Cuando Alfred, Georg, Heinrich y Franz acabaron su período de formación en la napola y pasaron el examen de grado tuvieron que decidir hacia dónde encaminaban su futuro, si hacia el ejército, el partido, la administración y la industria o hacia la vida académica. En el caso de los cuatro no hubo dudas, sus padres no les dejaron opción y acordaron que debían incorporarse a la universidad y obtener un doctorado.
Los cuatro ansiaban contribuir a cambiar la empobrecida Alemania, aunque ninguno de ellos carecía de nada.
El padre de Alfred era empresario textil. El de Heinrich abogado, al igual que el de Franz, mientras que el de Georg era médico.
Adolf Hitler era su héroe, también el de sus padres y el de la mayoría de sus amigos. Creían en aquel hombre como si de un dios se tratara, y vibraban con sus arengas convencidos de que cuanto decía haría grande a Alemania.
Se pusieron de acuerdo sobre lo que iban a decir y guardaron las tablillas cuidadosamente. Le pedirían al profesor Keitel, un fiel seguidor de Hitler y miembro como ellos de aquella expedición arqueológica, y un estudioso de la escritura cuneiforme, que les desvelara el contenido exacto de aquellas tablillas.
El profesor Keitel estaba en deuda con el padre de Alfred. Su familia había trabajado en la fábrica textil, y él mismo lo había hecho hasta lograr ingresar en la universidad gracias al señor Tannenberg, que también le había apadrinado moviendo influencias para conseguirle un puesto de profesor ayudante. Desgraciadamente le habían colocado junto al profesor Cohen, un judío al que despreciaba con toda su alma, pero el profesor Keitel aguantó la humillación que suponía trabajar con un judío a la espera del día en que éstos fueran desplazados de la sociedad.
Con paso apresurado y gesto compungido llegaron al campamento instalado cerca del lugar donde estaban desenterrando restos milenarios.
Interpretaron a la perfección el papel de jóvenes sorprendidos por la tragedia.
Relataron, sin dar muchos detalles, cómo habían encontrado los cuerpos de los profesores y del pobre Ali.
El profesor Wesser les había avisado de que iba a ir a echar un vistazo a la zona donde estaba el viejo pozo.
El profesor Cohen le comentó a Alfred que estaba preocupado por la tardanza de su colega y que iba a buscarle acompañado por el pequeño Ali. Como no regresaban Alfred se había acercado al pozo seguido de Georg, que quería entregarle el telegrama que había recibido de su casa. Cuando llegaron se encontraron con los profesores muertos lo mismo que Ali. No sabían qué había pasado, pero, dijeron, estaban conmocionados.
Acompañados de otros arqueólogos y estudiantes regresaron al pozo para ayudar a recoger los cadáveres del profesor Cohen y del profesor Wesser. Algunos de los miembros de la expedición no pudieron soportar el espectáculo de los dos ancianos muertos y no hicieron nada por ocultar sus emociones.
Alfred y Georg interpretaron el papel de discípulos compungidos sin perder la compostura. Para ninguno de sus condiscípulos y del resto de los profesores era un secreto que a ellos no les gustaban los judíos, pero hicieron pública manifestación de dolor porque dijeron que no deseaban que los dos hombres hubieran encontrado ese final.
El profesor Keitel, a instancia de los jóvenes, se convirtió en un improvisado jefe de la expedición arqueológica. Fue él el encargado de dar cuenta del crimen a las autoridades locales y de enviar un mensajero al cónsul alemán para explicar los desgraciados hechos y recabar su ayuda para que se comunicase a la familia de los desgraciados la fatal noticia.
El profesor Keitel anunció además que daba por terminados los trabajos de la expedición, puesto que Alemania estaba en guerra y la patria les podía necesitar.
Cuando a finales de octubre llegaron a Berlín, el profesor Keitel ya había logrado descifrar el secreto de las tablillas: un tal Shamas aseguraba que el patriarca Abraham le iba a contar la historia de la creación del mundo. Antes de salir de Jaran habían intentado la búsqueda de esas tablillas misteriosas sin encontrar su rastro, pero los cuatro amigos juraron que pronto regresarían para dar con ellas, aunque tampoco volvieron a su país con las manos vacías. Bien es verdad que el profesor Keitel hizo la vista gorda ante el robo de sus cuatro protegidos, que escondieron en su equipaje algunos de los objetos desenterrados en la arena de Jaran.
– No, Alfred, no, no permitiré que te alistes en el ejército. Debes continuar tus estudios, hay otros cuerpos donde puedes ser igualmente útil.
– Alemania me necesita.
– Sí, pero no combatiendo. Aún debes de terminar tu formación.
– Georg se va a incorporar esta misma semana, y Franz y Heinrich lo mismo.
– ¡Vamos, hijo! ¿No creerás que sus padres se lo van a permitir? Piensan lo mismo que yo, que primero debéis de obtener doctorados en la universidad. Alemania necesita hombres bien formados.
– Alemania necesita hombres dispuestos a morir.
– Para morir sirve cualquiera, y Alemania no se puede permitir que mueran sus mejores jóvenes.
Herr Tannenberg clavó la mirada en su hijo sabiendo que no había logrado vencer su tozudez. Obedecería, claro, pero sin rendirse, insistiendo y argumentando su obligación de servir a la patria en el frente.
– De acuerdo, padre, haré lo que dices, pero me gustaría que reconsideraras tu decisión; al menos piénsalo.
