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Capítulo 2 PARECÍA FELIZ

Veinticuatro horas pueden dar mucho de sí, en el curso de una investigación desempeñada por gente competente. A la mañana siguiente de encontrar el cadáver de Trinidad Soler, era aún muy poco lo que Chamorro y yo habíamos aportado, pero en aquello trabajaban por fortuna otras personas que se encargaban de compensar adecuadamente nuestra ineficacia.

Para empezar, el forense. Después de someter el cadáver a su atroz ceremonial, cuyos detalles tanto conviene que ignoren las familias de las víctimas, determinó como causa del fallecimiento un paro cardíaco. Así dicho, no era más que una circunstancia obvia y común a cualquier otra defunción. Pero al combinarlo con la lectura del formidable arsenal de sustancias tóxicas que espesaban la sangre del muerto, desde cocaína hasta bromazepam, pasando por un generoso aporte etílico, el dato se volvía mucho más elocuente. A los efectos que a Chamorro y a mí nos interesaban, sin embargo, esta revelación dificultaba más que allanaba el camino. Comprobar que alguien se ha muerto chorreando porquería por los cuatro costados no sirve de mucho, si no hay manera de saber si la tomó por propia voluntad o se la metieron en el cuerpo contra ella. Si el cadáver tiene magulladuras cabe pensar en lo segundo, pero la ausencia de marcas no implica necesariamente que el caso sea el contrario. Hay muchas maneras de obligar a alguien a ingerir lo que no quiere, sin necesidad de estropearle la carrocería. Es una simple cuestión de imaginación, y siempre hay quien la tiene de sobra.

Los policías científicos también proporcionaron resultados bastante precisos. En la habitación había impresiones dactilares de tres personas. Una era la limpiadora. Aquella mujer carecía manifiestamente de móvil, había razones inocuas para que sus huellas aparecieran en la cómoda, y estaba tan atribulada que prevaleció el criterio encomiable de renunciar a abrir con ella una línea de investigación. Las segundas huellas eran, cómo no, del propio Trinidad. Y las terceras, de alguien que a primera vista, y salvo error u omisión de los ordenadores, no figuraba en nuestras bases de datos ni en las demás a las que podíamos acceder. Estas terceras huellas, por cierto, aparecían también en el utensilio que se había extraído del cadáver.

Por su parte, Marchena y los suyos se habían encargado de localizar a la familia del difunto. No había sido del todo sencillo, porque no vivían en la dirección de Guadalajara que aparecía en el DNI de Trinidad Soler. Según les habían informado en esas señas, hacía unos cinco meses que se habían mudado al campo, a una casa en un pueblo próximo a la central nuclear. Allí habían encontrado a la mujer, quien había dicho estar a punto de salir a denunciar la desaparición de su marido. A juicio de Marchena, que me refirió con notable minuciosidad la entrevista durante la conversación telefónica que mantuvimos aquella misma noche, la reacción de sorpresa y posterior dolor de la esposa había sido bastante persuasiva. Si bien el sargento había sopesado en un primer momento la posibilidad de contarle las circunstancias de la muerte, luego había pensado que eso mejor se lo decía yo, que era el experto y encima psicólogo. Le agradecí la deferencia, claro, y le felicité, porque así la pobre mujer se enteraría por los periódicos.

Los periódicos, desde luego, sacaron la noticia. Ruidosamente los de la provincia, y con bastante menos despliegue, en parte por falta de tiempo, alguno de los nacionales. La historia tenía elementos ante los que los periodistas no podían resistirse: la central nuclear y ese par de extremos relacionados con el hallazgo del cadáver que la viuda de Trinidad Soler tanto lamentaría ver en letra impresa. De todo ello se daba cuenta, salvo algún exceso puntual de entusiasmo narrativo, con un grado tal de aproximación a la realidad que certificaba que una vez más el juzgado había funcionado como una estupenda agencia de noticias. Según mi experiencia, era cada vez más improbable que una actuación judicial mínimamente jugosa desde el punto de vista informativo dejara de trascender a los medios. Como sufridor constante del fenómeno, había llegado a desarrollar ante todo una gran mansedumbre y también una teoría explicativa, quizá no demasiado brillante: el número de funcionarios de juzgado descontentos con su sueldo y desprovistos de auténtica vocación debía de estar creciendo a un ritmo vertiginoso.

A uno de los periódicos, probablemente el primero que había tenido acceso a la filtración, le había dado tiempo a recabar, para enriquecer un poco la noticia, las impresiones de un líder de la plataforma antinuclear que llevaba años luchando por el desmantelamiento de la central. Con un discurso algo caótico, pero revelador de un cierto olfato de gol, el líder ecologista aprovechaba para insinuar que la muerte podía tener que ver con todos los incidentes oscuros e inexplicados que jalonaban la explotación de la central en los últimos años. Resuelto a no dejar pasar la oportunidad, terminaba sugiriendo que en cualquier caso, y sin perjuicio de lo que pudiera averiguarse luego, ya era bastante inquietante que personas con tan delicadas responsabilidades, en cuyas manos estaba la seguridad de todos, llevaran una vida como la que a la luz de su muerte cabía suponerle a Trinidad Soler.

