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Observé de reojo a Chamorro. El único motivo por el que aún no le había contado aquello era que la llamada de Pereira me había sorprendido cuando me disponía a hacerlo. Pero mi ayudante me escrutaba con una de sus típicas miradas incendiadas. Me tocaría otra vez jurarle que confiaba en ella, tratar de convencerla de que no fuera tan susceptible, etcétera.

– Por lo que se refiere a los de la central nuclear -continué-, hablé ayer por la tarde con ellos. Un sujeto un poco nervioso, relaciones públicas o algo parecido. Según me contó, Trinidad Soler era ingeniero responsable en un departamento de la central, ahora no me sale el nombre, algo así como…

– Protección radiológica -precisó Chamorro, con su celo usual.

– Eso. Suena muy peliagudo, pero al parecer no tiene nada que ver con los que manejan la planta. Es algo secundario, de control y prevención. Vamos, que Trinidad no le daba al interruptor, precisamente.

– Me apuntaré esto -dijo Pereira-, por si sirve para que alguien se relaje. Aunque lo dudo -añadió, fatalista.

– Hemos quedado en ir a visitarles este mediodía -rematé mi informe-. El de relaciones públicas nos soltó el discurso que debe recomendar su manual para estas ocasiones: que tenemos sus puertas abiertas y que están a nuestra disposición para enseñarnos todo lo que queramos.

– Algo es algo -murmuró Pereira, mientras completaba sus notas-. Bien, veo que tenéis por donde seguir. ¿Algo más que deba saber?

– Eso es todo, mi comandante.

– De acuerdo -dijo, poniéndose en pie. En el lenguaje corporal del comandante, eso significaba que la audiencia se había terminado, y Chamorro y yo, suficientemente avezados en descifrar los gestos de la oficialidad y anticiparnos a sus deseos, saltamos al unísono de nuestras sillas. Pereira se dirigió con paso cansino hacia la mesa donde tenía el teléfono, dando por hecho que deduciríamos por nuestra cuenta que nos tocaba retirarnos. Pero antes de salir, no quise dejar de cerciorarme de que había comprendido todo lo que mi jefe esperaba de mí. Utilicé la fórmula tradicional:

– ¿Ordena alguna cosa más, mi comandante?

Pereira meneó la cabeza y a continuación me miró con ojos vagamente melancólicos. Era un recurso que no usaba mucho, pero cuyo significado no me era desconocido. Por si acaso, lo tradujo a palabras:

– Organízate a tu manera, Rubén. Sólo te ruego que me traigas algo que pueda echarles a los perros antes de tener que ponerles mi pantorrilla para que la muerdan. Ya sabes cuánto tiempo viene a ser eso.

– A sus órdenes, mi comandante.

Un cuarto de hora después, Chamorro conducía el coche patrulla por las calles de Madrid. En el asiento del copiloto, yo trataba de ordenar mis ideas. Me relajaba ver a Chamorro conducir, porque señalizaba todas las maniobras con la antelación que te enseñan en la autoescuela y porque se abría paso entre el atasco con elegancia, sin abusar de las luces. También me gustaba contar a los conductores que reparaban de pronto en ella y se quedaban mirándola como besugos, sólo porque era medio rubia y espigada. Era un ejercicio que me confirmaba en la creencia, hasta cierto punto apaciguadora, de que el hombre es un animal esencialmente predecible. Detesto a los lunáticos y a los extravagantes. Complican mi trabajo.

Normalmente no solíamos llevar aquel coche, y tampoco íbamos de uniforme. Aquella mañana hacíamos una excepción porque se me había ocurrido que convenía darle un aire lo más oficial posible a nuestros primeros movimientos. Cuando le había comunicado mis planes, la tarde anterior, Chamorro se había encogido de hombros y había dicho:

– Ningún problema.

A la mayoría de los que trabajamos regularmente de paisano nos fastidia sobremanera vestirnos de verde. Aunque lleves en la cabeza la discreta teresiana (y no el tricornio, tan estruendoso), el uniforme marca la diferencia entre poder aspirar tranquilamente a que nadie se fije en ti y tener que resignarte a servir de espectáculo por dondequiera que pases. Chamorro, sin embargo, se vestía de guardia siempre que se terciaba y lo hacía además de buena gana. Era con mucha diferencia la más militar de la unidad, y la única cuya uniformidad resultaba siempre irreprochable. Habría hecho una oficial ejemplar, si no la hubieran suspendido en las tres academias en las que había intentado ingresar antes de recalar en la Guardia Civil. Viendo a algunos que sí habían entrado en esas academias, era inevitable preguntarse con arreglo a qué absurdo criterio diseñaban y evaluaban las pruebas de acceso.

De los coches patrulla, en cambio, era menos amiga, por razones principalmente higiénicas. Siempre que subíamos a uno renegaba:

– Estoy hasta las narices de los cerdos que no vacían el cenicero.

En momentos así asomaba el lado arduo de Chamorro: su intransigencia, semejante a la de las estrellas cuyas órbitas estudiaba por las noches en sus manuales de astronomía. Para cultivar esa pasión oculta había llegado a matricularse en la universidad a distancia. A veces me quedaba observándola y me preguntaba cómo era posible que en menos de un año me hubiera hecho a ella hasta el punto de resultarme insustituible. Yo, que siempre había sido defensor de las virtudes del pájaro solitario. Pero así era.

