenido a nuestra casa. Faisal me llamó para decirme que vendría usted a instalarse con nosotros si le gusta la habitación.
– ¡Seguro que me gusta! -fue la respuesta espontánea de Gian Maria.
– ¿Va a vivir aquí? -preguntó una de las gemelas.
– Sí, Rania, si él quiere, sí -respondió su madre sonriendo por la cara de pasmo de Gian Maria, que se preguntaba cómo podía distinguirlas de tan iguales que eran.
Faisal y Nur acompañaron a Gian Maria a la habitación. Tenía una ventana a la calle; no era muy grande pero parecía confortable; una cama con cabecero de madera clara, una mesilla, una mesa redonda con un par de sillas en un rincón y un armario componían el mobiliario.
– Me parece muy bien -afirmó Gian Maria-, pero aún no me han dicho cuánto me costará…
– ¿Le parece bien trescientos dólares al mes?
– Claro que sí.
– La comida va incluida… -pareció excusarse Nur.
– De verdad que me parece muy bien, muchas gracias.
– ¿Le gustan los niños?, ¿tiene hijos? -quiso saber Nur. -No, no tengo hijos, pero me encantan los niños. Tengo tres sobrinos.
– Bueno, aún es muy joven, ya los tendrá -afirmó Nur-, Ahora, si quiere instalarse…
Gian Maria asintió. Dos minutos después estaba colgando su exiguo equipaje en el armario, donde encontró una pila de toallas y sábanas.
– Sólo tenemos un cuarto de baño y un pequeño aseo con una ducha. Si usted quiere utilizar el aseo tendrá más independencia; con tres niños es difícil a veces acceder al baño -le explicó Nur.
– Por mí está bien. Se lo agradezco. Me gustaría pagarles ya.
– ¿Ya? ¡Pero si acaba de llegar! Espere a ver si se siente a gusto con nosotros… -protestó Nur.
– No, prefiero pagarles el mes por adelantado.
– Si insiste…
– Sí, de verdad.
Faisal, mientras tanto, se había puesto a trabajar en un pequeño despacho que daba directamente al salón. En realidad era parte de éste, pero, colocando una librería transversalmente, habían creado un ambiente con cierta independencia.
La casa era amplia. Además del salón, contaba con una cocina y dos habitaciones más, además de la que acababa alquilar.
– Le daré unas llaves de la casa para que tenga libertad para entrar y salir, aunque le pediré que tenga en cuenta que ésta o una casa con niños y…
– ¡Por Dios, no hace falta que me diga nada! Procuraré molestar lo menos posible. Sé lo que es vivir en familia.
– ¿Sabrá venir desde la oficina hasta aquí? -quiso saber Faisal.
– Ya me las apañaré. Tendré que aprender.
– Por cierto, ¿sabe usted algo de árabe?
– Un poco, me puedo defender.
– Mejor así. De cualquier modo, si necesita ayuda para cualquier cosa no dude en decírmelo.