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Capítulo 11 SUMAS Y RESTAS

Si algo tenía claro era que esta vez íbamos a tomarnos todo el tiempo que hiciera falta. En mi segunda oportunidad con Trinidad Soler, estaba dispuesto a pecar de cualquier cosa menos de apresuramiento. Las diligencias que el juez había ordenado requerían un cierto plazo para arrojar resultados, y dejamos que transcurriera antes de iniciar nuevas maniobras.

Lo que desde el principio resultó poco fructífero fue la intervención de la línea telefónica de Blanca Díez. La viuda de Trinidad sólo hablaba de forma regular con su familia más cercana y con sus clientes para las traducciones. Esporádicamente llamaron una ex vecina, una amiga de juventud y un primo lejano. Por el tono y el contenido de las conversaciones, todos ellos se limitaban a efectuar una comprobación rutinaria de la moral con que Blanca trataba de sobreponerse al trauma y a animarla a que rehiciera su vida. En cuanto a la viuda, su voz sonaba en aquellas cintas como yo la había oído por primera vez, cuatro meses atrás: clara y resuelta.

Tampoco nos ilustraron mucho, pese a su volumen y al ostentoso (e innecesario) sello que los marcaba como confidenciales, los documentos que remitieron las autoridades de seguridad nuclear en relación con los incidentes que les habían sido notificados a lo largo de la vida de la central. En gran medida eran ininteligibles para nosotros, pero lo que pudimos deducir con ayuda de un perito designado por el juez fue que ninguno de aquellos episodios había afectado al área de protección radiológica. En aquella información confidencial no había, por lo demás, nada que se apartara de lo que en su día se había hecho público y había recogido puntualmente la prensa.

Donde las redes sacaron pescado, al fin, fue en la investigación sobre la situación patrimonial de Trinidad Soler que el juez requirió a la Agencia Tributaria. En su día habíamos dado por buenas las explicaciones que tanto los jefes como la mujer de Trinidad nos habían dado para justificar su holgura económica, pero ahora que sabíamos que nos enfrentábamos a un homicidio debíamos profundizar más. Dejando aparte accidentes, casualidades y otras causas que resultan tan minoritarias como pintorescas, la gente suele matar por dos razones principales: por resentimiento y por dinero. Podría decirse que las dos razones se resumen en una: por orgullo, ya que es éste el que por lo común alimenta tanto la obcecación del resentido como la codicia del que no se conforma con la riqueza que pacíficamente posee. Pero es cierto que la mecánica del homicidio económico resulta distinta de la del pasional, y también que las víctimas de uno y otro tienden a presentar características diferenciadas. Puestos a elegir, no parecía demasiado plausible que Trinidad hubiera caído como consecuencia de un arrebato de nadie. Investigar sus bienes se convertía pues en una tarea ineludible.

La primera pista apareció en la declaración de la renta. En los últimos tres ejercicios, además de los ingresos derivados de su sueldo en la central nuclear, Trinidad declaraba honorarios profesionales y rendimientos del trabajo satisfechos por cuatro o cinco empresas de nombres crípticos, siempre rematados por las siglas S.L. No eran cantidades astronómicas, pero tampoco desdeñables. Y había una sospechosa coincidencia: en esos mismos ejercicios, los ingresos de su mujer como traductora se habían nada menos que triplicado, respecto del nivel de los años anteriores. Profundizando un poco más, pudo advertirse que entre sus supuestos clientes se encontraban algunas de las sociedades que satisfacían rendimientos a su marido.

La investigación patrimonial permitió averiguar que Trinidad y su esposa, pese a haber afrontado el cuantioso desembolso que les habría supuesto la construcción de su casa, poseían participaciones en fondos de inversión por importe de muchas decenas de millones de pesetas; todas ellas adquiridas en los últimos tres años. Habían procedido a una cuidadosa dispersión, con la que evitaban concentrar en un solo fondo cantidades que se acercaran a la mínima para tener que declarar impuesto sobre el patrimonio. Pero el conjunto de sus activos multiplicaba varias veces dicha cifra, lo que les obligaba a formular la declaración. La Agencia Tributaria confirmó que Trinidad y su esposa se habían abstenido de hacerlo, por lo que tenían una primera deuda pendiente. A ella habría que sumar la que correspondiera por la renta que sin duda habían ocultado, ya que los ingresos reconocidos no bastaban para justificar su potencia inversora. De todo ello se desprendían dos conclusiones: primera, que los números de Trinidad Soler habían dejado de cuadrar; y segunda, que el dinero lo había ganado demasiado deprisa y no había tenido el tiempo o la picardía de elaborar una estrategia inteligente de ocultación. Cualquiera medianamente avezado habría evitado ser titular directo de todos aquellos bienes, una torpeza que le exponía a ser cazado tan pronto como la inspección decidiera comprobar su situación fiscal.

Fuimos juntando los datos con paciencia y aplicación. Chamorro no protestaba apenas, pero a mí me aburría un poco aquel trabajo para contables, en el que había aprendido más o menos a desenvolverme por la única razón de su utilidad. En el fondo, preferiría creer que el crimen tiene que ver con los insondables conflictos del espíritu, antes que con sumas y restas de números sin alma. Para confesar del todo mi atraso mental, me cuesta arreglarme con las nociones, infaliblemente financieras, que esta época ha inventado para sustituir al pundonor, la lealtad y todas esas ingenuidades con que se consolaban los antiguos. Pero uno ha de hacerse a vivir donde vive, de modo que encomendé a Chamorro que se dejara caer por el Registro Mercantil para pedir una certificación de todas aquellas sociedades que habían estado engrosando la cuenta corriente de Trinidad Soler.

