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Capítulo 17 UNA OLLA A PUNTO DE ESTALLAR

Los periódicos del día siguiente traían la noticia. También la repetían con insistencia en la radio, y en algunas televisiones. Describían el objeto y el maletín de plomo que debía contenerlo, y advertían que bajo ningún concepto debía abrirse este último. La versión oficial decía que alguien había robado la furgoneta donde estaba el maletín, en Guadalajara, aunque no se descartaba que el vehículo hubiera podido salir de la provincia. El objeto era inocuo dentro del maletín, pero fuera de él podía provocar graves quemaduras y causar en muy poco tiempo lesiones mortales. No había ni una línea sobre la central nuclear. Alguien, sin duda a petición de sus propietarios (y quizá con buen criterio, en tanto no se completaran las investigaciones), había decidido neutralizar por el momento el escándalo.

Le había rogado a Dávila que me mantuviera al corriente de lo que descubrieran. Sobre todo, me interesaba saber si lograba confirmar la hipótesis que me había apuntado cuando nos despedíamos, y en qué momento podía considerarme relevado del secreto que me había impuesto. A Chamorro le encomendé que sin quebrantar el sigilo prometido a Dávila hiciera ciertas averiguaciones sobre las características y los efectos de aquella clase de material radiactivo. Por lo que pudo sacar de su conversación con un experto en energía nuclear, la potencia de la fuente era tal que una breve exposición a ella, sin la interposición de ninguna clase de blindaje, era capaz de achicharrar literalmente al desaprensivo. Mediante la utilización de una barrera insuficiente, y dependiendo del grosor de ésta, podía provocarse casi a discreción una variada gama de daños, a plazo corto o medio. Le pedí a Chamorro que profundizara e hiciera un inventario de esos daños.

Por mi parte, y para aprovechar al máximo nuestra escasez de tiempo y recursos, me ocupé de otra pista diferente. Ella fue la que me llevó aquella mañana a la plaza de la Lealtad, donde por un sarcasmo demasiado notable para ser casual se encuentra en Madrid la Bolsa de Valores.

Según había podido informarme, Patricia Zaldívar trabajaba en una sociedad de valores, donde tenía un puesto de cierta importancia. Imaginé que la suculenta fortuna de su progenitor, en parte invertida a través de esa misma sociedad de valores, le habría despejado convenientemente el camino. Así la niña se convertía en una experta en finanzas e inversiones, habilidad que no le iba a ser desde luego inútil en un futuro cercano. Patricia, y esto me sorprendió, era la única hija de Zaldívar y por tanto la heredera universal de todos los bienes y derechos que éste había ido juntando.

La sociedad de valores tenía sus oficinas en uno de los edificios de la propia plaza, muy cerca del Ritz. Cuando llegué eran aproximadamente las doce, y dudé si debía esperar a que la hija de Zaldívar saliera a almorzar o abordarla directamente en su oficina. Cada opción tenía sus ventajas y desventajas. Seguía sopesándolas, sin acabar de decidirme, cuando vi a Patricia salir por la puerta del edificio. Iba muy elegante, con un traje de chaqueta gris humo, la falda bastante corta. Llevaba los brazos cruzados y en la mano un teléfono móvil. Echó a andar negligentemente hacia el hotel.

En una investigación policial las oportunidades hay que cogerlas al vuelo, así que la seguí sin vacilar. Patricia rodeó el hotel, cruzó la calle y siguió hacia el museo del Prado. Yo caminaba siempre unos treinta metros por detrás, preguntándome adonde se dirigiría. Al llegar a la esquina del museo pensé que torcería a la derecha y cruzaría el paseo. Al otro lado hay tiendas y cafeterías y cualquiera de ellas me parecía un destino verosímil. Pero ella siguió de frente y pasó sin detenerse a lo largo de toda la fachada del museo. Una vez que lo rebasó, se fue en diagonal hacia la izquierda. Mantuvo esa dirección hasta desembocar en la puerta del Jardín Botánico.

Pagué mi entrada medio minuto después de que ella pagara la suya. Tiempo suficiente para que se internara por un sendero lateral y perdiera su pista momentáneamente. Un poco más tarde la encontré sentada al pie de un gran árbol. Miraba hacia arriba, con la cara bañada por el sol. Era una agradable mañana de octubre, ni muy fría ni muy calurosa.

Me acerqué a ella sin prisa, para que me viera venir. Al principio ni me miró, pero cuando estuve a unos tres o cuatro metros me pareció que se fijaba y trataba de localizar mi cara en la bruma de su memoria.

– Buenos días. ¿Te acuerdas de mí? -pregunté, lo más distendido posible.

– Sí, pero no caigo -repuso, aún despistada.

Saqué mi cartera y le mostré la identificación.

– El guardia -dije.

Patricia asintió durante un par de segundos, en silencio. Cuando volvió a hablar, parecía otra persona. Volvía a ser la chica que salía de la piscina, desparpajada y deseosa de tener el control de la situación.

– Qué casualidad -exclamó-. No suponía yo que los guardias venían a pasearse por aquí. Quizá me equivoque, pero me parece que éste es un lugar demasiado decadente para un servidor del orden.

Podía haberle contado algo sobre las mañanas de facultad que me saltaba las clases y me iba a allí a leer a Proust, pero no vi qué iba a aportarme semejante confidencia. Por fortuna para quien quiere mantener oculta su verdadera personalidad, la gente tiende a manejar respecto de los demás un puñado de burdos retratos robot, a los que en ocasiones como aquélla resulta preferible dejar creer al otro que uno se ajusta sin desviaciones.

