– Te juro que estaré siempre para ti, sargento -dijo, extendiendo su mano sobre el tórax-. Tú no preocupas. Quiero saber como tú quién fue hijo de puta que mató a Irina. Aunque sea última cosa que sé en vida.
Analicé sin piedad su gesto, sabiendo lo que hacía para ganarse el sustento y temiendo que sólo era una pequeña parte de lo que podía hacer. Pero la palabra de un hombre no vale menos por eso. Le creí.
– Está bien. Dame ese número. Y mientras te llamamos me vas a hacer un favor. Me buscas todas las fotografías que tengas de ella. Sobre todo las fotografías en las que esté sonriendo. Cuanto más sonría, mejor.
– Como tú mandas, sargento.
Esa noche, mientras conducía de vuelta hacia la residencia, Chamorro me recriminó mi ligereza:
– A partir de mañana, ese número está comunicando. Ya lo verás.
– No lo creo -repuse, sin muchas ganas de polémica. De pronto, el cansancio me pesaba Díez toneladas en cada párpado.
– ¿Y con eso es suficiente?
– Trata de ser práctica, Chamorro -le rogué-. Por la fuerza no habríamos podido reducirle. Se habría ido, después de rompernos los morros, y vete a saber cuándo le habríamos vuelto a encontrar, suponiendo que pudiéramos. Es una apuesta, ya lo sé, pero la lotería es una apuesta mucho peor y juega todo el mundo. No soy tan gilipollas, me parece. Él puso la denuncia, eso no puedes negárselo, y si como ahora creemos su novia era tanto la mujer que llegó al motel con Trinidad como la que enterraron en Palencia, resulta muy poco probable que ese tipo la matara. Lo que yo intuyo es que por primera vez en toda esta historia damos con alguien que puede y que va a querer ayudarnos. Y si me equivoco, yo me comeré la bronca.
La noche en nuestra compartida habitación doble tuvo su aquél, debo consignarlo. Chamorro llevaba en la maleta un pijamita corto, de flores. Yo, sin suponer que iba a tener que exhibirlos, unos raídos shorts de boxeador. La intendencia en el servicio resultó algo embarazosa, y mentiría si dijera que dormí a pierna suelta. Pero me niego a dar más detalles.
Organizamos el reconocimiento del cadáver en el anatómico forense de Madrid. Llamé a Vassily al número que me había dejado. Cumpliendo su promesa, surgió al otro lado de la línea y consintió en desplazarse a donde le requeríamos. Llegó muy puntual a la cita, con un sobre naranja bajo el brazo y discretamente vestido, con camisa y pantalones oscuros. Lo que no resultaba nada discreto era el deportivo blanco del que se bajó. Por los kilos de insectos muertos que traía adheridos el frontal del vehículo, no había debido tardar mucho más de tres horas en llegar desde Málaga.
– Las fotos -dijo, tendiéndome el sobre.
Confieso que no acababa de estar seguro de que debiéramos enfrentarle a la visión del cadáver, pero para eso le habíamos llamado y él insistió en que se lo mostráramos. Cuando apartaron la tela que lo cubría, Vassily se quedó blanco, y por un momento temí que aquellos dos metros de hombre iban a dar en el suelo. Aguantó con entereza, no obstante, y cuando volvieron a tapar los restos y le pregunté si los reconocía, respondió, ausente:
– Puede ser, sí. Pero es tan poco lo que queda…
– Tenemos que saber si está seguro.
– Creo que… Yo… No. Seguro, no.
Quedó mudo y desanimado, como si no hubiera estado a la altura.
– Un momento. ¿Y su ropa? -preguntó, con una luz de esperanza iluminando de repente sus ojos.
– Sólo había esto -dije. Y le tendí ceremoniosamente las bragas, envueltas en la bolsa de plástico protectora.
Vassily cogió la prenda, desconcertado. Luego se la acercó a los ojos y empezó a darle vueltas con ansia, tratando de estirarla a través del plástico. A todos nos chocó aquel trajín, pero nadie hizo por detenerlo. Al fin, Vassily dejó el plástico quieto y se quedó como hipnotizado. Después, levantó los ojos, se volvió hacia mí, y señalando la prenda, anunció:
– Ahora sí estoy seguro. Es ella.
Las lágrimas caían por su rostro, mientras Chamorro y yo nos inclinábamos a ver lo que estaba señalando. Era una raya vertical de unos dos centímetros de largo, bordada sobre el tejido de algodón con un fino hilo rosa. Debió de percatarse de que no entendíamos, y se apresuró a explicar:
– Irina tenía manía para eso. Marcaba toda su ropa interior. Con ese hilo rosa, y siempre en mismo sitio.
Una I. Nadie la había visto hasta entonces. Miré a Chamorro. Por su mente debía de estar pasando lo mismo que por la mía: lo mal que lo íbamos a tener para dar por identificado un cadáver por un hilo rosa en unas bragas. La cara del empleado del anatómico forense parecía apuntar en la misma dirección. Pero si no había más remedio, con eso habría que tirar. Le dimos las gracias a Vassily y le pedimos que siguiera localizable. El bielorruso parecía alucinado. Tan pronto lloraba como sonreía, porque había sido capaz de hacer su parte. Antes de subir a su deportivo, me pidió:
– Encuentra a ese hijo de puta, sargento. Y llama para decirme. Acuérdate -blandió el teléfono móvil-. Para ti estaré siempre.
