No pudieron ver que a uno de sus compañeros le obligaron a arrodillarse y le dispararon en la nuca, y que el otro no pudo aguantar un vómito. Dos minutos más tarde ambos estaban muertos en la cuneta.
* * *
Carlo Cipriani se tapó la cara con las manos. Mercedes permanecía pálida pero impasible sentada a su lado mientras que Hans Hausser y Bruno Müller reflejaban en sus rostros el horror y la angustia que les producía lo que Luca Marini les estaba contando.
Habían acudido al despacho del presidente de Investigaciones y Seguros. Marini les había instado a acudir allí. La empresa estaba de luto. El silencio de los empleados no dejaba lugar a dudas.
Al día siguiente llegaría el avión con los dos cadáveres de los hombres de Investigaciones y Seguros.
Asesinados. Habían sido asesinados después de haber recibido una brutal paliza. Sus compañeros no sabían lo que habían dicho ni a quién. Sólo que diez coches todoterrenos, cinco por cada lado, les habían obligado a pararse. Ellos alcanzaron a ver cómo les golpeaban; cuando más tarde regresaron con una patrulla del ejército que habían encontrado en la carretera, hallaron los cuerpos sin vida de sus compañeros. Exigieron una investigación y estuvieron a punto de ser detenidos como principales sospechosos. Nadie había visto nada, nadie sabía nada.
La policía les interrogó con métodos expeditivos, cuyo recuerdo se traducía en algunas contusiones y cortes en la cara, en el pecho y en el estómago. Después de varias horas de interrogatorio, les dejaron en libertad y les invitaron a salir cuanto antes de Irak.
La embajada de Italia elevó una protesta formal, y el embajador pidió una entrevista urgente con el ministro de Exteriores. Le respondieron que se hallaba de visita oficial en Yemen. Naturalmente, la policía investigaría el extraño suceso, que parecía obra de alguna banda de delincuentes dedicada a robar.
En los bolsillos de los muertos no encontraron nada: ni la documentación, ni dinero, ni un paquete de cigarros. Nada. Sus asesinos se lo habían llevado todo.
Luca Marini había revivido sus peores días de jefe de policía antimafia en Sicilia, cuando tenía que llamar a las mujeres de sus compañeros para anunciarles que sus maridos habían caído abatidos por los tiros de los pistoleros.
Al menos en aquellas circunstancias había un funeral oficial, acudía el ministro, colocaban una medalla al féretro y la viuda recibía una pensión generosa del Estado. En esta ocasión el entierro sería privado, no habría medallas y tendrían que procurar que la prensa no metiera las narices en el asunto.
– Lo siento, pero lo que ha pasado excede cuanto podíamos imaginar. Doy por roto mi contrato con vosotros. Estáis metidos en algo gordo, con asesinos de por medio. Han matado a mis hombres para avisaros de que dejéis en paz a quienquiera que estéis buscando.
– Nos gustaría ayudar a las familias de estos dos hombres -dijo Mercedes-. Díganos la cantidad que es correcta en estos casos. Ya sé que no les podemos devolver la vida, pero al menos sí ayudar a los que han dejado.
Marini miró a Mercedes asombrado. La mujer no se andaba por las ramas. Tenía el sentido práctico que tienen todas las mujeres, y ésta además no perdía el tiempo derramando lágrimas.
– Eso depende de ustedes -respondió-. Francesco Amatore deja mujer y una niña de dos años. Paolo Silvestre estaba soltero, pero a sus padres bien les vendrá una ayuda, pues tienen otros hijos a los que sacar adelante.
– ¿Le parece bien un millón de euros, medio millón para cada familia? -preguntó Mercedes.
– Supongo que es una cantidad generosa -fue la respuesta de Luca Marini-. Pero hay otro asunto que debemos tratar. La policía quiere saber por qué dos de mis hombres estaban en Irak, quién pagó para que les enviara y a qué. Hasta ahora me he escaqueado como he podido, pero mañana me espera el director general. Quiere respuestas, porque el ministro se las pide a él. Y aunque somos viejos amigos y me ayudará, tengo que darle esas respuestas. Ahora, díganme qué quieren que diga y qué prefieren que me reserve.
Los cuatro amigos se miraron en silencio, conscientes de lo delicado de la situación. Resultaba harto complicado explicar a la policía las razones de que un médico jubilado, un profesor de física, un concertista de piano y una empresaria de la construcción hubieran contratado los servicios de una agencia de investigación y enviado a cuatro hombres a Irak.
– Díganos usted cuál sería la versión más plausible -le requirió Bruno Müller.
– En realidad ustedes nunca me han dicho ni por qué querían saber de la chica ni a quién buscan en Irak.
– Ése es un asunto que no concierne a nadie -le dijo Mercedes con voz helada.
– Señora, hay dos muertos, de manera que la policía cree que tenemos que dar respuestas.
– Luca, ¿nos permites hablar un minuto a solas? -le pidió Carlo Cipriani.
– Sí, desde luego, podéis utilizar la sala de juntas. Cuando se os ocurra algo, avisadme.
El presidente de Investigaciones y Seguros les acompañó a una sala anexa a su despacho y salió, cerrando la puerta suavemente.
Carlo Cipriani fue el primero en hablar.
– Tenemos dos posibilidades: o decir la verdad o buscar una excusa plausible.
– No hay excusas plausibles con dos cadáveres -apuntó Hans-, y menos con dos cadáveres de inocentes. Si al menos fueran los de ellos…
– Si decimos la verdad se acabó todo. ¿Os dais cuenta?
