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Capítulo 14 UNA PIZCA DE POLVO DE ESTRELLAS

Tenía una razón para haber dejado a Chamorro al margen de mi entrevista con Zaldívar, y después de ésta, me pareció que la razón quedaba sobradamente ratificada. Aquella misma tarde me reuní con mi ayudante y le conté tan meticulosamente como pude lo que había hablado con el gran hombre. También le referí mi breve e imprevisto coloquio con su hija.

– Así que ella conocía a Trinidad -anotó Chamorro.

– Sí, pero no podría decirte cuánto. Por la manera en que habló de él, tampoco parecía que hubiera sufrido una pérdida irreparable.

– Pero respalda la versión de Zaldívar. Me refiero a que Soler debió de alcanzar efectivamente cierta confianza con él, cuando conocía a su familia.

– Si es que Zaldívar no le dio instrucciones a su hija para que estuviera nadando en la piscina y me endosara aquello -fantaseé-. Con él, yo no lo descartaría. Sea como sea, el hecho de que Zaldívar conociera o incluso apreciara a Trinidad no le excluye de nuestra quiniela. Debo reconocerle la solvencia con que ha superado el primer asalto, pero insistiremos.

– En todo caso -reflexionó Chamorro-, no tiró por el camino fácil. Cualquier otro habría tratado de arrojar sospechas sobre Ochaita.

– Lo que me habría hecho sospechar a su vez de él. Y lo sabe.

Mi ayudante adoptó una expresión cavilosa. Luego dijo:

– La que queda en mal lugar es la viuda, ¿no te parece? Es muy chocante que Trinidad llegara a alcanzar tanta intimidad con Zaldívar y que su mujer negara conocer a nadie aparte de su primo. Puedo creer que sus compañeros de la central nuclear estuvieran al margen de esa hiperactividad suya como negociante. Si utilizaba lo de los turnos y no era un bocazas, pudo arreglárselas para ocultarlo, aunque tuviera que esforzarse. Pero ¿cómo puedes impedir que se entere de ciertos pormenores la persona con la que vives? Algún día tuvo que sentirse eufórico, y hablarle a Blanca de los contactos que estaba haciendo. Esas cosas uno no puede evitar compartirlas.

Sopesé la conjetura de Chamorro. Era juiciosa y denotaba su sentido del detalle común, una habilidad insustituible para quien trata de avistar señales sospechosas. Observaciones como aquélla me hacían tenerle fe como investigadora y como ayudante, pero debíamos proceder con orden.

– No sabemos cómo era su relación -objeté-. Quizá no hablaban. Por lo pronto, nos consta que Trinidad pasaba muchas horas fuera de casa y que podía ser muy reservado. Tendremos tu reparo en cuenta, cuando volvamos por Blanca, si volvemos. Ahora toca Zaldívar, y más vale que le tengamos el respeto de no distraernos mientras nos ocupamos de él.

Fue relativamente difícil seguir los movimientos de Zaldívar sin que nos detectara el espeso aparato de seguridad que llevaba siempre alrededor. En más de una ocasión optamos pura y simplemente por perderle, antes que delatarnos. Sus jornadas eran por lo demás bastante iguales. Salía de casa muy temprano y llegaba a su oficina a las siete. A las Díez iba a jugar al tenis, dos horas, o al golf, cuatro. En el primer caso volvía a la oficina y estaba allí hasta las tres. En el segundo iba directamente a su casa a almorzar. Por la tarde volvía a la oficina y trabajaba de seis y media a nueve y media, algún día hasta las diez. Por la noche iba a cenar siempre solo al mismo restaurante, en el centro. Era un restaurante pequeño y monstruosamente caro. A las doce o doce y media estaba en casa. Y a la mañana siguiente, vuelta a empezar otra vez. Como mucho, debía de dormir unas seis horas durante la noche, aunque quizá se echara siesta en la sobremesa.

Durante los tres o cuatro días que mantuvimos el seguimiento, sólo hubo un hecho digno de reseñarse: una visita que Egea hizo a su casa. De todas formas, no resultaba anormal que después de hablar conmigo Zaldívar cambiara impresiones con su empleado. Por un momento consideramos la posibilidad de solicitarle al juez escuchas telefónicas, pero al final lo descartamos. En definitiva, no teníamos nada contundente para respaldar nuestra petición, y aun en el dudoso supuesto de que lográramos intervenir todas las líneas que pudieran interesarnos, habría sido muy raro que Egea o Zaldívar se fueran de la lengua por teléfono. Las escuchas valen sólo para los pardillos, o para los que se sienten absolutamente seguros.

Aguardamos hasta el viernes para pasar a la siguiente maniobra. Hicimos la reserva en el restaurante el jueves a mediodía, para no quedarnos sin sitio. Me ocupé de pedir yo la mesa, a nombre de Álvaro Ruiz-Castresana. Coló sin problemas, pero a Chamorro la asaltó en seguida un temor:

– Y si falla, ¿quién lo paga?

– Tú pide al sentarte una botella de agua -le aconsejé-. Si falla porque no viene, pasado un tiempo prudencial pides la cuenta, te levantas y te largas. Por una botella de agua tampoco pueden pedirte mil duros. Si falla porque viene y nada, pues te levantas igual. Te cagas en los muertos de Álvaro y el maître te compadecerá. O a lo mejor con eso entra el palomo.

– Para ti es fácil.

– No lo creas, Virginia -aseguré, y lo sentía.

