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Cuando las tuvo preparadas escribió, como le había enseñado Ili, su nombre en la parte superior: Shamas.

«Voy a escribir la historia del mundo. Abrán me la contará. Así los hombres sabrán por qué Él les creó.»

Shamas observó la tablilla y no se sintió satisfecho del resultado. Había perdido soltura con el cálamo y los signos aparecían torcidos. Decidió seguir practicando hasta que lo escrito le resultara aceptable.

«Marduk es sólo una figura de barro. Los dioses de barro son sólo barro. El Dios de Abrán no se ve, por eso es Dios. No se puede modelar, ni se puede romper.»

El niño volvió a mirar la tablilla con ojo crítico. Su padre echó un vistazo por encima de su hombro.

– Shamas, ¿qué estás escribiendo?

– Sólo practico, padre.

– No te preocupes tanto -dijo Yadin con cariño.

– No puedo escribir la historia del mundo con estos signos torcidos que no entiendo ni yo -se quejó el niño.

– Sé paciente, lo lograrás.

«Sólo hay un Dios que reina sobre el cielo y la Tierra y no comparte su poder con nadie más», continuó escribiendo Shamas, y así hasta que la luz del sol terminó de desaparecer en el horizonte, y no pudo hacer otra cosa excepto dormir.

Por la mañana, apenas amaneció, Shamas estaba pidiendo a su padre que le preparara nuevas tablillas sobre las que continuar perfeccionando la escritura. Quería que Abrán no se avergonzara de él cuando leyera lo que le contaría.

Yadin ayudó al niño a preparar varias tablillas antes de ir a cuidar el ganado. Luego iría a la ciudad a hablar con los sacerdotes para que se encargaran de completar la formación de Shamas. Téraj se había comprometido a acompañarle, puesto que era un hombre conocido en la ciudad.

«Para hablar con Dios tenemos que buscar en nuestro corazón. Abrán dice que Él no habla con palabras, pero que hace sentir a los hombres lo que quiere que hagan. Yo busco dentro de mí pero aún no soy digno de escucharle. Creo que de entre nosotros sólo ha elegido a Abrán.»

Y así Shamas continuó escribiendo durante todo el día, hasta que el sol empezó a bajar por el horizonte y, presuroso, se dirigió al palmeral donde ya le esperaba Abrán.

Shamas le mostró a Abrán las tablillas y éste no hizo ningún gesto ni de asentimiento ni de reproche.

– Te has esforzado y eso es suficiente, Shamas.

– Procuraré hacerlo mejor.

– Lo sé.

El niño se sentó apoyando la espalda en una palmera con la tablilla sobre las piernas y el cálamo en la mano izquierda, puesto que era zurdo.

Abrán comenzó a hablar, y sus palabras parecían dictadas desde la espesura del cielo:

«Al principio creó Dios el cielo y la tierra. La tierra era caos y confusión y oscuridad por encima del abismo y un viento aleteaba por encima de las aguas. Y dijo Dios: "Haya luz", y hubo luz. Vio Dios que la luz estaba bien y apartó Dios la luz de la oscuridad, y llamó Dios a la luz día y a la oscuridad noche. Y atardeció y amaneció: día primero.

»Dijo Dios: «Haya un firmamento por en medio de las aguas, que las aparte unas de otras»; y apartó las aguas de por debajo del firmamento. Y así fue y llamó Dios al firmamento cielo. Y atardeció y amaneció: día segundo.

»Dijo Dios: «Acumúlense las aguas por debajo del firmamento en un solo conjunto y déjese ver lo seco», y así fue. Y llamó Dios a lo seco tierra, y al conjunto de las aguas lo llamó mar, y vio Dios que estaba bien.

»Dijo Dios: «Produzca la tierra vegetación: hierbas que den semillas según sus especies y árboles que den fruto con la semilla dentro según sus especies», y vio Dios que estaba bien. Y atardeció y amaneció: día tercero.

»Dijo Dios: «Haya luceros en el firmamento celeste para apartar el día de la noche y sirvan de señales para solemnidades, días y años y sirvan de luceros en el firmamento celeste para alumbrar sobre la tierra». Y así fue. Hizo Dios los dos luceros mayores, el lucero grande para regir el día y el lucero pequeño para regir la noche y las estrellas; y los puso Dios en el firmamento celeste para alumbrar la tierra y para regir el día y la noche y para apartar la luz de la oscuridad; y vio Dios que estaba bien. Y atardeció y amaneció: día cuarto.

»Dijo Dios: «Bullan las aguas de animales vivientes y aves revoloteen sobre la tierra frente al firmamento celeste». Y creó Dios los grandes monstruos marinos y todo animal viviente que repta y que hacen bullir las aguas según sus especies y todas las aves aladas según sus especies; y vio Dios que estaba bien y los bendijo diciendo: «Sed fecundos y multiplicaos, y henchid las aguas de los mares y las aves crezcan en la tierra». Y atardeció y amaneció: día quinto.

»Dijo Dios: «Produzca la tierra animales vivientes según su especie: bestias, reptiles y alimañas terrestres según su especie». Y así fue. Hizo Dios las alimañas terrestres según su especie y las bestias según su especie y los reptiles del suelo según su especie; y vio Dios que estaba bien.

»Y dijo Dios: «Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra, y manden en los peces del mar y en las aves del cielo y en las bestias y en todas las alimañas terrestres y en todos los reptiles que reptan por la tierra».

»Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios lo creó macho y hembra lo creó. Y los bendijo Dios con estas palabras: «Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla, mandad en los peces del mar y en las aves del cielo y en todo animal que repta sobre la tierra».

»Dijo Dios: «Ved que os he dado toda hierba de semilla que existe sobre la faz de toda la tierra. Así como todo árbol que lleva fruto de semilla; os servirá de alimento. Y a todo animal terrestre y a toda ave del cielo y a todos los reptiles de la tierra, a todo ser animado de vida les doy la hierba verde como alimento». Y así fue. Vio Dios cuanto había hecho y todo estaba muy bien. Y atardeció y amaneció: día sexto.

»Concluyéronse, pues, el cielo y la tierra y todo su aparato y dio por concluida Dios en el séptimo día la labor que había hecho, y cesó en el día séptimo de toda la labor que hiciera. Y bendijo Dios el día séptimo y lo santificó; porque en él cesó Dios de toda la obra creadora que Dios había hecho.

»Ésos fueron los orígenes del cielo y de la tierra, cuando fueron creados.» [7]

Abrán guardó silencio mientras Shamas acababa de escribir lo que le había contado. El niño no había levantado los ojos de la tablilla y Abrán se había dado cuenta del esfuerzo por colocar cada línea en columnas verticales sin cometer ningún fallo.

Shamas tendió las tablillas a Abrán. Había algunos signos difíciles de entender, pero en general el niño había superado con éxito la redacción sobre el origen del mundo.

– Se entiende bastante bien. Ahora guarda estas tablillas en lugar seguro, donde tus hermanos no las puedan romper, ni molesten a tu madre. Pregunta a tu padre, él te dirá dónde. Y bien, ¿qué piensas de lo que te he contado?

– Pienso que…

– Dilo, ¿qué temes?

– No quiero enfadarte, Abrán, pero la creación del mundo por Dios se parece a la creación del mundo por los dioses.

– Sí, pero hay varias diferencias.

– ¿Cuáles?

– Por ejemplo, en el poema de Enuma Elish que Ili te enseñó a recitar Marduk crea al hombre matando a la diosa Tiamat y a su esposo el dios Kingu. Pero a Marduk a su vez también le han creado. Los dioses no crean nada, hacen al hombre a partir de lo que hay, pero ¿quién crea lo que hay? Dios crea porque así lo decide, y crea de la nada, porque no necesita nada para crear.

– Pero en algo se parece lo que me cuentas y lo que me contaba Ili.

– En algo, sí. Hay hombres que han intuido un principio creador e imaginado historias de dioses para explicarlo.

– ¿Porque no han sabido escucharle a Él?

– Porque no es fácil escucharle. Estamos demasiado preocupados pensando en nosotros mismos. Dios nos castigó, castigó a todos los hombres, a los primeros y a los que vendrán después de nosotros, a buscar el sustento con su trabajo, a sufrir dolor y enfermedades, a vagar por la tierra, de manera que el hombre encuentra poco tiempo para buscar a Dios.

– ¿Y por qué nos castigó? ¿Por qué a todos los hombres? Yo aún no he hecho nada, al menos nada muy grave.

– Tienes razón, pero los primeros padres pecaron y nos condenaron a todos.

– No me parece justo.

– ¿Quién eres tú para juzgar a Dios?

– Pero ¿por qué he de aceptar una culpa no cometida?

– Mañana te lo contaré. Trae las tablillas y el cálamo.

Apenas quedaba luz, de manera que Abrán y Shamas se encaminaron al campamento donde el clan se disponía a descansar después de la larga jornada. Yadin hizo una seña a Abrán. Quería hablar con él a solas.

– Mi hijo no es feliz.

– Lo sé.

– Extraña Ur, incluso a Ili. Quiere aprender. Fui al templo con Téraj; le admitirán, pero temo que hable de lo que le cuentas y nos cree un conflicto. Pídele que no afirme que hay un solo Dios o llegará a oídos del rey y sufriremos las consecuencias.

– Yadin, ¿tú crees…?

– Sí, Abrán, pero hemos de ser prudentes. Tu padre también te hablará.

El clan se iba a asentar en Jaran durante un tiempo antes de continuar viaje hacia la tierra de Canaán. De manera que los hombres se dispusieron a levantar casas de paja y adobe donde vivir hasta que llegara el momento de partir. Yadin ofreció un hueco a Shamas para guardar las tablillas que pacientemente iba escribiendo al dictado de Abrán.

Cada día Shamas ardía de impaciencia, aguardando la hora de sentarse con Abrán en el palmeral.

Ya sabía por qué Dios había castigado a los hombres. Era imperdonable lo tonto que había sido Adán, pensaba el niño.

Dios había creado el paraíso para que viviera, un lugar con toda clase de árboles buenos para comer, y en medio del jardín había colocado el árbol de la ciencia del Bien y del Mal, el único al que no se debía acercar, porque si comía de sus frutos moriría.

– No entiendo por qué comieron -preguntaba Shamas.

– Porque Dios nos ha hecho libres para decidir. Dime Shamas, ¿recuerdas cuando Ili os prohibió saltar por la ventana de la escuela porque os podíais hacer daño?

– Sí.

– ¿Y cuántos saltasteis?

– Bueno, yo salté.

– Tú y otros compañeros, y alguno, si no recuerdo mal, se rompió algún hueso. Tienes amigos que ya nunca han andado igual que antes de saltar. ¿Verdad que sabíais que eso podía pasar?

[7] Fragmentos del Génesis según la Biblia de Jerusalén.


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