Pronto salimos del casco urbano y enfilamos la autovía. Produce un malvado placer ir por la carretera con un coche de la Guardia Civil, y observar cómo todos fingen ir muy modositos a 120 durante el tiempo que tardan en rebasarte. Para permitírselo, y para no crear mayor peligro, se suele ir a 110, salvo emergencia. Chamorro seguía esa precaución, como otras, aunque siempre había quien te pasaba a 180 sin mayor reparo. Eso fue lo que nos sucedió con un cincuentón en un Mercedes a la altura de Alcalá.

– Ganas me dan de poner las sirenas y bajarle un poco los pistones a ese criminal -dijo Chamorro.

– Sólo podemos cogerle si se deja -constaté, escéptico-. Y además no le hemos cazado con un radar ni le hemos hecho la foto. Tiene un Mercedes y también tendrá abogado. Ganará el recurso, fijo.

– Y qué. Es sólo por amargarle la mañana.

– Olvídate. Ya le amargará la próstata.

– Pero qué lacio eres, a veces.

– Chamorro -le recordé, con un par de golpecitos sobre mis galones. No me importaba que cuando estábamos a solas me tratase con confianza, pero me dolía que mi campechanía la indujera a calificar a su superior con adjetivos que no se correspondían con su candor de antigua guitarrista parroquial. Ponía en peligro una parte crucial de su encanto.

Tardamos poco más de media hora en llegar al motel. Fuimos derechos a la recepción y allí, tragando mucha saliva, nos recibió un chico gordito de unos veinticinco años, que confesó ser el recepcionista como quien confesara ser el doctor Mengele o el estrangulador de Boston.

– No se preocupe, señor Torija -intenté calmarle-. Sólo se trata de hacerle unas preguntas. Es importante que nos diga todo lo que recuerde.

– Sí, claro -tartamudeó.

– Para empezar, ¿podría describirme a la mujer?

– Desde luego -asintió enérgicamente-. No era como para olvidarla. Veintipocos. Muy alta, yo diría que más de uno ochenta. Rubia muy clara. No así como usted -precisó, señalando a Chamorro-, sino más clara.

– Ya -observó Chamorro, molesta. Un día que había osado hacer un comentario sobre sus mechas yo había descubierto que el tema de la tonalidad capilar era tabú, pero el recepcionista no podía estar al tanto.

– En fin -prosiguió Torija, ruborizándose hasta el borde de la hemorragia-. También tenía los ojos muy azules, como si llevara lentillas de colores.

– ¿Vio que fueran lentillas?

– No, no. Digo que el azul era así de fuerte.

– Aja -intervino mi ayudante-. ¿Diría usted que era una mujer atractiva?

– Diría que era de largo la mujer más atractiva que he visto en mi puta vida -reconoció el recepcionista, con una franqueza de la que se arrepintió en el acto, intensificando su sonrojo hasta lo inverosímil.

En resumen, una rubia de uno ochenta con los ojos azules, muy atractiva. Como para dictar una orden de busca y captura inmediata.

– ¿Y no tenía algo más, alguna circunstancia peculiar? -le forcé.

– No se me ocurre nada. Ni un lunar siquiera. Qué le puedo decir, era perfecta, como hecha aposta. Sólo hay algo, si le vale.

– Qué.

– Era extranjera, seguro. Rusa, o de por ahí. Tenía mucho acento.

Aquello era algo más concreto, aunque hiciera presagiar dificultades harto engorrosas en la investigación. Tomamos nota.

– Así que tenía acento, al hablar. ¿Recuerda lo que dijo?

– Poca cosa. Que querían una habitación. Limpia, y sobre todo tranquila. Rellenó la ficha, cogió la llave y eso fue todo.

– ¿Rellenó ella la ficha?

– Sí, con los datos de él. Luego se la dio para que la firmara.

Chamorro y yo nos miramos. Ella se adelantó a preguntar:

– ¿En qué estado le pareció que se encontraba él?

Torija dejó que sus labios apuntaran una sonrisa.

– Me pareció que estaba pedo, o colgado, o las dos cosas al mismo tiempo. Se reía como un idiota, sin parar. Y además repetía una y otra vez las mismas palabras, como si hablara consigo mismo.

– ¿Qué palabras?

– Es la hostia. Así todo el rato. Parecía feliz.

Aquella revelación, o la forma tan sencilla y contundente que Torija tuvo de hacerla, me descolocó por completo. Siempre que uno trata de rehacer los pasos de un muerto encara la labor con una conmiseración tal vez ilegítima, pero inevitable. Y de pronto me encontraba con que Trinidad no sólo había llegado hasta el umbral de la muerte del brazo de una rubia más atómica que la central en la que trabajaba, sino derretido de gusto.

No nos quedaba mucho más que preguntarle a aquel hombre. Nos confirmó que nunca había visto antes a Trinidad Soler ni a la rubia y también pudo dar razón bastante exacta de la hora a la que habían llegado:

– Las doce y poco. Y cuarto como mucho. Lo sé porque acababan de empezar los deportes en la radio.

Según la autopsia, Trinidad Soler había muerto alrededor de la una de la madrugada. Su ensueño no había llegado a durar una hora.

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