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– Espere una hora. Entonces se sabrá si el avión estará o no disponible.

Regresé junto a Chamorro.

– ¿Por qué te peleabas con ese hombre? -inquirió, curiosa.

– No estoy del todo seguro. En gran parte puedes achacarlo al hecho de que le dejen ir por ahí armado con una Visa oro. Aunque las causas suelen ser más complejas. Hay quien la tiene y no por eso pierde los modales.

– ¿Qué?

– Nada, Chamorro. Ha sido una especie de accidente. En fin, parece que dentro de una hora sabremos si podremos despegar.

Embarcamos sobre las once, y cuando entré en el avión ocurrió algo muy extraño. Miré hacia la cabina y durante un instante mis ojos se encontraron con los del piloto. No es que el colectivo al que pertenecía me produjera un arrobo incontenible, pero tampoco fui consciente de observarle con especial animadversión. Sin embargo, las pupilas del aviador echaron fuego y se volvió con brusquedad hacia el frente. Cinco minutos después, se presentó a la altura de mi asiento un hombre de aspecto exquisito.

– Señor. Soy el sobrecargo. Tengo que pedirle que abandone el avión.

– ¿Cómo?

– Son instrucciones del comandante. Debe usted abandonar el avión.

– Aquí debe de haber un error.

– En absoluto, señor. Lo siento mucho pero tengo que insistirle. Le ayudaremos a retirar su equipaje de mano.

– No me va a ayudar a retirar nada -me planté, sin poder dar crédito a lo que estaba oyendo-. Dígale al comandante que venga él a levantarme.

Nada podía parecerme más inverosímil que ver venir al comandante hasta donde yo estaba sentado, en la hez de la clase turista, justo donde más se oía el ruido de los dos motores. Habría sido como el capitán del Titanic bajando a las sentinas de los emigrantes. El sobrecargo suspiró gravemente, fue hacia la zona de proa y regresó al cabo de poco más de un minuto.

– El comandante me encarga advertirle que él es la máxima autoridad a bordo. Como pasajero, según la normativa aeronáutica, debe usted cumplir sus instrucciones. En caso contrario, avisaremos a la Guardia Civil.

– Eso será estupendo -repuse-. Dígale que si me necesita para algo estaré encantado de ayudarle. Sargento Bevilacqua, de la Guardia Civil.

Saqué mi tarjeta de identificación y se la puse en la mano.

– Llévesela, con mis respetos -propuse-. Venga, hombre, llévesela, que me fío de usted. Seguro que me la devuelve.

El sobrecargo examinó detenidamente el documento. Después me lo entregó y volvió a encaminarse hacia proa. A los dos minutos vino otra vez.

– Le ruego que me disculpe, sargento -balbuceó, azorado-. Me he equivocado de persona. Sé que es intolerable. De veras que…

– Da igual. Puede pasarle a cualquiera.

Cuando el sobrecargo volvió a retirarse, ante el estupor de todos los pasajeros que iban en los asientos próximos, le susurré a Chamorro:

– Eso sí que es haber llegado a algo en la vida. Cuando la cagas tú y puedes mandar a otro para que se eche las culpas y pida perdón.

– ¿Se puede saber qué te pasa hoy? -preguntó mi ayudante, atónita.

– Nada, te lo juro -me sumé a su asombro-. Son ellos quienes buscan la bronca. A mí me da demasiada pereza. Tú lo sabes mejor que nadie.

Aterrizamos por fin en Málaga, en cuyo aeropuerto nos recibió un calor sofocante y un ambiente prerrevolucionario, debido a los muchos turistas abrasados que se amontonaban con sus maletas en pasillos y salas de espera, aguardando su vuelo. Al contemplar a toda aquella gente, escarnecida y pisoteada en su supuesto tiempo de disfrute, daba la impresión de estar ante uno de esos refinados infiernos que la cotidianidad ahita de la vieja Europa ha de organizar de vez en cuando, en expiación de sus pecados.

Después de salvar un tráfico digno de Madrid en hora punta y, a juzgar por las matrículas de los vehículos, parcialmente alimentado por los mismos conductores desconsolados, conseguimos llegar hasta el despacho del teniente Gamarra. Era un hombre flaco, de brazos muy velludos y movimientos un poco sincopados. Nos recibió con gran amabilidad.

