Alfred Tannenberg hablaba con tanto entusiasmo que contagió a sus amigos. Los cuatro hombres dejaron volar la imaginación haciendo planes para el futuro inmediato.
– En definitiva: vamos a robar a gran escala, vamos a quedarnos con los tesoros de esos ignorantes que no saben lo que tienen-aseguró Alfred.
– Deberíamos montar una empresa de importación y exportación, con oficinas en los sitios donde nos vamos a instalar-propuso Heinrich.
– Tú, Georg, que vas a vivir en Boston, deberías aprender cómo se pone en marcha una asociación cultural encargada de promover el arte. Los norteamericanos tienen fundaciones… no sé si una fundación nos puede servir de tapadera, pero necesitamos una pantalla relacionada con el arte, una asociación o fundación que con el tiempo financie expediciones arqueológicas, cuyos frutos naturalmente nos quedaremos. Una fundación siempre es opaca, de manera que desde ahí podemos operar para vender arte a quien lo quiera comprar -aseguró Alfred.
– Las fundaciones no son empresas -afirmó Franz.
– La nuestra lo será, aunque no lo parezca. Será como nosotros, parecerá una cosa pero será otra. Necesitamos respetabilidad -le respondió Alfred.
– Pero no es fácil tener una fundación; las fundaciones dependen de bancos, universidades, y yo no sé qué me voy a encontrar en Estados Unidos -comentó Georg con preocupación.
– Te vas a encontrar con que los norteamericanos pagarán bien a tu tío, le introducirán de inmediato en los círculos académicos, le pondrán a trabajar en proyectos secretos… conoceréis gente importante. Todo dependerá de cómo te organices tú, de que seas capaz de fundirte con el medio ambiente, de ir aprovechando la estela de tu tío. No, no podremos tener una fundación ni el primer año ni el segundo, antes debemos de formar parte de la sociedad en la que a cada uno de nosotros nos toque vivir. Cuando no llamemos la atención, cuando seamos parte del paisaje, entonces empezaremos a poner en marcha nuestro plan. Mientras tanto, yo iré haciendo acopio de material para cuando llegue el momento. En cuanto a lo de tener una empresa de importación y exportación, me parece buena idea, en Europa van a necesitar de todo, les hemos arrasado, está todo por reconstruir, y tú acabas de decir que en Estados Unidos tenemos más amigos de los que imaginamos. La paz nos va a hacer ricos -dijo riéndose Alfred.
– ¿Venderemos las tablillas de Jaran? -quiso saber Georg.
– No, no lo haremos. Quiero encontrar el resto. Si diéramos con las tablillas escritas por ese Shamas revolucionaríamos el mundo de la arqueología, además de hacernos inmensamente ricos. Pero no debemos precipitarnos, yo me encargaré de seguir excavando en Jaran, de buscar en la arena del desierto, donde quiera que se encuentren esas tablillas en que está escrita esa versión del Génesis que el patriarca Abraham le contó a ese tal Shamas. ¿Qué sabía Abraham de la Creación? ¿Su versión es la misma que la de la Biblia? Os aseguro que no pararé hasta dar con todas las tablillas; cuando las tenga decidiremos qué hacer, y lo que hagamos tendrá trascendencia mundial.
– No nos conviene hacernos visibles -respondió Georg inquieto.
– Tranquilo, no seremos visibles, recuerda que dentro de unos días ya seremos otros; además, siempre habrá gente que nos sirva de pantalla. No os lo he dicho, pero mi único sueño es hacerme con esas tablillas… ¡Dios, lo que daría por encontrarlas!
– Vosotros no le habéis tenido que aguantar estos años a cuenta de las tablillas de Jaran -se quejó Heinrich-, pero no ha habido día en que no haya dejado de hablarme de ellas, ¡está obsesionado!
– Lo que tenemos que tener claro es lo que vamos a hacer y cómo. Me parece importante que ideemos la manera de ponernos en contacto. En cuanto a las tablillas de Jaran… las compartiré con vosotros, claro está, pero dejad que sea yo quien me encargue primero de encontrarlas y después decidir qué hacer con ellas -exigió Alfred.
– Por mí, sea -concedió Heinrich.
– ¿Qué será del Führer?
– Supongo que no te vas a poner sentimental, ¿verdad, Franz? Tanto nos da. No podemos asociarnos con un perdedor. Tenía una idea grande para Alemania pero no ha sabido ganar la guerra, de manera que sería absurdo dejarnos vencer con él -fue la respuesta fría de Georg.
– Pero ¿dónde está? -insistió Franz.
– Parece que le han convencido para que se instale en el bunker, no lo sé, pero tampoco me importa; yo me largo de aquí lo mismo que vosotros. ¿Creéis que a él le preocupamos algo cualquiera de nosotros? Salvémonos los que podamos, es lo único que cabe hacer. Él ya tiene su sitio en la historia.
Se despidieron sabiendo que pasaría mucho tiempo antes de que pudiesen volver a verse, pero se juraron lealtad hasta el fin de sus días, regocijándose del negocio ideado por Alfred. Iban a robar, a arrebatar de las entrañas de Oriente sus más preciados tesoros; tanto les daba a quién pertenecieran, estaban dispuestos a venderlos al mejor postor, y sabían que siempre encontrarían coleccionistas carentes de escrúpulos y ansiosos por poseer piezas únicas, fuera del alcance del común de los mortales.