El empleado del Registro anunció a Chamorro que tardaría tres días en emitir las certificaciones que le había pedido. Mi ayudante, con buen criterio, renunció a acreditarse como guardia para tratar de abreviar el trámite. Nos interesaba el sigilo más que la celeridad.

Ante el compás de espera que eso nos planteaba, debatí con Chamorro acerca de nuestro siguiente paso. Se mostró de acuerdo en que, aun sin las certificaciones, teníamos material suficiente para efectuar el movimiento que llevábamos demorando desde hacía un par de semanas.

El paisaje alcarreño que aquella mañana de septiembre divisamos desde nuestro coche patrulla era bien distinto del que nos habíamos encontrado meses atrás, en el fragor de la primavera. Ahora predominaban los campos amarillos, secos y desolados tras la siega del cereal. Los cerros cubiertos de encinas y matorral sobresalían como islotes de colores rojizos y parduscos, con sus contornos delimitados por aquel mar de oro gastado por el sol. De pronto parecía una tierra árida y arrasada, en espera de la siembra y las lluvias que habían de renovar su esplendor y su vitalidad.

Había dudado si llamar a Blanca Díez para avisarla de nuestra visita. Pero al final había preferido correr el riesgo de no encontrarla, para preservar el factor sorpresa. Quería que abriera la puerta y viera el coche patrulla junto a la valla, y a los dos guardias civiles esperando al otro lado de la cancela. Y eso sólo iba a ser el principio de una sucesión de sensaciones que, si yo no me equivocaba mucho, habían de ponerla en algún aprieto.

Blanca estaba en casa, y en la cara con que se acercó a abrirnos pudimos leer que no esperaba la visita. Incluso se hizo un lío con las llaves, solventado con un esfuerzo que Chamorro y yo presenciamos sin pestañear.

– Ah, son ustedes -dijo, un poco artificiosa, mientras probaba la segunda llave en la cerradura-. No les había reconocido.

– Buenos días, señora Díez -la saludé militarmente-. Tenemos algunas novedades sobre el caso de su marido. ¿Podemos pasar?

– Sí, naturalmente -respondió, dando al fin con la llave correcta.

Volvimos a ser conducidos hasta el gran salón inundado de luz. Mientras nos sentábamos, oímos voces infantiles afuera. Blanca Díez explicó:

– Son los niños. Todavía no han terminado las vacaciones. Pero no se preocupen, están con los abuelos. ¿Qué novedades son ésas?

Blanca había conseguido rehacerse. Preguntaba por el motivo de nuestra visita como quien preguntara por el pronóstico del tiempo. Mejor. Era hora de poner a prueba aquella naturalidad tan admirable.

– Hemos encontrado a la mujer que llegó aquella noche al motel con su marido. A la rubia alta -recalqué el detalle, con maldad.

Blanca perdió visiblemente la compostura. Se quedó boquiabierta, como un pez fuera del agua.

– ¿Cómo?-balbuceó al fin.

– Pues verá, eso es lo peliagudo del asunto, cómo la hemos encontrado. Muerta -revelé, sin apiadarme-. Y hay que añadir que de una forma nada natural. Con un balazo en la nuca, para ser más exactos.

La viuda tenía la mirada perdida ante sí. O le impresionaba aquella forma de morir o no había sido muy sincera cuando en el pasado nos había asegurado que no le importaba si dábamos o no con la rubia.

– ¿Quién era? -preguntó, apenas con un hilo de voz.

– Puede decirse que nadie -repuse, procurando sonar desentendido y un tanto brutal-. Una puta bielorrusa de veintidós años que se llamaba Irina Kotova. La reclutaron en Málaga y luego dejaron su cadáver tirado en Palencia. Bueno, tirado no. Lo cierto es que la enterraron, aunque no lo bastante bien como para evitar que los lobos la desenterraran y se comieran una parte. Lo que ellos no quisieron es lo que hemos encontrado nosotros.

– Por favor -suplicó Blanca, llevándose una mano a la boca.

– Lo siento -mentí.

Se veía que no sabía cómo reaccionar. Uno puede estar preparado para muchas cosas, pero es más raro que lo esté para los detalles. Mi obligación, sin embargo, es fijarme en ellos, y en aquel instante me servía deliberadamente de su crudeza para tratar de pulverizar las defensas de mi oponente.

– Comprenderá, señora Díez, que a la vista de estas circunstancias el juez ha tomado la decisión de reabrir el caso de su marido. La fecha de su defunción coincide más o menos con la fecha en que murió esa mujer.

– ¿Más o menos?

– No es fácil determinar con exactitud la fecha de una muerte a partir de un puñado de huesos -aclaré, recalcando a propósito la última palabra.

Blanca adoptó un aire pensativo.

– ¿Y no existe la posibilidad de que esa mujer muriera por razones ajenas a su, cómo lo diría, relación con Trinidad? -inquirió, cautelosa.

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