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– Por si nos interceptan las llamadas deberíamos de hablarnos por teléfonos que no sean los habituales -propuso el profesor Hausser-. Podríamos comprar móviles con tarjeta y utilizarlos una sola vez.

– ¿Y cómo nos damos el número? -preguntó Mercedes-. No nos volvamos paranoicos, por favor.

– Tiene razón Hans -dijo Carlo-. Deberíamos de ser cuidadosos. Vamos a matar a un hombre.

– Vamos a matar a un cerdo -exclamó Mercedes con rabia.

– En todo caso no me parece mala idea la de los móviles. Ya encontraremos la manera de darnos el número, quizá a través del correo electrónico -insistió Carlo.

– Pero si nos interceptan las llamadas, también lo harán con el correo. Internet es el lugar menos seguro para guardar un secreto.

– ¡Ay, Bruno, no seas tan pesimista! -le regañó Mercedes-. Que yo sepa, se pueden crear cuentas ficticias en internet. Hotmail, el correo gratuito de Microsoft, lo permite. Así que nos abrimos cada uno un correo en Hotmail y a través de él nos enviaremos los números de teléfono y nos pondremos en contacto. Pero hemos de hacerlo con cuidado, porque Hotmail no es seguro, cualquiera puede meterse en nuestro correo, así que seamos un poco crípticos a la hora de enviarnos mensajes.

Dedicaron parte de la tarde a decidir los nombres que utilizarían a través de internet y el profesor Hans Hausser ideó un criptograma en el que las letras representarían números, los de los móviles que continuamente comprarían y desecharían una vez utilizados.

Era tarde cuando los cuatro amigos se separaron fundiéndose en largos abrazos. Al día siguiente, Bruno y Hans dejarían Roma. Mercedes se quedaría dos días más para no dar la impresión, si es que la policía la seguía, de estar huyendo.

* * *

Robert Brown aguardaba impaciente a que Ralph Barry terminara de hablar por teléfono. Cuando colgó le preguntó, impaciente:

– Y bien, ¿qué hará Picot?

– Mi contacto asegura que Picot ha regresado impresionado de Irak, que no hace más que decir que sería una locura ir ahora a excavar, que no hay tiempo, que en seis o siete meses no se adelantaría nada; despotrica contra Bush y Sadam, diciendo que son tal para cual.

– No me has respondido, Ralph, quiero saber si irá o no irá.

– No lo ha dicho, pero parece que no lo descarta. Por lo pronto se ha ido a Madrid.

– Sigues sin responder.

– Sigo sin saber qué va a hacer.

– ¿Podríamos poner a trabajar en esa misión a los hombres de Dukais?

– ¿Tú crees que los gorilas de Dukais pueden pasar por estudiantes de arqueología? Vamos, Robert, ¡piensa!

– ¡Claro que pienso! Y necesito hombres en esa excavación. De manera que Dukais tendrá que encontrarlos con el aspecto adecuado.

– Y con conocimientos de historia, geografía, geología, etcétera. No lo veo, Robert, no lo veo. Los gorilas no suelen saber dónde está Mesopotamia.

– Pues tendrán que recibir un cursillo acelerado, tendrán que estudiar día y noche, tendrán que aprenderlo. Se les dará una prima si son capaces de hacerse pasar por estudiantes o por profesores.

– ¡Cuidado, Robert! Sabes que en el mundo académico nos conocemos todos. No puedes camuflar a un gorila como un profesor, le descubrirían.

Robert Brown abrió la puerta del despacho y sorprendió a su atildado y discreto secretario.

– ¿Sucede algo, señor Brown? -preguntó Smith.

– ¿No ha llegado Dukais?

– No, señor, si hubiera llegado le habría avisado.

– ¿A qué hora le citó?

– A la que usted me dijo señor, a las cuatro.

– Son las cuatro y diez.

– Sí, señor, se habrá retrasado por el tráfico.

– Este Dukais es un imbécil.

– Sí, señor.

La figura imponente de Paul Dukais apareció en el umbral del despacho de Smith antes de que Robert Brown hubiera regresado al suyo.

– ¡Ya era hora!

– Robert, el tráfico de Washington es infernal a estas horas; todo el mundo vuelve a casa.

– Pues haber salido antes.

– Últimamente no te controlas -respondió fríamente el presidente de Planet Security.

Ya en el despacho de Brown y una vez que se hubieron servido un whisky, Ralph Barry intentó rebajar la tensión entre los dos hombres.

– Paul, Robert quiere hombres en la misión arqueológica que pudiera estar preparando Yves Picot. Te haré llegar un dossier con todo lo que debes saber de Picot, pero ahora te contaré que es francés, rico, ex profesor de Oxford, mujeriego y aventurero, pero conoce el oficio y conoce a todos los del oficio.

– Me lo pones imposible.

– Sí, porque necesitamos hombres que sepan algo más que leer y escribir; tienen que ser universitarios, hombres que puedan hablar con naturalidad de los campus donde hayan podido estudiar. No pueden ser norteamericanos, tienes que buscarlos en Europa, en algún país árabe quizá, pero no aquí.

– Y además tienen que saber el oficio y ser capaces de cualquier cosa, ¿no? -preguntó con ironía Dukais.

– Exactamente -el tono de la respuesta de Robert no dejaba lugar a dudas de su enfado.

– Por cierto, Robert, ya tengo los equipos de hombres que me pediste para enviar a las distintas fronteras con Irak. Cuando me des la orden, allí estarán.