– De acuerdo, Alfred, lo pensaré. Ahora habla con tu madre. Está organizando una velada musical y quiere que asistas. Vendrán los Hermann con su hija Greta. Ya sabes que pensamos que esa joven es idónea para ti. Sois iguales, arios puros, fuertes e inteligentes, una pareja que dará los mejores hijos a nuestro país.
– Creía que querías que me concentrara en mis estudios.
– Y es lo que tu madre y yo queremos, pero ya tienes edad de empezar a cortejar a una muchacha con la que casarte un día. Nos gustaría que esa muchacha fuera Greta.
– No tengo interés en casarme con nadie.
– Comprendo que a tu edad todavía no quieras comprometerte, pero con el tiempo lo tendrás que hacer, y es mejor que vayas pensando en lo que es mejor para ti.
– ¿Tú elegiste a mi madre o tu padre la eligió por ti?
– Esa pregunta es una impertinencia.
– No, no lo es, padre, sólo quiero saber si es tradición familiar el que los padres decidan con quién deben casarse sus hijos. Pero no te apures, tanto me da Greta que cualquier otra. Al menos Greta es bonita, aunque rematadamente tonta.
– ¿Cómo te atreves a decir eso? Algún día será la madre de tus hijos.
– Yo no he dicho que quiera casarme con una mujer inteligente, prefiero a Greta, ¿sabes?, incluso creo que tiene una cualidad: siempre está callada.
Herr Tannenberg dio por terminada la conversación con su hijo. No quería seguir escuchándole arremeter contra la hija de su amigo Fritz Hermann.
Fritz era un destacado oficial de las SS, un hombre cercano a Himmler, que había compartido con él muchas jornadas en el castillo de Wewelsburg, cerca de la histórica ciudad de Paderborn, en Westfalia.
Allí se reunía una vez al año la élite de las SS, el capítulo secreto de la orden. Cada miembro tenía un sillón con una placa de plata en donde estaba grabado su nombre. A Herr Tannenberg le constaba que su amigo Fritz tenía su propio sillón, porque formaba parte del grupo de los elegidos.
Gracias a su amistad con Fritz Hermann, su pequeña fábrica textil tenía beneficios y no sufría las consecuencias de la crisis en la que estaba inmersa la economía alemana.
Fritz Hermann había recomendado a sus superiores que encargaran algunas prendas de ropa del ejército a la fábrica de su amigo Tannenberg, y éste había comenzado a confeccionar las corbatas y camisas de los SS.
Pero Tannenberg quería hacer aún más estrecha la relación ventajosa que mantenía con Fritz Hermann; para ello, nada mejor que sellar su alianza con una boda, la de su hijo mayor Alfred con la hija mayor de Hermann.
Greta no era la más agraciada de las jóvenes aunque tampoco era fea. Rubia, con ojos azules demasiado saltones y piel blanquísima, la muchacha tenía tendencia a la gordura, que se reflejaba en sus manos regordetas. Su madre, la señora Hermann, sometía a su hija a estrictos regímenes para controlar su tendencia al sobrepeso, y su padre la obligaba a hacer ejercicio físico con la vana esperanza de estilizar sus miembros.
Lo que nadie podía negar a Greta es que era una virtuosa del violonchelo. Sus padres habían intentado en vano que aprendiera a tocar el piano como el resto de las jóvenes de su posición, pero Greta se había mostrado inflexible hasta conseguir el permiso paterno para recibir clases de chelo. Por lo demás, era una hija obediente que jamás había dado el más mínimo problema a sus progenitores. Sus tres hermanos, de diez, trece y quince años, la adoraban porque, a pesar de que sólo tenía dieciocho años, tenían en ella a una segunda madre.
En la universidad ya no quedaban profesores judíos. La mayoría había tenido que huir dejando atrás todas sus pertenencias; los que se habían quedado convencidos de que al final la razón se impondría puesto que nada habían hecho y eran tan buenos alemanes como el que más, ahora estaban en campos de concentración. Por eso no importó a nadie que no regresaran de Jaran ni el bueno del profesor Cohen ni el bueno del profesor Wesser. En realidad los dos ancianos, aunque máximas autoridades de la lengua sumeria, estaban apartados de toda actividad docente, y si fueron a Jaran fue porque el director de la universidad, del que los alumnos sospechaban que pudiera tener sangre judía, había logrado sacarles dos años antes de Alemania haciéndoles participar de esa misión arqueológica.
Les había mantenido en Jaran durante los dos últimos años, aun cuando los participantes de la misión regresaban a Alemania una vez terminados los meses previstos de trabajo. Desgraciadamente, los dos ancianos profesores habían encontrado la muerte en aquella región del norte de Siria.
Alfred había invitado a sus amigos a la velada musical organizada por su madre. Pensaba que así se le haría menos gravosa la obligación impuesta por su padre. Le gustaba la música, pero no aquellos conciertos en casa, en los que su madre se ponía al piano y sus amigas y sus hijas tocaban otros instrumentos intentando sorprenderles con piezas que habían ensayado durante semanas.
Admiraba a su madre; en realidad creía que no había ninguna mujer más hermosa que ella. Alta, delgada, con el cabello castaño y los ojos de color gris azulado, Helena Tannenberg era una mujer con una elegancia natural que siempre despertaba murmullos de admiración por dondequiera que fuera.