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Capítulo 9 EL POBRE GRIGORI

Nos alojamos, con ciertas dificultades, en una residencia militar cercana a la ciudad. Por aquellas fechas el establecimiento sufría una insoportable aglomeración de veraneantes, muchos de ellos jubilados, que eran quienes siempre se las arreglaban para coger las mejores habitaciones. Chamorro y yo tuvimos la suerte de que se cancelara una reserva, pero no nos quedó más remedio que compartir una pieza doble. Si eso la contrarió, se cuidó mucho de exteriorizarlo. A mí, desde luego, me contrarió una barbaridad. Como a Simeón Estilita las dulces tentaciones del Maligno.

Comimos en la propia residencia, y después del café invité a Chamorro a subir y dormir una siesta, si le apetecía. Sola, por supuesto; mientras tanto, yo me daría un paseo por la residencia o me iría a tragar basura al salón de la televisión. Aceptó agradecida mi oferta y las dos horas siguientes las pasé solo, en compañía de mis pensamientos y mi modorra, con la sola interrupción de un documental muy épico y emotivo sobre el declive y destrucción de una banda de leonas en el cráter del Ngorongoro. No cabía descartar que todo estuviera trucado de principio a fin, pero la historia me pareció sencillamente perfecta. Tengo debilidad por las historias así; de hecho es lo que uno trata de desentrañar, cuando investiga un crimen. Una historia trabada, sólida, en la que todo se justifique y encaje, donde los hechos se sucedan necesariamente. Luego se encuentra lo que se encuentra, porque la vida, capaz de bordar tragedias tan hermosas como la de aquellas leonas del Ngorongoro, también resulta a veces practicante del brochazo más burdo.

Chamorro bajó a buscarme a eso de las siete. Se había duchado, se había pintado y se había puesto un vestido corto. Tuve que someter a recia disciplina a mis músculos del cuello para que pudieran desoír la poderosa llamada a relajarse que sobre ellos, a través de mis ojos y de mi veleidoso cerebro, ejercían las piernas morenas de mi ayudante, inéditas hasta entonces. Pero mantener la mirada a la altura de su rostro tampoco era buena solución. Aquel verano Chamorro se había dado más mechas rubias que de costumbre, y he aquí que su pelo algo aplastado volvía a producir cierto efecto que con severo menoscabo de mi voluntad ya había conocido en otra ocasión, meses atrás. Era, me rendí a la turbadora evidencia, la viva imagen de Verónica Lake. Ya sé que Verónica era una pésima actriz, malencarada y fronteriza con el enanismo; pero ni ésos ni otros muchos sarcasmos que he podido recolectar por ahí han podido atenuar la morbosa debilidad que siento por ella. Una debilidad que el destino volvía especialmente peligrosa al depararme una ayudante que tenía el poder de provocar aquel espejismo.

– Pensé que mejor me vestía ya -explicó, ante mi cara de pasmo-. Supuse que no tardaríamos mucho en salir, y he tratado de ponerme algo que encajara con el lugar. No sé si crees que acierto.

– Sí, sí, claro.

– No te parece bien.

– Que sí, de verdad -insistí.

Chamorro se mostraba repentinamente insegura.

– Es que en cosas como ésta siempre me da la impresión de que me examinas -dijo, bajando los ojos-. Y de que nunca acabo de pasar el examen.

Estuve en un tris de confiarle lo que realmente concluía de mi examen, a saber: que yendo con ella tenía muchas más posibilidades de ser admitido en Rasputín que las que el matón que sin duda habría a la puerta me concedería yendo solo o con cualquier otra guardia que pudiera imaginar. Pero Simeón Estilita nunca se habría permitido una claudicación semejante.

– Qué ocurrencia -comenté, tratando de sonar neutro y convincente-. Anda, no le des tanta importancia. Subo a cambiarme.

Emprendimos camino media hora después. Gamarra nos había proporcionado un coche, sin lugar a dudas el que nadie quería en la comandancia: un cascajo ruidoso y maloliente al borde de la subasta de material, donde sólo pujarían por él los compradores de hierro viejo. Era una lástima llevar en él a una chica como Chamorro (yo no desentonaba particularmente), pero procuré recordar que ni ella era una chica ni yo la llevaba, sino que éramos un sargento y su subordinada y que aquél era un vehículo oficial que debía dar por bueno, en acatamiento de las restricciones presupuestarias que con su superior criterio había decidido la autoridad competente.

En la carretera nos cruzamos a la gente que volvía en masa de la playa. Cuando llegamos a la zona donde estaba nuestro objetivo, sin embargo, todavía quedaban algunos bañistas rezagados. Aparcamos nuestra cafetera en el paseo marítimo. El calor y la luz disminuían poco a poco y una brisa muy tenue empezaba a correr. Como aún era bastante pronto, le propuse a Chamorro caminar un rato al borde del mar. Estuvo de acuerdo.

Las imágenes de mi remota infancia, con el Río de la Plata al fondo, tiendo a considerarlas una especie de sueño fabuloso, del que no logro sentirme propietario. Las estampas de mi vida consciente son, más que nada, de tierra adentro. Por eso, la visión del mar siempre me sobrecoge el ánimo. Sobre todo en ese instante del ocaso, cuando las olas suenan más y el aire gana de pronto volumen. Chamorro, en cambio, y aunque no lo delatara su habla, había crecido en Cádiz. Su familia todavía vivía allí, donde estaba destinado su padre, coronel de Infantería de Marina. Ya fuera por efecto de esa ascendencia o por el hábito de verlo, a ella el mar parecía dejarla indiferente. Una indiferencia que prendida a su perfil le daba un toque irresistible.

