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– ¿A qué clase de fuerza se refiere?

– A la de un hombre que podía empeñar su mente y su voluntad en algo y perseguirlo sin tregua. Sobre todo, sin darse tregua a sí mismo. Eso es lo más difícil. Todos nos queremos demasiado, y tendemos a condescender con nuestras flaquezas al primer contratiempo. Trinidad no. Era implacable consigo mismo. Tanto que quizá se le iba la mano, a veces.

Medité las palabras de Zaldívar. Desde luego, no podía acusarle de tener una conversación trivial. Traté de volar algo más bajo:

– Si no entiendo mal, esa tarde vio que el señor Soler podría ser un buen auxiliar para sus negocios, y pensó en utilizarle más a fondo.

– Ésos son términos demasiado vulgares -reprobó Zaldívar.

– Es por simplificar -me excusé-. ¿Qué fue lo que le encargó?

– En gran parte, creo que ya lo sabe, por su conversación con Rodrigo. Aparte de los trabajos que hizo con las empresas que él lleva, me ayudó con algunas concesiones de abastecimiento de aguas y un par de proyectos más. Le nombré apoderado en varias de mis empresas, y administrador de otras dos o tres. Pero hablar de esto es bajar a una minucia sin mayor trascendencia. Al menos sin mayor trascendencia para mí. Durante el último año y medio, Trinidad fue el consejero al que consultaba los problemas que me preocupaban de verdad. No sólo me ayudaba a enfocar los negocios desde el punto de vista técnico. Para eso sobran las personas capacitadas. Sobre todo, me interesaba algo que escasea mucho: su criterio moral.

Creí haber oído mal. Zaldívar se dio cuenta de mi extrañeza.

– No se asombre tanto. Creo que un hombre de negocios debe moverse por algo más que por el dinero. Hay que desarrollar una sensibilidad de lo que se puede y no se puede hacer. De lo contrario, uno puede meterse en caminos indeseables, en los que a la larga, con independencia de lo que parezca a corto plazo, sólo puede perder. Trinidad me ayudaba a evitarlos.

Me paré un instante a organizar mis ideas. Temí estar dejando que Zaldívar levantara una estudiada cortina de humo.

– No crea que no percibo la importancia de lo que dice -aclaré, por no resultar demasiado desconsiderado-, pero los hechos puros y simples, y a eso debo ceñirme, sólo me hablan de una colaboración profesional que permitió al señor Soler aumentar espectacularmente su fortuna en muy poco tiempo, en gran medida a través de actividades especulativas y, por lo que hemos podido averiguar, hurtando al fisco gran parte de sus ganancias. Disculpe si le ofendo, pero no acabo de ver el lado moral del asunto.

Zaldívar no se conmovió en absoluto ante aquella observación. Casi pareció celebrar que hubiera cometido la zafiedad de formularla.

– Voy a hacerle una pregunta un poco peculiar, sargento, si me permite que invierta por un momento los papeles -dijo, dejando bien claro que el permiso se lo daba por concedido-. ¿Ha leído usted Guerra y Paz?

– ¿Cómo dice?

– Guerra y Paz, de mi tocayo León Tolstói.

– No -repuse, sin comprender a qué venía aquello-. Lo empecé, pero lo dejé a la cuarta batalla o a la cuarta fiesta, no recuerdo bien.

– Una lástima -opinó-. Siempre pregunto esto, porque tengo la pequeña manía de dividir a la gente entre quienes han leído y quienes no han leído ese libro. Hay una raya divisoria entre quienes soportan mil quinientas páginas de sabiduría continua y quienes se rinden a medio camino. Esperaba sinceramente que usted estuviera del otro lado de la raya.

– Lamento defraudarle. Sólo termino los libros que me mantienen la curiosidad. Y con eso no digo que Guerra y Paz sea malo.

– Sería muy osado por su parte -ponderó-. En cualquier caso, la frase que quería citarle debe de estar por la página veinte, así que seguramente la leyó, aunque acaso no la recuerde. La pronuncia el príncipe Andréi: Querido, no puede decirse en cualquier parte lo que uno piensa.

– Perdone, pero no entiendo a dónde quiere ir a parar.

– Tiene que ver con su comentario acerca de la moral. Le digo lo que usted antes, espero que no se ofenda, pero ya que me releva con su propia franqueza de la hipocresía que normalmente mantendría, le responderé que nunca esperé que un guardia civil tuviera la sutileza que se requiere para procurarse un sentido moral de los negocios. Naturalmente, es fácil ser un quijote y perder hasta la camisa. Lo difícil es tener una ética y ganar dinero. Para eso nadie le dará un código. Se trata de un camino personal.

