Capítulo 13 EL TOCAYO DE TOLSTÓI
Durante aproximadamente una semana, estuvimos recolectando aquí y allá diversa información sobre las pistas que se desprendían del interrogatorio de Rodrigo Egea y de la documentación que habíamos obtenido en el Registro Mercantil. En primer lugar, nos ocupamos de contrastar el incidente que Egea nos había relatado entre Trinidad y aquel tal Críspulo Ochaita. Para ello pedimos ayuda al puesto del pueblo donde habían sucedido los hechos. Nuestra gente no necesitó hacer ninguna indagación. El altercado, según nos contó el brigada que estaba al frente del puesto, había sido la comidilla del pueblo durante semanas. Al parecer, aquel Ochaita, un hombretón corpulento y, conforme había demostrado, con cierta propensión a la violencia, había sacudido como un pelele a Trinidad, de complexión más bien delgada y menor estatura. Había sido necesaria la intervención de media plantilla de la policía municipal para separarlos, y numerosos testigos respaldaban que Ochaita había proferido graves amenazas contra Trinidad. Pero nadie había presentado denuncia y el asunto había quedado en una anécdota un poco agitada para los anales del pueblo. La empresa a la que Trinidad representaba en aquel concurso seguía explotando pacíficamente y a plena satisfacción de la población la concesión de la recogida de basuras.
Sobre la trama empresarial de León Zaldívar, para quien Trinidad había estado trabajando, pedimos orientación a un par de expertos en delincuencia económica. Uno de ellos nos remitió al teniente Valenzuela, que cumplía funciones de enlace con la Fiscalía Anticorrupción. El teniente, un atildado oficial de academia de veintiocho o veintinueve años, nos recibió en su despacho impoluto, como sus zapatos diariamente lustrados con betún.
– ¿León Zaldívar? -dijo, con gesto adusto-. Menudo pájaro.
– ¿Por qué? ¿Qué hay contra él?
El teniente Valenzuela me observó con cierto recelo. Tal vez no me juzgaba merecedor de compartir la información que poseía sobre Zaldívar, o tal vez echaba de menos el mi teniente al final de la pregunta que le había formulado. A algunos oficiales de academia les excitan esas cosas.
– De momento, nada -dijo, tras un carraspeo quizá absolutorio-. Quiero decir que algunos tenemos la convicción de que está pringado en más de un asunto, pero ninguna prueba concluyente. Tiene abiertos varios procesos, algunos desde hace años. Diligencias interminables, recursos y más recursos, montañas de papel, pruebas periciales, humo que se va cubriendo de polvo en las estanterías de los juzgados correspondientes.
Me impresionó aquella metáfora casi conceptista de Valenzuela. Su tupé un poco rojizo estaba demasiado bien peinado, y siempre me cuesta prever que un hombre demasiado bien peinado pueda ser ingenioso.
– ¿Y qué tipo de asuntos son ésos que se le investigan, mi teniente?
– Cohechos, estafas, delitos contra la Hacienda Pública. También tiene algunas denuncias por coacciones y otro par de causas exóticas.
– ¿Causas exóticas?
– Injurias y calumnias. Es dueño de varios periódicos -el teniente recordó un par de nombres-. Los usa a discreción contra quienes se le atraviesan.
Valenzuela no era un tipo locuaz. Tampoco parecía demasiado inclinado a darme pormenores, y los pormenores eran lo que yo necesitaba. Comprendí que tendría que intentar implicarle en nuestra guerra.
– Verá, mi teniente -le confié-, si nos interesamos por León Zaldívar es porque alguien que trabajaba para él apareció muerto hace algo más de cuatro meses. Y tenemos buenas razones para pensar que fue un homicidio. -¿Cómo se llamaba el muerto? -preguntó el teniente, con curiosidad. -Trinidad Soler. Valenzuela meneó la cabeza.
– No me suena -dijo-. Desde luego no consta en ninguno de los sumarios que están abiertos, salvo que me falle ahora la memoria.
– Y un tal Rodrigo Egea, mi teniente, ¿le suena? -Ése sí. Está imputado en un par de cohechos. Relacionados con revisiones de planes urbanísticos. Pero son procedimientos que tienen muy poco futuro. Los archivarán un día de éstos, si no lo han hecho ya.
– Entiendo -dije-. El caso, mi teniente, es que en este momento de la investigación, aunque carecemos de indicios inculpatorios concretos, no podemos descartar a Zaldívar como sospechoso. Por lo que usted sabe de él, ¿podría ese hombre estar implicado en un caso de homicidio?
Valenzuela volvió a mirarme con poca fe, o eso se me figuró.
– Lo que sé, sargento, es que hasta la fecha no está procesado por nada de eso. Y tampoco tengo ninguna información que me permita creerle implicado en algo semejante. Por mis noticias, Zaldívar es un individuo muy listo, que no tiene demasiados escrúpulos y que siempre se cubre bien. Por un lado, puede que sea capaz de organizar un asesinato, quién sabe. Por otro, me parece que es demasiado astuto para verse enredado en algo así.
– ¿Qué quiere decir, mi teniente?
– Que buscaría otra manera más sofisticada de librarse de quien le estorbase. Empezó hace poco más de veinte años, casi de la nada. Ahora andará por los cincuenta y pocos y ya ha hecho miles de millones. Siempre a fuerza de darle al magín, y buscándole las vueltas a la ley, sí, pero sin pillarse nunca los dedos. Tiene quince o veinte abogados que sólo trabajan para él y una red impresionante de contactos en los sitios más inimaginables. Le sobran recursos para hundir a un hombre, sin necesidad de matarlo.
