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Capítulo 16 LA MANO EN EL FUEGO

Mientras volvíamos a Madrid, la tarde se fue nublando. Al llegar al desvío de la M-30 el cielo se abrió de pronto y una tromba de agua se abatió sobre la ciudad. Aunque había puesto el limpiaparabrisas al máximo, Chamorro hubo de hacer grandes esfuerzos para orientarse. Cinco minutos después nos vimos atrapados en un atasco monumental. En un luminoso de señalización, unos cien metros por delante de nosotros, atisbé un triángulo rojo con un coche amarillo volcado en su interior. Al poco pude distinguir las temibles letras «ACCIDENTE CARRIL DERECHO .» La ristra de luces rojas se perdía al fondo de la cortina de agua, que seguía cayendo sañudamente.

– Creo que disponemos de un rato para reflexionar -dije.

– Es una forma de enfocarlo -opinó Chamorro, soltando el volante.

Eran las primeras palabras que los dos pronunciábamos desde Guadalajara. De pronto me sentía menos agobiado. Lo mejor de los días funestos, como aquel que nos agonizaba entre los manos, es el momento en que terminan de torcerse del todo. Viene a ser un alivio, porque a quien ya no espera ningún suceso alentador no hay manera de frustrarle más. Ahora que estaba claro que aquel día no sólo no iba a ocurrimos nada bueno, sino que encima íbamos a llegar a casa a las tantas, podíamos al fin relajarnos.

– Ha sido un encuentro muy aleccionador -observé, escuetamente. No hacía falta que mencionara a Ochaita para que Chamorro supiera a qué me estaba refiriendo. Ambos seguíamos pensando en él.

– Y que lo digas -asintió.

– No es malo que de vez en cuando te revuelquen -juzgué-. Es una especie de gimnasia. Previene el exceso de confianza y la tendencia a subestimar al adversario. Si lo miras, nuestro oficio tiene un punto de presunción. Debemos ser capaces de desarmar a cualquier sospechoso, de desenmascarar a cualquier asesino. Como si fuéramos más listos que nadie. Pero no lo somos, y nos viene bien que alguna vez nos lo recuerden. Porque nuestra baza no es nada de eso: ni la sagacidad, ni el ingenio, ni lo duros que podamos parecer. A veces el de enfrente es necio, o patoso, o blando, y con esas mañas te vale. Cuando la tarea es difícil, lo que sirve es otra cosa.

– Qué -murmuró Chamorro, distraída.

– Qué va a ser. El maldito tesón. Al fin y al cabo, nosotros somos el brazo ejecutor de la normalidad, que nos ha encomendado reprimir a los anormales. Y la normalidad siempre se impone, pero a la larga. No puedes ser más alto que el más alto. Tienes que esperar a que flaquee y se agache.

– Sabes que puedes contar conmigo lo que haga falta -aseguró mi ayudante-, pero yo diría que esto se nos ha puesto muy oscuro. Tendríamos tiempo si no hubiéramos agotado la paciencia de Pereira. Como no se nos ocurra pronto alguna idea brillante, nos vemos camino de Murcia.

– No estoy de acuerdo, Chamorro -disentí-. Me refiero a lo de la idea brillante. Me temo que el problema es justo lo contrario: una falta de método. Tengo la sensación de que en algún punto del camino nos hemos perdido. Nos hemos alejado de lo esencial y hemos dejado que nos despistaran.

– El caso es que no iba tan mal -dijo Chamorro, con una especie de añoranza-. Desde luego, no será por falta de sospechosos. Lo malo es que todos ellos lo siguen siendo, tanto como lo eran hace quince días. Ni más, ni menos. Si te fijas, no hemos podido comprometer ni descartar a ninguno. Es como si todos los esfuerzos se nos hubieran ido en nada.

– Y ahora sólo nos quedan seis días -recordé-. Pero hay que pararse y templar. Hacernos a la idea de que tenemos todo el tiempo por delante y preguntarnos: por qué, cómo. Regresar al principio, a los hechos.

– ¿Tú crees?

– Figúrate por un momento que vuelve a ser abril y que sólo sabemos lo que sabíamos entonces. Que el muerto es un ingeniero de la central nuclear, y que llegó acompañado de una rubia despampanante.

– ¿Y?

