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– Supongo que no me servirá de nada preguntarte por qué crees que murió -dije, resignado.

– Lo que yo creí en su momento -evocó Patricia, dócilmente-, fue que una noche quiso perder el control y que se le fue la mano. Y mientras no me convenzan muy mucho de lo contrario, eso es lo que seguiré creyendo.

Hablaba como si lo hubiera meditado. Y si mentía, lo hacía con gran oficio. En todo caso, fuera o no sincera, aquélla era, posiblemente, la última mujer a la que él había querido. Y al igual que había obtenido la de tantos otros, quise obtener su versión sobre Trinidad Soler:

– Voy a pedirte algo. Puede que te choque, pero creo que me será útil. Me gustaría que me lo describieras. Como persona, en dos palabras.

Patricia no se apresuró. No titubeó tampoco. Con voz firme, declaró:

– Por fuera, equilibrio y calma. Por dentro, una olla a punto de estallar.

Me quedé callado, dándole vueltas a aquella contundente descripción. Patricia aprovechó ese momento para ponerse en pie.

– Tengo que volver a mi oficina -advirtió-. Si no estoy detenida.

La miré desde mi extremo del banco, sabiendo que tenía que decidir en cuestión de segundos y que si la dejaba ir ya no volvería a tener la ocasión de sorprenderla. En mi cabeza se agolpaban, junto a las respuestas que ella había dado a mi interrogatorio, todos los indicios que en los últimos días habíamos ido reuniendo en una amalgama cada vez más agitada y confusa. Después de todo, no tenía nada contra ella. Quizá, pese a las expectativas que hubiera podido concebir cuando había ido a buscarla, tenía contra ella menos que contra nadie. Así que meneé la cabeza y dije:

– No, no estás detenida. Gracias por todo.

– De nada -respondió, y dando media vuelta, se alejó de allí.

La vi irse, abrazada a su teléfono móvil. Una niña caprichosa, de corazón insensible e insoportablemente altiva. Y a la vez, no terminaba de parecerme del todo mala. Pero tampoco lo bastante buena como para que a Trinidad le hubiera convenido tropezarse con ella. Aunque, bien mirado, quién era yo para enjuiciar eso. Sólo uno mismo sabe lo que le hace falta.

Me quedé allí todavía diez minutos, tratando de organizar mis desordenadas ideas. Después, como en sueños, volví a la oficina. Nada más cruzar la puerta, una Chamorro visiblemente alterada me salió al paso.

– ¿Qué hay? -pregunté, saliendo apenas de mi ensimismamiento.

– En primer lugar, ha llamado Dávila -dijo-. Ha hablado con sus jefes y les ha convencido de que no puede ocultarnos lo que sabe. Nos autoriza a manejar lo que nos contó, aunque nos ruega que evitemos hasta donde sea posible que la atención se dirija hacia la central. Pero eso no es lo gordo.

– ¿Lo gordo?

– Toda una noticia: tenemos un sospechoso menos. Por lo menos, a efectos de que puedan juzgarle. Ochaita murió anoche.

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