– Tampoco imaginaba yo que las ejecutivas se escapaban del trabajo a media mañana para sentarse a la sombra de un árbol -dije, por secundarla en su aproximación superficial a la realidad del prójimo.

– ¿Quién te ha dicho que soy una ejecutiva?

– Vistes como si lo fueras. Y soy guardia. Puedo enterarme de cosas. O mejor dicho, tengo que hacerlo.

Patricia entornó los ojos.

– ¿Debo entender que estás aquí en misión oficial?

– No sé bien -me encogí de hombros-. ¿Cómo preferirías tú que estuviera? Hasta cierto punto, puedo dejarte elegir.

– Me es indiferente -repuso, apartando la vista-. Yo estaba aquí, con mi árbol. Y ésa era toda la compañía que buscaba.

Miré hacia lo alto.

– Un buen árbol, sin duda -admití.

– No es un buen árbol -me corrigió, repelente-. Es el árbol más formidable de Madrid. Y no sólo por el tamaño, sino por lo increíblemente perfecta que es su forma. Fue una gran idea traerlo del Cáucaso.

Miré la plaquita negra que había al pie del árbol, y que en efecto le adjudicaba esa procedencia. En cuanto al juicio que Patricia hacía sobre él, no estaba a la distancia adecuada para poder apreciarlo con perspectiva, pero aun así era perceptible el garbo y la simetría de su inmensa fronda.

– Además, como todos los árboles realmente nobles -siguió explicando-, éste es de hoja caduca. Los pinos, los eucaliptos y toda esa basura que siembran ahora, están más cerca del hongo que del árbol. Los árboles de verdad se mueren durante el invierno. Así consiguen el vigor y la plenitud de la primavera. El que más vive es el que menos teme morir.

– Nunca lo había pensado.

– No entendemos mucho a los árboles -dijo, abstraída-. Por eso ellos duran cientos de años y nosotros no. Lo paradójico es que nosotros somos los únicos de quienes ellos deben cuidarse. A éste, sin ir más lejos, estuvieron a punto de matarlo hace treinta años, embistiéndolo con un camión.

– Habría sido una lástima -opiné, sinceramente.

Patricia se quedó en silencio, manoseando sin fuerza su teléfono móvil.

– En fin, señor guardia -dijo, repentinamente distante-. Ya sabe por qué he venido aquí. En otoño me escapo siempre que puedo. Me gusta ver cómo cambia el color de las hojas, de un día para otro, hasta que se caen. Quince minutos aquí me descansan mucho más que lo que hacen mis compañeros, parar a tomar un café recalentado en el microondas de la oficina. Lo que me gustaría saber ahora es para qué ha venido usted.

– Preferiría que siguiéramos tuteándonos -dije.

– Claro -concedió-. ¿Para qué has venido?

– Ya te lo imaginas.

Patricia me observó, recelosa.

– Trinidad Soler -dijo, sin énfasis-. ¿Algo nuevo en la investigación?

– No mucho -me lamenté-. Por eso necesito tu ayuda.

– Bueno, ya hablaste con mi padre -se desentendió-. Él es el que tenía negocios con Trinidad, o al revés, como prefieras ponerlo. No sé, ve a verle otra vez. Si él no puede ayudarte, yo puedo menos.

– ¿Estás segura?

Por primera vez, la hija de Zaldívar dudó del terreno que pisaba.

– Oye, señor guardia -se rehizo-. Me estás estropeando mi poco rato de descanso. Para un día que llevo ya diez minutos sin que me suene esta mierda -y alzó el teléfono móvil-. Dentro de otros cinco tendré que levantarme, y la verdad, no me gustaría pasármerlos tratando de adivinar con qué letrita empieza la cosita de tu veoveo.

En ese momento sonó el teléfono móvil.

– ¿Lo ves? Joder -renegó-. ¿Sí? Sí, soy yo. No, sí, puedo hablar.

Escuchó durante medio minuto, y estuvo hablando durante otro medio. Instrucciones precisas, cortantes, rectificadas sobre la marcha.

– Me llamas si tienes algo -ordenó, antes de interrumpir la comunicación. Después, como si acabara de aterrizar de Marte, dijo-: ¿Por dónde iba? Ah, sí. Pues eso, que si quieres preguntarme algo en concreto, pregunta y te respondo, en el improbable caso de que lo sepa. Y si no, te agradecería que me dejaras en paz, con mi árbol y mis pensamientos.

– De acuerdo, te preguntaré -me avine, procurando aparentar que tenía todo el tiempo del mundo-. Y no te preocupes, que la pregunta es fácil y sí vas a sabértela. ¿Te importa que me siente?

– No, si no lo haces encima de mis piernas -bufó.

Por primera vez, pensé en Patricia como mujer. No era demasiado alta ni demasiado baja, ni demasiado guapa ni demasiado fea. Tenía el atractivo de su insolencia, de su cuerpo trabajado lo justo con pesas y con cirugía en la medida en que hubiera podido necesitarlo. En cuanto al aspecto ornamental, parecía evidente que no iba a una peluquería de barrio ni usaba cosméticos de rebajas, y su vestuario estaba a la altura de la ingente disponibilidad económica de que gozaba para surtirlo. Sopesé si era una mujer en cuyas rodillas me hubiera sentado, de no haber sido ella una sospechosa y yo un guardia en acto de servicio y obligado por tanto a la morigeración. Y tan sólo se me ocurrió una razón por la que me resultaba plausible la idea: cuanto más la miraba, más se me daba un aire a Blanca Díez.

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