El paisaje que íbamos dejando a nuestra izquierda no podía ser más convencional. Bloques y bloques, todos en colores claros, la mayoría blancos: apartamentos, hoteles, centros comerciales. Una de esas ciudades falsas que sólo muestran su verdadera alma en invierno, cuando transmiten al observador una desolación tan brutal que mejor podrían seguir disimulando. Por allí se movían los veraneantes tratando de creer con ahínco en las vacaciones, como si esos pocos días de solaz los redimieran del año laborable en su ciudad o en la tenebrosa Europa del norte. Pero los únicos que creían en las vacaciones, como en los Reyes Magos, eran los niños. Para ellos sí eran verdad, porque aún podían concebir la holganza continua, pese al intento de los adultos de quebrársela con el fastidio del colegio. La alegría de los niños era ilimitada, sin restricciones. Las caras de los demás, si se buceaba un poco, proclamaban que para muchos de ellos el ocio estival era una ficción insostenible, consumida una y otra vez en un fogonazo decepcionante.

– No puedo evitarlo -dije-. En lugares así, me deprime el verano.

– ¿Por qué? -preguntó Chamorro.

– El engaño resulta demasiado visible.

– ¿Qué engaño?

– Este de la felicidad en tetrabrik. Apilable y reciclable.

– Vaya un negativo que estás hecho. No es para tanto.

– ¿A ti te gusta? -A mí sí -asintió Chamorro, y en la mirada con que recorrió aquel paseo marítimo, tan natural como la de una niña presenciando una cabalgata, tuve la prueba hiriente de otra brecha que se abría entre los dos.

Mientras la noche iba cayendo, nos sentamos a cenar unas porquerías que nos cupieran en las dietas, lo que al nivel de precios de aquel lugar exigía descender bastante hondo en la escala culinaria. Con aquello en el estómago, hicimos una primera incursión exploratoria por los alrededores de Rasputín. El local era una construcción independiente, encalada y de aspecto moruno, a la que algún decorador con el gusto gravemente tullido había sugerido plantarle encima unas cúpulas de colores en forma de bulbo, a la usanza rusa. La palabra Rasputín campeaba sobre la fachada en un estridente neón fucsia, aureolado de rojo y rodeado de intermitencias amarillas.

– Madre del amor hermoso -exclamé.

– Sí que echa para atrás -me secundó Chamorro.

– Si viera esto el pobre Grigori…

– ¿Quién?

– Grigori Rasputín, el dueño moral de la marca.

– ¿Pobre? ¿No era un asesino, o un brujo, o algo parecido?

– Qué va. Era un hombre encantador. Servía el té a las hijas del zar, y las encandilaba con su conversación. Después de que lo mataran, ellas iban muy compungidas a ponerle flores en la tumba, por su santo.

– Te estás riendo de mí.

– No, de verdad.

– ¿Y de dónde sabes tú esos detalles?

– Bueno, he leído algún libro sobre el asesinato de la familia Románov. Por puro interés criminológico. La investigación que han hecho los rusos sobre sus restos es muy instructiva, desde el punto de vista técnico…

– Qué cosas tienes -meneó la cabeza, como si me diera por imposible.

– Oye, hay quien lee libros peores -protesté-. Por ejemplo, todas esas novelas de vampiros. Y nadie les compadece.

El local tenía dos porteros, uno de tez casi negra, rapado al dos y teñido de rubio, y otro menos bronceado, con coleta. El grosor de sus brazos superaba ampliamente al de mi cabeza, y calzo un sesenta y uno de tricornio. De momento parecían muy tranquilos. Nadie entraba en el local.

– Aguardaremos a que vayan llegando -decidí-. Será más fácil verle a la entrada, si viene. ¿Trajiste la fotografía?

– Sí.

Habíamos hecho una copia ampliada de la fotografía que teníamos de Vassily Olekminsky, donde aparecía con Irina Kotova. No se le veía mal y debía bastarnos para identificarlo, en caso de que se presentara.

El desfile que a partir de entonces se desarrolló ante nuestros ojos justificó sobradamente el calificativo que a aquella discoteca le había adjudicado el teniente Gamarra. También me hizo intuir alguna razón accesoria para su sorprendente ofrecimiento a acompañarnos, aparte de su posible deseo de confraternizar con Chamorro. Salvo excepciones, que podían achacarse al descapotable en que llegaban o a alguna amistad con los dueños, los ejemplares humanos de características anatómicas corrientes eran repelidos en la misma puerta por los gorilas, sin apelación posible. Con los que pasaban habría podido sostenerse la facturación de una cadena de gimnasios.

Dejamos transcurrir un buen rato, sin que Vassily Olekminsky hiciera acto de presencia. Al filo de la medianoche, le dije a Chamorro:

– Puede que hoy no venga. Tendremos que entrar a fisgar.

– Como quieras.

– Chamorro.

– Qué.

– Échate un poco atrás los tirantes. Y saca las caderas.

– ¿Y por qué no las sacas tú? -se rebotó.

– Porque no serviría de nada.

– Vale -acabó por rendirse-. Pero esto es lamentable.

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