– Por lo que cuenta, no parece una presa fácil -observé.
– Desde luego, si vas a ir por él, ya puedes atarte los machos -advirtió el teniente-. Ni siquiera descartes que tu jefe reciba una llamada.
– ¿Le ha pasado eso a usted, mi teniente?
– No -dijo Valenzuela, distante-. Hasta ahora, todo lo que hacemos nosotros es acumular información. Con lo que tenemos, es prematuro atacarle. Los procesos que están en curso los impulsan otros.
– ¿Quiénes?
– Algún fiscal inexperto, y sus enemigos. Sobre todo uno: Críspulo Ochaita, un constructor de Guadalajara. Entre los dos tienen todo un fuego cruzado de querellas, denuncias y pleitos. Dan de comer a muchas togas.
– ¿Y eso? -indagué, haciéndome de nuevas.
– Son tal para cual. Ochaita se le parece, en parte, aunque es más tosco y su ámbito de actuación es más reducido. Han chocado en concursos municipales, obras, promociones. Ochaita se creía dueño de un cortijo en el que Zaldívar se le ha metido hasta la cocina. Y no es de extrañar que le haya mojado la oreja. Mi teoría personal es que los políticos corruptos prefieren a Zaldívar. Es más elegante, menos obvio que el otro. Para que te hagas una idea, Ochaita se pasea en un Lamborghini Diablo amarillo y organiza sin pudor comilonas y fiestorros bien surtidos de putas. A Zaldívar nos costará empapelarle, pero Ochaita caerá un día de éstos. Está bastante jodido en un par de procesos que tiene pendientes. Tanta chulería se paga.
Al teniente se le había ido soltando la lengua. Parecía bien enterado, y quizá le tentaba exhibir sus teorías. A veces sucede que a los sujetos más estirados los hace asequibles su vanidad intelectual.
– En fin, mi teniente -resumí-. Que por lo que veo estamos a punto de meter la mano en un encantador nido de avispas.
– No sé qué va a hacer, sargento -se inhibió, con cierta frialdad-, pero le recomiendo que mire muy bien dónde pone el pie.
– Bueno, algún punto débil tendrá el gran hombre -bromeé.
– ¿Zaldívar? Sólo uno conocido. Las mujeres -dijo, mirando mecánicamente a Chamorro-. Pero no le gustan las prostitutas, como a Ochaita. Él es un seductor. Regala flores, joyas, organiza viajes románticos para engatusar a su amada. Aunque ninguna le dure más de tres o cuatro meses.
– Ya me habría extrañado -opinó Chamorro, rompiendo el precavido silencio al que ante el teniente la inclinaba su baja graduación.
Con los informes que nos suministró Valenzuela, los papeles que habíamos reunido por nuestra cuenta y los testimonios de que disponíamos, Chamorro y yo nos encontramos en el centro de un bonito galimatías. Si cuatro meses atrás el problema era la falta de indicios que permitieran explicar aquella muerte, ahora la dificultad venía dada por la sobreabundancia. Por desgracia para el investigador y en beneficio del sospechoso, no puede acusarse a nadie en función de presunciones de verosimilitud, sino trazando una línea precisa que lleve de un hecho a otro y soportando debidamente cada uno de los puntos intermedios. A esos efectos, parecía más fácil ir por Ochaita, y bastante más dificultoso apuntar a Zaldívar. Por eso mismo, creí que era por este último por donde debíamos empezar.
Elegido Zaldívar, se abrían dos posibilidades: una, rastrear minuciosamente todos los procesos que tenía abiertos, tratar de hacer el inventario de todos los negocios en los que había recurrido a los servicios de Trinidad y buscar elementos que sirvieran para imputarle algún conflicto con el difunto; y dos, tirar por la calle del medio. No oculto que la naturaleza indolente y antojadiza de mi proceso mental se veía poderosamente atraída hacia la segunda vía, pero también tenía alguna razón para escogerla. La primera habría exigido muchas semanas y un equipo de gente que ni siquiera podía soñar que se asignara al caso. Bastante era que se me permitiera tener todas mis horas y las de Chamorro a disposición de la investigación.
Durante un tiempo, el que tardé en convencerme de la limitación de mi cerebro y sobre todo de mi deplorable falta de concentración, me interesó mucho el ajedrez. Ante todo me atraían esos problemas de finales con pocas piezas, en los que hay que administrar al máximo los escasos recursos. Al diseñar mi táctica frente a Zaldívar, me acordé de aquellos ejercicios.
El teléfono de su oficina lo conseguí a través de Rodrigo Egea, quien me lo facilitó sin ofrecer la más mínima resistencia. Supuse que a un hombre como Zaldívar era imposible acceder sin haber concertado cita previa, incluso anunciándose como agente de la autoridad. Para empezar, su secretaria (o la secretaria de su secretaria) me despejó diciéndome que el señor Zaldívar estaba de viaje. Eso sí, tomó muy amablemente mi número y mi nombre (del que sólo hube de deletrearle la última sílaba) y me aseguró que se pondrían en contacto conmigo ala máxima brevedad. Tres horas más tarde, cuando ya me disponía a irme a comer, sonó mi teléfono.
– ¿El sargento Bevilacqua? -indagó una bien modulada voz viril.
– Soy yo -respondí.