En aquel momento traté de acordarme de la imagen que me había forjado de Zaldívar, antes de conocerle. Quizá me había representado a un fatuo, encantado de haberse conocido, algo embotado por su exceso de posesiones y enredado en una maraña de ideas fútiles. No estaba descontento de vivir en su pellejo, eso saltaba a la vista, pero pocos hombres me había tropezado con una mordacidad tan afilada. Lo malo era que se me escurría una y otra vez, y ése no era el objetivo. Tenía que reaccionar, y pronto.

– Todo eso que dice es muy interesante -admití-, y veo que debo intentar leer otra vez Guerra y Paz. Pero verá, señor Zaldívar, un guardia civil como yo, un hombre poco sutil, como bien dice, para penetrar en la dimensión ética de la actividad empresarial, siente por el contrario una insoportable comezón cuando reúne indicios que le sugieren que se las ve con un crimen y se encuentra de repente con un cotarro como el suyo. Dinero abundante, rápido, y al lado un muerto. No es muy complicada, pero es la ecuación que se repite una y otra vez. La vida tiende a imitarse en la sencillez.

Zaldívar reflexionó brevemente, con los índices unidos bajo la punta de su nariz. Luego tomó aire y dijo, con gesto incrédulo:

– ¿Espera que me autoinculpe de algo, sargento?

– Desde luego que no.

– Mejor. Porque en ese caso estaría perdiendo el tiempo de ambos.

– Lo que espero -repliqué-, a lo mejor, es que inculpe a otro. Alguien con quien el señor Soler, actuando en su nombre, tuviera problemas. O alguien que pudiera desearle a usted mal y que no pudiendo llegar hasta este jardín tan protegido, resolviera pegarle una patada en las indefensas partes del pobre Trinidad, un asesor de su confianza, como acaba de decirme.

Zaldívar se hizo el sorprendido.

– ¿Habla en serio? -dudó.

– Seamos claros, señor Zaldívar -propuse-. No puedo descartarle como sospechoso, porque todavía no sé lo suficiente del caso. Se hace cargo, supongo. Ya le he preguntado directamente por sus problemas con el señor Soler, y he podido observar su reacción; y le he preguntado indirectamente por lo que el difunto hacía para usted, y puedo contrastar su versión con lo que he averiguado por otras fuentes. Con eso tengo hecha la mitad del trabajo que me traía esta tarde aquí. Ahora tengo que hacer la otra mitad. Comprobar si se aviene a contarme si alguien más, aparte de Críspulo Ochaita, amenazó a Trinidad por hacerle ganar dinero a usted.

– Le agradezco la claridad, sargento -dijo, mientras me atravesaba con una mirada gélida-. Pero no creerá que soy tan imbécil o tan frívolo como para acusar a alguien de asesinato sin tener pruebas.

– Sólo por curiosidad, sin ninguna trascendencia oficial -traté de relajarle-. ¿Cree usted que Ochaita pudo organizarlo?

– Imagino que no desconoce las malas relaciones que hay entre esa persona y yo, cuando pregunta lo que me acaba de preguntar -contestó, sin precipitarse-. También sabe que hubo unas amenazas y un incidente desagradable con Trinidad. Y si se ha informado sobre esa persona, sabrá además que es algo impulsiva. Yo diría que un poco elemental, en más de un sentido. Quizá sea la clase de individuo que puede planear matar a un hombre, sin darse cuenta de lo que eso entraña. Pero me sorprendería mucho que se hubiera atrevido a tanto. Sólo es un cacique provincial en apuros.

No se me escapó su desprecio, probablemente cargado de intención.

– ¿Y pudo ser alguien más, aparte de Ochaita? -le insistí.

– No he acusado a Ochaita, ni lo haré con nadie más -advirtió-. Si supiera de alguien, habría ido a denunciarlo. O habría presentado una querella y habría puesto a mis mejores abogados a trabajar en el asunto.

Toda la campechanía de Zaldívar se había esfumado. Yo había acabado mi vaso de agua (él apenas le había robado un par de sorbos al suyo) y también sentía que no me quedaba nada imprescindible que preguntar. Me sentía un poco cansado, por la tensión de enfrentarle. Di por concluido el interrogatorio y Zaldívar se puso al instante en pie. Me acompañó a través de su formidable vivienda, hasta la gravilla donde seguía, avergonzado, mi mísero utilitario. Antes de separarnos, mientras recobraba por un momento su estudiada urbanidad, se permitió no obstante dirigirme un aviso:

– Espero que no tardarán mucho en aclarar todo esto. Si no, pondré a gente cualificada a trabajar en el asunto. No es que no me fíe de su competencia, pero no pienso quedarme sin saber la verdad.

A diferencia de él, yo no tenía el prurito de decir la última palabra. Asentí y me fui hacia mi coche. Al pasar junto a la entrada, camino de la salida, vi a Zaldívar, ya de espaldas, entrando en la casa muy derecho y con las manos en los bolsillos. Y dudé si aquel hombre era, hasta la fecha, quien más descaradamente me había mentido o quien más me había revelado acerca de la misteriosa personalidad oculta de Trinidad Soler.

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