En cualquier caso me acomodé al otro extremo del banco, bajo su implacable y contrariado escrutinio. Sonriente, anuncié:
– Y ahora, mi pregunta. ¿Por qué no le llamabas al móvil?
– ¿Qué? -preguntó Patricia, dejando al mismo tiempo que los ojos le cayeran y entreabiertos los labios.
– Al móvil -repetí, señalando el suyo-. Ya sabes, guardas el número en la memoria de tu aparatito y con sólo apretar una tecla le suena el suyo al otro, esté donde esté. No hay que dejarle el recado a nadie, con lo que evitas que luego lo cuente a quien no debe. Así es como hoy prefieren localizarse las parejas que pueden pagárselo. Es una maravilla, tenerse siempre a tiro de dedo el uno al otro. Al menos mientras se siguen soportando.
– Perdona, pero creo que no sé de lo que me hablas.
– No quiero que me acuses de volver a las adivinanzas -aclaré-, pero a estas alturas, ¿no crees que esa pose alelada está dejando de convenirte?
Patricia enmudeció y alzó la vista hacia su árbol.
– Maldita sea -rugió, furibunda-. ¿Qué es lo que sabes?
– Lo que sé es secreto profesional, querida -dije, para que viera que no sólo ella era capaz de tomarse confianzas-. Lo que importa es lo que quieras contarme tú ahora. Luego yo lo comparo y me sale blanco o negro. Blanco, te pido perdón y me largo. Negro, tardamos un poco más.
Volvió a sonar su teléfono móvil. Patricia hincó el índice, con saña, en el botón que servía para apagarlo. Después lo dejó apoyado en el banco y se pasó la mano por la frente varias veces. Era una mujer acostumbrada a tener las riendas, y se notaba que buscaba cómo recobrarlas.
– La pregunta es un poco tonta -juzgó al fin, despectiva-. Se ve que no has pensado mucho en ello. Por donde él se movía una buena parte del tiempo que pasaba en el trabajo no puede utilizarse el móvil. Para no interferir con otros aparatos, o porque los blindajes de las paredes impiden que haya cobertura. A mí me lo explicó él, pero tú eres Sherlock Holmes.
– Touché -reconocí.
– Qué fino, en francés -se mofó-. Vaya guardia peculiar.
– Soy un guardia, no un cabestro -advertí.
– Perdona, hombre -dijo, levantando las manos-. Bueno, ya lo he admitido. ¿Y ahora qué es lo que viene?
– Cómo, cuándo, cuánto, por qué -recité, implacable.
– Uf. ¿Todo eso? -fingió sentirse abrumada-. Sería demasiado largo.
– Hazlo corto. Cuenta sólo lo importante.
– Creo que lo único que no me has preguntado es dónde -dijo, demostrándome su rapidez mental-. Y eso suele ser importante. Le conocí en casa, una tarde que vino a ver a mi padre y el gran León se retrasó. Hablé con él, me cayó bien, le dije que me llamara algún día. Yo no doy muchos rodeos con los hombres. Por razones obvias, creo más en la venida del cazadotes que en la del príncipe azul, y tampoco tengo demasiado tiempo para dedicarles. Más o menos eso responde al cómo. El caso es que quedamos un día, me siguió gustando, quedamos otro, igual, y así sucesivamente. Duró lo que duró, ni mucho ni poco, un par de meses. Y estuvo bien, sin sobrar ni faltar. No apretaba su retrato contra mi pecho al claro de luna y tampoco se me abría la boca cuando estaba con él. Una cosa suave, razonable, c'est tout.
– ¿Cómo?
– Perdón, creí que hablabas francés. Eso es todo.
– Ah -entendí-. Sigue, por favor.
– No queda mucho. Creo que ya he contestado al cuánto. ¿Qué más? Bueno, sí, cuándo. A principios de año. Cuando murió hacía más de dos meses que no le veía. Lo dejamos como creo que debe hacerse, un apretón de manos y a correr, sin historias. Trinidad era un hombre con la cabeza en su sitio. No me hizo soportar las niñerías que me he tenido que comer con otros. Si se acaba, pues se acaba. Nada de no puedo vivir sin ti y gilipolleces por el estilo. Todos podemos vivir solos. Todos vivimos solos.
Patricia constató aquella verdad terrible con especial indiferencia, y tras hacerlo quedó en silencio, contemplando su árbol.
– Te falta algo -dije, al ver que no continuaba.
– ¿Sí? -dudó, o fingió dudar.
– Por qué -recordé.
– Ah, por qué -asintió-. La pregunta eterna. Yo me la hago poco, o la resuelvo a bote pronto, que no me parece peor que exprimirse los sesos. Para empezar, tengo dos requisitos inexcusables: ni gordos, ni mentecatos. Sé que ahora resulta incorrecto decirlo así de crudo, pero no trato de predicarle nada a nadie, es para mi consumo propio. Me deprimen la carne fofa y la gente sin inteligencia, qué le voy a hacer. Trinidad no presentaba ninguno de los dos inconvenientes, como quizá sepas. Y eso que no hacía deporte. Era un fenómeno de la naturaleza: algo tenía dentro que quemaba todo lo que comía. Un auténtico misterio, me daba una envidia horrorosa.
No se me escapó la ojeada que Patricia echó a lo que rebosaba moderadamente por encima de mi cinturón. Era una ojeada parecida a la que cada tanto echaba a mis pantalones o a mi americana, tasándolos en conjunto en una suma muy inferior a la que le había costado su pañuelo y sintiendo en el acto por mí una inevitable conmiseración. No me ofendía, porque a ella la habían educado en la creencia de que eso calificaba o descalificaba a las personas, y porque en mi creencia opuesta encontraba yo una providencial herramienta para vivir en paz con mi escueta fortuna material.
