– Cierto -apreció Chamorro.
– Es como si de pronto se le hubieran ofrecido las oportunidades que antes no había tenido, y como si las hubiera peleado con una especie de rabia.
– Quizá estaba aburrido de su empleo -conjeturó mi ayudante-. Seguro, bien pagado, pero insuficiente para sus ambiciones.
– Hasta ahora no hemos hecho muy bien nuestro trabajo, Virginia -reconocí-. Casi no sabemos quién y cómo era el hombre cuya muerte tratamos de esclarecer. Nos ha engañado, como engañó a los demás.
– Bueno, como dices, ahora estamos en el camino.
– Lo malo -constaté, repasando mis notas- es que el camino tiene bifurcaciones. Egea, Ochaita, Zaldívar… Y sólo hemos empezado a escarbar.
Al día siguiente, Chamorro trajo una gruesa pila de documentos del Registro Mercantil. En los papeles de aquellas opacas sociedades aparecían como socios los nombres de otras sociedades no menos opacas, algunas de ellas gibraltareñas, panameñas o de Liechtenstein. Pero los administradores y apoderados eran personas y entre los nombres para nosotros desconocidos encontramos otros que no lo eran: León Zaldívar, en una sola ocasión; Rodrigo Egea, que aparecía una y otra vez; Trinidad Soler, siete nombramientos en los últimos dos años. Ordenamos como pudimos aquella telaraña, en la que había participaciones cruzadas y también circulares, esto es, sociedades que eran socios de sus socios. Acabamos la jornada con dolor de cabeza y con la sensación de tener por delante una tarea inabarcable.
Cuando Chamorro se fue, volví al expediente y recuperé la fotografía de Trinidad Soler, aquel muerto al que no conocía. Miré sus ojos, su sonrisa tenue y siempre benevolente. Y me forcé a recordar que él era el perdedor de la historia, y que por eso, pese a todo, yo debía seguir de su lado.