Asentí, pensando todavía en los problemas que una identificación tan endeble iba a traerme. Pero me estaba precipitando. Mi barrunto de que aquel hombre iba a resucitar la investigación estaba muy cerca de cumplirse. La señal definitiva la tenía bajo mi axila, en aquel sobre naranja que había traído Vassily. La clave ya nos la había dado durante nuestra primera conversación: Irina había sido una chica muy alegre. Así se confirmó.
Gracias a ese carácter, y a la forma en que se plasmaba en aquellas fotografías, logramos tener una buena imagen de siete de sus piezas dentales, y aproximada de otras tres. Los forenses certificaron, de forma terminante, que se correspondían exactamente con las piezas que seguían bien sujetas al cráneo y la mandíbula inferior que habían aparecido en Palencia.
Cuando Chamorro y yo leímos aquel informe, tardamos en reaccionar. Al fin, mi ayudante me dio una palmada en la espalda y dijo:
– Bravo, jefe. Ha costado, pero te has salido con la tuya.
– Nos hemos, Virginia -la corregí.
– Yo me equivoqué con Vassily.
– Y yo anduve torpe con los archivos.
– Eso es verdad.
– En todo caso, volvemos al principio -advertí-, y tenemos un montón de trabajo por delante. La diferencia es que esta vez no nos la van a dar.
Pereira volvió de vacaciones el lunes siguiente. Sobre la mesa le aguardaba el expediente que Chamorro y yo habíamos preparado sobre el caso que ahora llamábamos Trinidad Soler/Irina Kotova. Antes de las Díez, el comandante me llamó a su despacho. Me recibió con gesto serio.
– Ya tenía miedo de que sólo te apeteciera ir a la playa -dijo.
– No sé qué he podido hacer en el pasado para que tenga ese concepto de mí. Pero sea lo que sea, me arrepiento, mi comandante.
Una sonrisa de oreja a oreja se abrió en el rostro de mi jefe.
– De acuerdo. Pide lo que quieras, Vila. Hoy tienes barra libre.
– Hable usted con el juez de Palencia. Yo, si me da su permiso, me iré a ver al de Guadalajara y se lo contaré todo con pelos y señales.
– ¿Algo más?
– Que nos libere a Chamorro y a mí para este asunto.
– Cuidado. Estás picado, y eso no es nada profesional.
– Me la han pegado, mi comandante. Y lo peor es que todo el rato me daba en la nariz que me la estaban pegando. Usted también estaría cabreado.
– Ahí te doy la razón. Concedido. Llamaré también a su señoría de Guadalajara para decirle que vas a ir a verle. No se nos vaya a ofender.
Ése era el tipo de cosas que a veces a mí se me escapaban, y en las que Pereira no se resbalaba nunca. Un señor magistrado podía considerar un insulto que en lugar de los jefes y oficiales se enviara a tratar con él a un mísero suboficial. A otro podía haberle escocido el comentario, pero imaginé lo que Pereira iba a contarle de mí al juez de Guadalajara.
Fuera cual fuera, la embajada de Pereira bastó para que su señoría nos diera cita a Chamorro y a mí al día siguiente de llamarle. Nos recibió en su despacho, que no era nada suntuoso y estaba atestado de autos y sumarios, algunos de ellos tirados por el piso. Todo el juzgado ofrecía parecido aspecto. Según nos había contado uno de los oficiales, mientras esperábamos, las razones eran sobre todo dos: el pésimo local, en el que llevaban provisionalmente una pila de años, y el atasco endémico de asuntos.
– Ya ven cómo estoy -dijo el juez, apenas nos hubimos sentado-. No se enfadarán si les digo que agradeceré mucho que se ciñan a los hechos.
Así lo intenté. Mientras le iba dando cuenta de nuestros descubrimientos, el juez me observaba con aquella expresión somnolienta y amargada que ya había paseado por la escena del crimen. Pero me escuchó. Al terminar mi relato, echó la cabeza hacia atrás, inspiró profundamente y opinó:
– Un trabajo impresionante, sargento. Desde luego que hay que reabrir el caso. Hablen con el fiscal y que me lo pida en seguida.
– Aparte de eso, señoría, quisiéramos solicitarle algunas diligencias -añadí.
– Muy bien -repuso el juez, un poco impaciente-. Las que quieran. Se van a hablar con el fiscal y se lo cuentan a él en detalle. No se preocupen, que todo lo que me pida, salvo que haya algún disparate, lo acordaré.
Después de eso, había poco más que decir. El juez debió de notar de pronto el desaire que su brusquedad nos producía, o tal vez sospechó algo en lo que no estaba del todo descaminado, que Chamorro y yo censurábamos la prisa que parecía tener por desentenderse de la cuestión.
– No crea que no le doy a esto la importancia que merece, sargento -aclaró, con la mirada velada por una brumosa tristeza-. Si le digo la verdad, preferiría poder meterme a fondo, y hacer lo que se supone que tengo que hacer. Pero llevo un juzgado civil y otro penal con jurisdicción en toda la provincia. ¿Ha visto usted lo grande que es Guadalajara? Pues todo lo que pase en ella puede tocarme, desde un homicidio hasta un desahucio. Todavía no he conseguido sacar del todo el atasco que me encontré al llegar. En esas condiciones, comprenderá que tengo que encomendarme a ustedes.
– Estamos a sus órdenes, señoría.
– No piense que no me importa que se sepa quién mató a esa gente -agregó, con sentimiento-. Claro que me importa. Espero con interés sus noticias. Pero no puedo recrearme. Eso es todo.
Hablamos con el fiscal, y el juez cumplió lo prometido. Tras reabrir el caso, ordenó todas las diligencias. Volvíamos a la caza con la moral alta. Ahora sabíamos que el zorro se ocultaba ahí, en algún lugar del bosque.