El tono de voz de Bruno tenía una nota de angustia.
– No estoy dispuesta a rendirme ahora, así que vamos a pensar la forma de afrontar esta situación. Esto no es lo más grave que nos ha pasado en la vida, esto es un contratiempo más, doloroso e inesperado, pero sólo un contratiempo.
– ¡Dios, qué dura eres, Mercedes! -A Carlo le salió la exclamación del fondo del alma.
– ¿Dura? ¿De verdad tú me dices que soy dura? Carlo, llevamos años preparándonos, diciendo que seremos capaces de afrontar todas las dificultades. Bien, aquí las tenemos. Ahora en vez de lamentarnos, pensemos.
– No soy capaz -dijo en voz baja Hans Hausser-. No se me ocurre nada.
Mercedes les miró con disgusto. Luego, irguiéndose, se hizo cargo de la situación.
– Bien, Carlo, tú y yo somos viejos amigos; yo estoy de paso en Roma, y te he hablado de que estoy pensando que, en vista de que parece inevitable la guerra, quiero que mi empresa esté entre las que se lleven un trozo de la tarta de la reconstrucción. Así que, a pesar de mi edad, estoy dando vueltas a la posibilidad de plantarme yo misma en Bagdad para ver la situación de cerca y conocer las necesidades futuras. Tú me has dicho que soy una vieja loca, que para eso están las agencias de investigación, gente preparada, capaz de evaluar la situación de una zona de conflicto. Me has presentado a otro viejo amigo, Luca Marini. Yo dudaba, prefería contratar a una agencia española, pero al final me he decidido por Investigaciones y Seguros. Aceptamos la versión de los iraquíes, a los hombres de Marini les mataron para robarles. Nada raro dada la situación de Irak. Naturalmente, estoy desolada y quiero ayudar a las familias con una pequeña indemnización.
Los tres hombres la miraron con admiración. Era increíble que en un segundo se le ocurriera una excusa como ésa. Aunque la policía no se la creyera, era plausible.
– ¿Estáis de acuerdo o se os ocurre alguna otra cosa?
No se les ocurría nada, de manera que aceptaron dar la versión ideada por Mercedes.
Cuando se lo contaron a Luca Marini éste se quedó pensando. No estaba mal, salvo que alguien podía irse de la lengua y contar que sus hombres habían estado siguiendo a Clara Tannenberg en Roma.
– Sí, tiene razón -aceptó Mercedes-, no deberíamos mezclar ambas cosas. Usted no tiene por qué explicar que dos días antes sus hombres seguían a nadie en Roma. Ése no es el «caso», puesto que en Roma no sucedió nada. El problema ha sido Irak.
– Ya -insistió Marini-, pero el «caso», como usted dice, empezó en Roma y tiene relación con esa mujer. Además, no sabemos lo que mis hombres dijeron antes de morir. Es más que probable que explicaran que trabajaban para Investigaciones y Seguros y que tenían el encargo de seguir a Clara Tannenberg.
– Seguramente tiene usted razón -terció Hans Hausser-, pero la policía iraquí no dijo nada sobre sus otros hombres y, por lo que sabemos, tampoco al embajador. Es más, los iraquíes han cerrado el caso. Así que no veo la razón para que no se cierre aquí.
– Señor Marini -dijo Mercedes muy seria-, nos han dado un aviso con el asesinato de sus hombres. Un aviso macabro. Es su forma de decir a lo que está dispuesto si nos acercamos más a él y a los suyos.
– ¿De qué habla, Mercedes? ¿A quién se refiere? -Luca Marini no podía ocultar la curiosidad. Estaba harto de los misterios que se traían esos cuatro ancianos.
– Luca, no se nos ocurre nada mejor de lo que te hemos dicho. Ayúdanos si crees que esa versión no resultará satisfactoria para la policía italiana.
El tono grave de Carlo Cipriani conmovió al presidente de Investigaciones y Seguros. Cipriani era su médico, un viejo amigo que le había salvado la vida cuando otros médicos consideraban que no merecía la pena operarle, que estaba desahuciado. De manera que le ayudaría por mucho que le fastidiara esa mujer, Mercedes Barreda.
– Deberías confiar en mí, contarme a quién perseguís y por qué. Así podría entender mejor lo que ha pasado.
– No, Luca, no te diremos más -aseguró Carlo-. Lo siento, no es falta de confianza.
– De acuerdo, me quedo con la explicación de la señora Barreda. Espero que mis amigos de la policía sean compasivos y no me aprieten las tuercas más de lo imprescindible. Las familias de mis hombres están desoladas, pero creen que han muerto por el caos que hay en Irak. Bush ya ha reclutado a dos familias italianas para su causa contra el «imperio del mal». He hablado con la mujer de Francesco y con los padres, de Paolo. Ninguna de las dos familias sabía a qué habían ido a Irak, ellos no hablaban de los detalles de su trabajo en casa. De manera que no pondrán mayores inconvenientes, y sí, además estáis dispuestos a darles esa indemnización… Bien. Os llamaré y os diré cómo me ha ido con mis amigos de la policía.
– Perdona que te lo vuelva a preguntar, pero ¿seguro que no les dijiste a tus hombres quién les había contratado?
– No, Carlo, no lo hice. Tú querías que nadie supiera de vosotros, sólo yo, y yo cumplo cuando doy mi palabra.