– Bienvenidos a la Costa del Sol. Un lugar maravilloso -aseguró-, en cualquier otra época del año.

– Ya nos vamos dando cuenta -dije.

Yo tampoco me encontraba en mi mejor momento. Bajo los efectos del calor y de las absurdas experiencias del viaje, y quizá también a causa de la dispersión y la incertidumbre en que sentía envuelta nuestra investigación, notaba que mi cerebro operaba de un modo francamente defectuoso. Chamorro, en cambio, se valía de la ventaja de su juventud para mostrarse en plenitud de facultades. Por si eso fuera poco, su bronceado y su ropa veraniega de vivos colores le daban una apariencia más magnética de lo usual. Durante los primeros minutos, de hecho, ella fue lo único que vio el teniente.

– Necesitamos que nos indique por dónde empezamos a buscar, mi teniente -pedí a Gamarra, tratando de sobreponerme a mi torpor.

– Bueno -respondió, tratando de sobreponerse al suyo; y es que, si no eran del todo disparatadas ciertas teorías de correlación entre rasgos fisonómicos y temperamento que recordaba haber estudiado en alguna parte, Gamarra resultaba probable poseedor de una extrema fogosidad sexual-. Como es lógico -razonó-, querrás empezar por la zona donde dejó su último domicilio. Aquí tienes la dirección que nos dio cuando presentó la denuncia.

Me tendió un papel. En él leí un rótulo más que predecible para un complejo de apartamentos, Vistamar, un número de bloque, un piso y una letra y el nombre de una de tantas poblaciones de mediano tamaño que se soldaban en el farallón de cemento que había arruinado aquella costa.

– ¿No dio nada más? Su profesión, o algo así -preguntó Chamorro.

– Sí -le respondió Gamarra, con una mueca tan blanda que hizo tambalearse momentáneamente mis reservas hacia la fisonomía como técnica de exploración psicológica-. Aquí dice que es o era representante.

– ¿Representante de qué? -entré al quite.

– Ah, no lo pone. Representante, eso es todo.

En el semblante de Gamarra había una sonrisita sospechosa. Por un momento dudé si se debería a su embeleso ante la visión de Chamorro o a que le divertía mi sufrimiento. Puede que fuera un poco de las dos cosas, porque justo entonces el teniente se echó para atrás y dijo con aire interesante:

– Ya sé que no tienes ninguna fe en nosotros, Vila. No me molesta, no te creas. Suele pasaros a todos los que habéis nacido al norte de aquí.

Por un momento me tentó la posibilidad de sacarle de su error, pero desistí. Qué ganaba largándole a Gamarra el rollo que evitaba con otros.

– Si cree eso me juzga mal, mi teniente -me limité a observar.

– Tú sabrás. A lo que iba, sargento. Te prometí que no me quedaría parado y lo he cumplido. Puedo darte una buena noticia que no esperas.

– No irá a decirme ahora que lo han encontrado.

– Claro que no. Eso te lo habría dicho lo primero. No te voy a ahorrar el trabajo, sólo te lo voy a poner un poco más fácil. Hace menos de una semana ese tal Vassily como se llame fue visto en una discoteca de moda. Y por lo que le contaron a mi gente, ya ha dejado de esperar a su chica.

– Supongo que no me hará suplicarle que me diga cómo se llama esa discoteca, mi teniente.

– Por supuesto que no. Lo tienes escrito al otro lado del papel que acabo de darte. El nombre y la dirección.

Como a cualquiera, me fastidia quedar como un pardillo, pero tuve que reconocer que había subestimado a Gamarra. Di la vuelta al papel y leí:

– Rasputín. Vaya. Qué coincidencia.

– No me importa acompañaros, si queréis -sugirió, casual-. Esa zona de la costa es un laberinto. Puede que os cueste encontrar el lugar.

– No hará falta, mi teniente -saltó Chamorro-. Daremos con él.

La miré. Por su expresión, deduje que antes que llevar al teniente de guía habría preferido meterse sola en el laberinto del Minotauro.

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