Una fotocopia de la página del periódico en cuestión estaba en la mesa de mi jefe, el comandante Pereira, cuando a la mañana siguiente temprano nos llamó a Chamorro y a mí a su despacho. Después de lo que había tenido ocasión de ver por ahí, me inclinaba a pensar que la fortuna no me había tratado mal al hacerme servir a las órdenes de Pereira. Era razonable, tenía buena cabeza y toleraba con bastante indulgencia que mi visión del mundo difiriera significativamente de la suya en algún que otro aspecto sustancial. Tampoco acostumbraba a darme órdenes a voces o recurriendo a un léxico cuartelario, con lo que me ahorraba, entre otras, la desalentadora sensación de haber sido trasladado a un batallón de castigo. Sin embargo, cuando Pereira te reclamaba a su despacho a primera hora y de aquella manera, rara vez salías de él confortado por una felicitación.

– A sus órdenes, mi comandante -vociferé desde el umbral. Al principio de mi vida militar creía que las actitudes excesivamente marciales eran propias de oligofrénicos, pero con el paso de los años había aprendido a usarlas como autoprotección. Un buen taconazo siempre ablanda a un oficial.

– Pasa, Vila, y tú también, Chamorro -invitó el comandante.

– A sus órdenes -musitó Chamorro, todavía un poco atontada y ensordecida por mi grito atronador.

– ¿Has leído los periódicos? -preguntó Pereira, sin preámbulos.

– Alguno, mi comandante.

– Échale un ojeada a éste, si no lo has visto -me conminó, arrojándome la fotocopia de aquel diario provincial.

Leí a toda velocidad, lo que decía acerca de la muerte, las declaraciones del representante de la plataforma antinuclear, y dos o tres invenciones interesadas que ofrecían sin rubor tras la sobada fórmula «según fuentes judiciales a las que ha tenido acceso este periódico…».

– El mundo está lleno de frívolos, mi comandante -opiné, con cautela.

– Eso ya lo sabemos todos, Vila -dijo Pereira-. No es lo que esperaba que te llamase la atención.

Puse cara de súbita concentración, que es la única aconsejable cuando uno no atina a entender lo que quiere transmitirle su jefe.

– Ya lo ves -consintió aclararme por fin-: han dado con un ángulo suculento de la cuestión. O con dos. Ya sabes la diferencia que hay entre trabajar con el aliento en la nuca y hacerlo sin que te presionen.

– Sí, mi comandante.

– Pues tenemos el aliento en la nuca, y bien. Alguien en el Ministerio de Industria ha leído la noticia durante el desayuno, y cuando ha llegado a la oficina tenía tiempo libre o estaba aburrido y ha hecho una llamada. Andan con no sé qué gaitas de renovarle los permisos a la central nuclear y no es el momento, dicen, en que les apetece que gane notoriedad.

– Este tipo está disparando al aire -dije, blandiendo la fotocopia-. Es muy posible que la muerte de ese hombre tenga tanto que ver con la central nuclear como con la conspiración del Coyote contra el Correcaminos.

Por un momento temí que Pereira no apreciara el chiste. Desde luego no pareció deslumbrarle, pero tampoco le puso más tenso.

– Claro, Vila -admitió-. Es de sentido común. Pero dime, ¿cuánto sentido común eres capaz de detectar últimamente a tu alrededor?

Miré a Chamorro. No parecía dispuesta a ayudarme en el cálculo.

– Bueno, es muy prematuro aventurar nada en este momento -empecé a explicar-. Por lo que hemos averiguado…

– Eso es lo que me gustaría que me contaras, Vila. Lo que habéis averiguado y el plan que tenéis. Y no veas en esto un alarde de impaciencia por mi parte. Los conozco. Es más que probable que me hagan pasar examen a mí antes de media mañana, y preferiría saber qué responderles.

Pereira tenía a veces aquella virtud. Llevaba una estrella de ocho puntas en la hombrera y eso le autorizaba a mandarme hacer cincuenta flexiones en cualquier momento porque sí, pero sabía respaldar sus órdenes con razones con las que uno pudiera simpatizar. Me costaba menos rendirle cuentas con el humanitario propósito de evitar que le echaran a él una bronca.

Los datos de la autopsia y el informe de la policía científica ya los tenía, así que comencé por resumirle mi conversación con Marchena y la información que él había reunido sobre la situación familiar del difunto.

– Estaba casado y tenía dos hijos pequeños. Por lo que sabemos, parece una familia normal, salvo por el hecho de que el hombre pasara la noche fuera de casa y a las cuatro de la tarde del día siguiente, desconociendo su paradero, la mujer no hubiera denunciado aún su desaparición. Tampoco tiene por qué significar nada. Ella dice que estaba a punto de salir a poner la denuncia, y tendremos algo más cuando la interroguemos, mañana o pasado. De momento, dejaremos que lo entierre en paz.

– Tampoco dejes que se enfríe mucho -advirtió el comandante, con una dureza poco frecuente en él.

– En cuanto al recepcionista -proseguí-, ayer fue imposible localizarlo. Tenía el día libre y debió de irse de juerga por ahí. Pero acabo de hablar con el motel y ya estaba en su puesto. Dentro de un rato nos vamos a verle.

– Bien -aprobó Pereira-. ¿Recuerda si el muerto llegó acompañado?

– Sí -respondí-. Una mujer. No he querido sacarle más por teléfono.

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