– Todavía tendrán que esperar; no mucho, pero tendrán que esperar. Ahora me preocupa cómo resolvemos este problema.

– No lo sé, Robert, no lo sé, no conozco a ningún universitario que sea mercenario en sus ratos libres. Buscaré en la ex Yugoslavia; quizá allí pueda encontrar algo.

– ¡Buena idea! Allí se han estado matando desde niños; tiene que haber universitarios que hayan estado en uno u otro bando dando tiros y quieran ganar dinero.

– Sí, Robert, tiene que haberlos.

Ralph Barry les escuchaba con una mezcla de admiración y repulsión. Hacía tiempo que habían comprado su conciencia y la habían valorado en mucho dinero. Ya no se asombraba de cuanto escuchaba, aunque siempre le sorprendía Robert. Era Jano, el dios de las dos caras. Pocos eran los que conocían las dos caras. Cualquiera habría dicho de él que era un hombre educado y exquisito, culto y refinado, cumplidor del deber, por supuesto, e incapaz de saltarse un semáforo. Pero Ralph conocía a otro Brown, a un hombre cruel, sin escrúpulos, a veces soez, con una ambición de dinero y de poder sin límites. Lo que no había logrado desvelar era el nombre dé su Mentor. Robert a veces se refería a él como «mi Mentor», pero jamás decía ni quién era, ni a qué se dedicaba, ni tampoco su nombre, aunque intuía que podía ser el poderoso George Wagner el único hombre ante el cual Brown temblaba. Nunca se lo había preguntado; sabía que para esa pregunta no obtendría ninguna respuesta, y lo que Robert más valoraba era la discreción.

Paul quedó en llamarles en cuanto encontrara a los hombres adecuados, si es que los encontraba.

* * *

Picot volvió a proyectar las diapositivas que había hecho de las tablillas, y las examinó con ojo crítico. A su lado, Fabián le observaba de reojo. Sabía que Picot estaba tomando una decisión, y que seguramente no sería la acertada, pero así era su amigo. Se conocían de los años en que Yves Picot daba clases en Oxford y Fabián hacía un doctorado sobre escritura cuneiforme. Habían simpatizado de inmediato porque los dos resultaban cuerpos extraños en aquella vetusta universidad.

Picot era un profesor invitado. Fabián, un estudioso cualificado que había ido al Reino Unido a doctorarse de una materia en la que contaban con grandes especialistas. Los dos tenían algo en común: estaban enamorados de Mesopotamia, un lugar convertido en Irak por obra y gracia del colonialismo inglés.

Fabián recordaba la impresión que le causó el código de Hammurabi la primera vez que lo vio en el Louvre. Tenía diez años y era su primera visita a París. De la mano de su padre escuchaba las explicaciones que le daba. Después de ver tantas maravillas juntas, cuando entraron en las salas de Mesopotamia, Fabián sintió despertar un inesperado interés. Lo que definitivamente le dejó boquiabierto fue escuchar que en aquel trozo de piedra de basalto estaban escritas leyes antiquísimas, basadas en la ley del talión. Su padre le explicó que en la regla 196 del código se dice: «Si un hombre ha sacado el ojo de otro, le sacarán su ojo». Ese día decidió que sería arqueólogo e iría a descubrir reinos perdidos a Mesopotamia.

– ¿Te decides o no?

– Es una locura -respondió Picot.

– Ciertamente, pero o es ahora o puede no ser nunca. Ya veremos lo que queda después de la guerra.

– Si creemos a Bush, Irak se convertirá en la Arcadia, de manera que podríamos a ir a excavar como quien va de excursión.

– Pero ni tú ni yo nos creemos a Bush. Estoy seguro de que esa guerra va a libanizar Irak. Conoces Oriente, sabes lo que está pasando, no va a haber entrada triunfal de los chicos de las barras y las estrellas. Los iraquíes odian a Sadam, pero también odian a los norteamericanos; en realidad, en Oriente nos odian a todos y tienen parte de razón. No les hemos dado nada, hemos mantenido regímenes corruptos, les hemos vendido lo que no necesitaban, no hemos sido capaces de fomentar la creación de capas medias e intelectuales y cada vez son más pobres y sienten más frustración. Los fanáticos religiosos se lo están montando muy bien: ayudan en los barrios más pobres, enseñan gratuitamente en las madrasas, han creado hospitales para atender a los que no pueden pagar ni médicos ni medicinas… Oriente va a explotar.

– Sí, pero eso que dices no se puede aplicar del todo a Irak. Te recuerdo que Sadam impuso cierto laicismo. El problema es el petróleo; Estados Unidos necesita controlar las fuentes de energía, y pondrá en acción a los Frankenstein necesarios para luego ofrecerse a destruirlos.

– Oriente cada vez está más empobrecido.

– ¿Fabián, nunca dejarás de ser un chico de izquierdas?

– Ya estoy mayorcito para que me llamen chico; en cuanto a lo de izquierdas, puede que tengas razón… seguramente nunca dejaré de ver la realidad aunque sea desde el sofá más cómodo de mi casa.

– ¿Tú qué harías en mi caso?

– Lo que te apetece aunque sea un disparate: ir. Y cuando se acabe, se ha acabado.

– Nos pueden freír si bombardean.

– Sí, lo pueden hacer; la cuestión es poder irnos cinco minutos antes.

– ¿Con quién lo haríamos?

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