El viernes a mediodía, al pasar por la oficina para terminar de preparar la función de la noche, me dijeron que tenía una llamada. El secretario del juzgado de Guadalajara que llevaba el caso de Trinidad Soler. Había dejado su número de teléfono. Me extrañó porque era la primera vez que el juzgado tomaba la iniciativa de llamarme. Marqué de inmediato aquel número.

– No se preocupe, es una consulta puramente rutinaria -me dijo el secretario, cuya voz transmitía una extraordinaria cordialidad-. Estamos haciendo alarde de asuntos en el juzgado, y su señoría me encarga que le llame para saber en qué estado están las investigaciones del caso Soler.

Superada mi sorpresa inicial, reaccioné como la situación requería. A fin de cuentas se trataba de la actuación lógica de un juzgado que instruía un caso de homicidio, aunque ésa no hubiera sido la tónica hasta entonces. Mi orgullo habría preferido que hubiera llamado el propio juez, pero me hice cargo de la distancia jerárquica y de lo muy ocupado que seguiría estando. Así que le referí al secretario cuáles habían sido nuestros avances y cuáles eran las pistas que estábamos siguiendo. Para que tuviera las últimas noticias, le anuncié que pensábamos acercarnos de incógnito a León Zaldívar, con intención de averiguar algo más y contrastar sus declaraciones.

– De acuerdo, muchas gracias, sargento -dijo el secretario, cuando hube terminado-. Pondré a su señoría al corriente. Si tiene alguna duda les llamará él, supongo. Buena suerte y buen fin de semana.

No era frecuente encontrarse en los juzgados gente tan atenta. Los funcionarios judiciales tienden a ser personas frías, cuando no ásperas. Será porque les toca ejercer poder sobre los demás, o porque tienen una actividad laboral un tanto repetitiva, o porque siempre van mal de tiempo. Quién sabe.

Tras atender disciplinadamente las demandas de la autoridad judicial, me centré en los preparativos de nuestra operación nocturna. Había que alquilarle a Chamorro una indumentaria apropiada, para lo que me habían facilitado una dirección idónea, el lugar al que recurrían los pretenciosos de Madrid cuando necesitaban galas de ocasión. Además de una ropa cara, creí que sería útil que llevara un micrófono, para poder seguir y grabar su conversación con Zaldívar. Nunca se sabía, aunque no esperaba nada excepcional. Ante todo, se trataba de verle sin careta, o con otra distinta.

Pasamos a recoger el vestido de Chamorro sobre las siete. Podía haberme inmiscuido, ya que era su jefe y tendría que gestionar que se nos reembolsara el gasto correspondiente, pero dejé que se dejara guiar por su gusto. Sobre el muestrario de su talla que nos ofreció la mujer que atendía el establecimiento, Chamorro escogió un vaporoso vestido malva, ni demasiado largo ni demasiado corto, con los hombros al aire y un escote palabra de honor. Me pareció recatado, pero me cuidé de decírselo. Aquella tarde debía encomendarme a ella, y confiar en alguien es confiar sin reservas.

Todas las que hubiera podido concebir, en cualquier caso, se disiparon cuando fui a recogerla a su casa, a eso de las nueve. La manera más breve en que puedo describir mi impresión es que me hirió indeciblemente no ser yo el hombre al que aquello estaba destinado. Chamorro se había recogido el pelo, una decisión aventurada, ya que sus facciones no eran quizá la clave de su atractivo. Pero el modo en que se había maquillado contribuía a hacer de aquel recogido un acierto. Dos sencillos pendientes y una mínima gargantilla de oro sobre su piel algo anaranjada, más la leve caída con que aquella tela malva colgaba de sus hombros, terminaban de convertirla en un cebo al que Zaldívar no iba a poder resistirse (ni tampoco, y esto era lo crucial, relacionarlo con la seca guardia de la que le habría hablado Egea).

– Portentoso, Virginia -capitulé.

– Gracias -dijo, esquivando mis ojos, pero sin poder hurtarme una sonrisa satisfecha-. Le pedí consejo a Nadia, la amiga del inspector Zavala.

– ¿En serio?

– Claro que no. ¿Tan poca fe tienes en mi propio criterio? -se quejó.

La dejé, consternado, en una esquina a unos cincuenta metros del restaurante. Era una de las primeras noches de octubre, y mientras la veía alejarse en aquella atmósfera ligeramente otoñal, me asaltó una nostalgia indefinida, como la que se siente por todo lo que uno ha deseado una y otra vez, sin llegar a poseerlo nunca. Por algún mecanismo perverso, eso es lo que termina añorándose, más que lo que de verdad se tuvo. El aire de Madrid, en otoño, tendía a producirme trastornos de aquella índole. Quizá porque es la estación en la que la ciudad se muestra más sugeridora, o quizá porque era entonces, en esa época indecisa entre la luz del verano y la desolación del invierno, cuando el adolescente que fui solía imaginar mujeres solitarias que caminaban por calles oscuras, como Chamorro aquella noche. Mujeres a las que, de haber existido y haberme atendido, probablemente no habría sabido qué pedir. Pero ahí estaba el secreto. Vi una película polaca que lo explicaba perfectamente. En ella, una mujer le preguntaba al chaval al que había descubierto espiándola qué era lo que quería de ella: si darle un beso, si acostarse con ella, si qué. El chaval respondía que no quería nada.

– ¿Me oyes bien? Si dejas de oírme, pita -irrumpió la voz de Chamorro en mis auriculares, sacándome de mi ensoñación. La oía, así que dejé que desapareciera tras la puerta del restaurante sin darle al claxon.

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