En Mauthausen no terminaba de llegar la primavera. Hacía frío y los prisioneros, más muertos que vivos, observaban la inquietud de sus guardianes convencidos de que estaba a punto de ocurrir algo. En los últimos días los centinelas se mostraban más brutales y les disparaban a poco que tropezaran.
Alfred Tannenberg contemplaba el exterior del campo desde la ventana del despacho de Zieris. La noche había traído consigo una helada y los centinelas que guardaban el campo se frotaban las manos inquietos. Alfred y Heinrich habían llegado apenas una hora antes a Mauthausen y acudieron de inmediato al despacho de Zieris para enseñarle los papeles con sus nuevas órdenes. El comandante del campo les había escuchado con curiosidad, sin atreverse a hacer preguntas que estaba seguro que aquellos oficiales tan bien relacionados esquivarían. Ya intentaría él averiguar por sus propios medios por qué los dos oficiales habían sido requeridos para misiones fuera de Austria, en un lugar indeterminado.
Apenas se despidieron de Zieris, Heinrich y Alfred Tannenberg se dirigieron a sus casas, situadas fuera del campo en el encantador pueblo que le daba nombre, Mauthausen.
En poco menos de dos horas Heinrich había hecho el equipaje y recogido todas sus pertenencias personales de la casa donde había vivido los últimos años bajo los cuidados de fräulein Heines. El ama de llaves había dejado escapar una lágrima al saber que aquel educado oficial de las SS se marchaba y previsiblemente no regresaría nunca más, pero entendió que no eran momentos para sentimentalismos y ayudó a su señor a guardar sus pertenencias en dos maletas y un baúl. Luego, en el momento de la despedida, él le deslizó unos cuantos billetes que, le dijo, la ayudarían hasta que encontrara otra casa donde prestar sus eficaces servicios.
Quince minutos después Heinrich llamaba con fuerza a la puerta de la casa de Tannenberg. Cuando su amigo abrió supo que pasaba algo que le preocupaba sobremanera. Sabía que Greta, la esposa de Alfred, estaba esperando un hijo, pero aún faltaban un par de meses para que diera a luz.
– ¿Qué sucede? -preguntó Heinrich, sin ocultar la alarma que le producía el rostro circunspecto de Alfred.
– Greta…, está mal, muy mal. He mandado llamar al médico. Espero que no pierda a nuestro hijo, no se lo perdonaría…
– ¡Vamos, no digas eso! Déjame verla…
– Pasa, pero no te aconsejo que entres en el cuarto, la criada está intentando ayudarla…
– Entonces no me quedo, debo irme y tú también. Recuerda que Georg quiere que mañana estemos lejos de aquí.
– No te preocupes, regresa a Berlín y coge tu avión a Lisboa, yo… yo veré qué puedo hacer, pero ahora no me queda otro remedio que permanecer aquí.
– ¡Georg dijo que saliéramos cuanto antes!
– Georg no tiene una esposa embarazada, de manera que haré lo que pueda, y en este momento no puedo irme.
– Tienes que pasar la frontera mañana por la noche… -insistió Heinrich.
– No sé si podré, pero tú vete, hazme ese favor, vete cuanto antes de aquí; no estaré tranquilo hasta saberos a todos a salvo.
Se fundieron en un largo abrazo. Les unía no sólo la infancia y los años de universidad, también los años vividos en Mauthausen les habían marcado para siempre. Habían hecho del dolor ajeno su mejor diversión, tanto que habían perdido la memoria sobre el número de prisioneros a los que personalmente habían torturado y asesinado.
– Nos volveremos a ver -aseguró Alfred.
– De eso estoy seguro -le respondió Heinrich.
El médico tardó en llegar y cuando lo hizo Alfred le amenazó con que pagaría cara la tardanza. Greta lanzaba alaridos de dolor y la criada había sido incapaz de prestarle ayuda alguna.
Durante una hora Alfred esperó en la cocina bebiendo aguardiente mientras el médico luchaba por salvar la vida de su hijo y de Greta. No rezó pidiendo ayuda a Dios porque en nada creía, de manera que durante esa hora hizo un plan para intentar salir cuanto antes de Austria, ya que esa noche no podría hacerlo tal y como Georg lo había previsto.
Cuando vio al médico en el umbral de la puerta y detrás, llorando, a la criada, supo que algo había salido mal. Se levantó de la silla y acercándose al doctor esperó a que éste hablara.
– Lo siento, ha sido imposible salvar a la niña, y su mujer… bueno, el estado de la señora Tannenberg es muy delicado. Debería trasladarla a un hospital, ha perdido mucha sangre; si la deja aquí, no creo que pueda aguantar.
– ¿La niña? ¿Era una niña? -acertó a preguntar rojo de ira.
– Sí, era una niña.
Alfred Tannenberg abofeteó al médico y éste no se resistió. Nunca habría osado enfrentarse a un oficial de las SS y mucho menos a un hombre como aquél, cuya mirada revelaba que no conocía ningún límite.
Tampoco se atrevió a moverse, de manera que aguantó en pie, con el rostro enrojecido por el golpe y la vergüenza, sintiendo un dolor insoportable en el oído.
– Consiga una ambulancia, ¡hágalo ya! -gritó Tannenberg-. ¡Y usted -le dijo a la criada-, vaya con mi esposa!
La mujer salió deprisa de la cocina, temiendo que la golpeara también a ella. Greta gemía medio inconsciente llamando a la hija perdida.
La ambulancia tardó en llegar otra hora más y para entonces Greta había entrado en un estado de inconsciencia profundo que a Tannenberg se le antojaba cercano a la muerte.