– Cumplidos esos dos requisitos mínimos -prosiguió Patricia-, la cosa es muy simple. Se prueba y surge la chispa, o no surge. Quieres mirarle, tocarle, y que te mire y te toque, o no. Si es que sí, adelante. Si no, puerta. No entiendo toda esa paliza de los melodramas. Es lo más fácil del mundo. Y si uno no te corresponde, siempre hay otros cien mil disponibles.
– De modo que con Trinidad surgió la chispa y él te correspondió -discurrí en voz alta, para cerciorarme de que había entendido.
– Pues sí.
– ¿Y qué le parecía a tu padre?
– ¿A mi padre?
– Sí -insistí-, a tu padre.
– Tengo casi treinta años, señor guardia -reveló-y. Hace ya unos pocos que no dejo que mi padre les ponga nota a mis novios. Para empezar, me cuido de decirle quiénes lo son o lo dejan de ser. Así no hay peligro.
– ¿Quieres decirme que tu padre no estaba al tanto?
– No.
– ¿Ni tu madre?
El semblante de Patricia se ensombreció de pronto.
– Puede que ella sí -dijo, amarga-. Si existe lo del cielo y les dejan mirar desde lo alto de una nubécula. Mi madre murió hace veinte años.
– Lo.siento.
– Bueno. Está asumido.
Aquella orfandad suya, y la viudedad que al mismo tiempo le correspondía a León Zaldívar, me dieron que pensar.
– ¿Y tu padre nunca pensó en buscarte una madre? -pregunté.
– Durante los primeros cinco o seis años, no -repuso-. Siguió con lo que estaba haciendo cuando mi madre se murió: trabajar como un animal y amasar su maravillosa fortuna. Luego vinieron los años dorados y entonces no me buscó una madre, sino cientos de ellas: rubias, morenas, pelirrojas. Al principio yo era más joven que ellas, pero en cierto punto las dos curvas se cruzaron y a partir de entonces fue al revés. En fin, no es una historia divertida, ni original, y además no veo qué puede importarte.
– No era mi intención fisgar -me excusé-. Volvamos a Trinidad Soler. ¿No te fue difícil esconderle esa relación a tu padre?
Patricia experimentó o afectó un gran asombro.
– Ni que mi padre fuera el dueño de la CÍA -exclamó-. Claro que no me fue difícil. El mundo es grande, y yo sé llevar las cosas en secreto. No íbamos nunca a los sitios a los que él suele ir, y punto.
– Sin embargo, no os privasteis de salir por el territorio de Trinidad.
– ¿Qué es el territorio de Trinidad?
– El Uranio, por ejemplo.
Tenía que apostar, y aposté, que ella sería la mujer morena de veintiocho o veintinueve años que la robusta camarera del Uranio decía haber visto varias noches en compañía de Trinidad. Patricia abrió mucho los ojos.
– Caramba -exclamó, estupefacta-. No eres tan mal detective, Sherlock.
– ¿No temíais encontraros a su mujer? ¿Te habló alguna vez de ella? ¿Qué era lo que te contaba de su matrimonio?
Patricia encajó impertérrita mi andanada de preguntas.
– Nada, señor guardia -replicó-. Su matrimonio era asunto suyo. Yo nunca le pedí que la dejara, ni esas tonterías que hacen las putillas que andan por ahí calentando a los casados aburridos. Lo mío es otro plan.
Lo dijo con una especie de mueca colérica, por si yo me había figurado lo contrario. No era el caso, naturalmente.
– Está bien, olvidemos a su mujer -acaté, visto lo visto-. Y perdona por mi insistencia en traer a colación a tu padre. Pero me interesa saber cómo crees tú que habría reaccionado si hubiera sabido lo tuyo con Trinidad.
Patricia me observó con una especie de cansancios También yo deploraba tener que asumir aquella tenacidad tan fastidiosa. En realidad, mi material genético como el de casi todos los vertebrados superiores con un mínimo volumen cerebral, me predispone al sopor y a la inacción.
– Pues mira -dijo-, no tengo ni puñetera idea. Pero a lo mejor le había gustado. Se llevaba bien con él. Hablaban mucho, y cuando Trinidad venía a casa se quedaba hasta las tantas. Alguna vez, desde la ventana de mi cuarto, vi a mi padre acompañar a Trinidad hasta el coche, con el brazo echado sobre su hombro. Los dos venga a reírse, la mar de compenetrados. Mi padre sabe ser encantador, cuando le da por ahí, y Trinidad tenía algo que movía a quererle en seguida. A lo mejor habría sido el yerno perfecto para el gran León Zaldívar. Si yo hubiera estado por la labor, claro.
– Y los negocios que Trinidad tenía con tu padre…
– No pierdas el tiempo -me atajó-. De los negocios de mi padre paso completamente. Se supone que un día será todo mío, y entonces ya veré qué hago. Pero en tanto me llega tamaña apoteosis, procuro llevar una vida lo menos aberrante posible. La primera regla que establecí con Trinidad fue que tan pronto como se le ocurriera mencionar a mi padre, puf, game over. Y la tuvo en cuenta. Charlábamos sobre cine, o sobre pájaros.
Patricia me miraba casi todo el tiempo a los ojos, sin arredrarse y sin que yo pudiera advertir en los suyos el más mínimo desfallecimiento. A aquellas alturas, las dotes de Trinidad para relacionarse con personas de carácter estaban más que acreditadas: Blanca, Zaldívar, ella. Una de las cosas que más me intrigaba era lo que podía ofrecerles aquel hombre, cuya fragilidad yo intuía en tantos detalles recopilados a lo largo de la investigación, desde sus crisis de angustia hasta la infortunada escaramuza con Ochaita.