– Pues que nos hemos olvidado de las dos: de la central y de Irina. Y las dos cuentan para resolver el primer enigma que hemos tenido todo el tiempo encima de la mesa. No se trata de los dudosos negocios de Zaldívar, ni de las ansias de desquite de Ochaita, ni de los impenetrables sentimientos de Blanca Díez. El primer enigma, Virginia, es Trinidad Soler.

Chamorro no contestó. Se quedó mirando al fondo de la tarde tenebrosa.

– Tenemos que volver al hombre que fue capaz de reunir a su alrededor a unos seres tan distintos -proseguí-. El hombre que sedujo un día a la escéptica Blanca Díez. El mismo que trabajaba calladamente en la central nuclear, mientras le ganaba los concursos a Ochaita y recibía las confidencias de Zaldívar. El que una noche se encontró con Irina no sabemos dónde y en lugar de esquivarla la llevó al motel donde ella había de verle morir.

– ¿Y qué propones? -consultó Chamorro, mientras cambiaba de marcha.

– Ahora, nada -me rendí-. Si logramos salir de este follón, creo que convendrá que cada uno se vaya a su casa y reflexione por separado. Lo que te propongo es que lo medites y que mañana me traigas alguna idea. Yo lo intentaré también, cuando termine de lamerme las heridas.

Aquella noche me fui a la cama pronto y me quedé dormido al instante. Fue una bendición, porque a la mañana siguiente me levanté despejado y entre la ducha y el trayecto hacia la oficina pude ordenar bastante mis pensamientos. Cuando llegué, mi ayudante ya me estaba esperando. No era infrecuente que apareciera por la oficina quince minutos o media hora antes del inicio de la jornada. Me recibió con un aspecto radiante.

– Buenos días, Chamorro -la saludé-. ¿Te ha tocado la Primitiva?

– No, mi sargento -repuso, muy formal, porque teníamos testigos-. Pero creo que se me ha ocurrido una idea genial.

– Cuidado, Chamorro.

– Hice lo que me mandó, mi sargento -se defendió-. Me puse a pensar en lo esencial, en los hechos. Mi idea tiene que ver con Irina.

Como empezaba a ponerme nervioso la atención con que seguían nuestra conversación, me aparté con Chamorro a un lugar menos concurrido.

– A ver, cuenta -le pedí.

– Alguien fue a buscarla a Málaga -dijo, empeñosa-. Alguien con quien es muy posible que ya tuviera trato de antes, por la facilidad con que aceptó marcharse con él para pasar dos o tres días lejos de su territorio habitual. Mientras le daba vueltas a eso me he acordado de algo que nos contó Vassily, cuando le interrogamos: no podía darnos una lista con los nombres de los clientes de Irina, pero a algunos de ellos sí los conocía de vista.

Adiviné instantáneamente por dónde iba mi ayudante. Aunque hacerlo a aquellas alturas ya no tenía ningún mérito. El mérito era todo suyo, y mía, la responsabilidad de haber pasado semejante detalle por alto.

– Coño, Chamorro. Si resulta, te has ganado el sueldo -admití, sin regatearle mi admiración.

– ¿Sigues teniendo el número del móvil de Vassily?

Lo tenía, y medio minuto después estaba marcándolo. Hubo suerte.

– ¿Sí? -la voz de Vassily se destacaba apenas sobre el fondo sonoro de un motor de automóvil muy revolucionado.

– Hola, Vassily. Soy el sargento Bevilacqua. ¿Por dónde andas?

– Ah, hola, sargento. Ando bien.

No me esforcé por disipar el malentendido. Fui al grano:

– Vassily, quiero que veas unas fotografías.

– ¿De qué?

– Ya lo verás. Te las mando y me dices si alguna te llama la atención. Pero necesito que me des una dirección adonde pueda enviarlas.

– Bueno, ahora estoy de aquí para allá, sargento. Mejor tú mandas a bar que voy a decirte, y pones que es para Vassily. Ellos guardan.

Me dio el nombre de un bar y una dirección. Seguía estando por la zona de Málaga, aunque ahora en un municipio diferente.

– Vassily, necesito que me contestes con cierta prisa.

– Tú mandas fotos, sargento y yo paso por bar en dos días como mucho. No puedo decir seguro cuándo. ¿Cómo va investigación?

– Va adelante -mentí-. Tú fíjate bien en lo que te mando.

Una vez que conseguimos las fotos, las despachamos a Málaga por el procedimiento más urgente que teníamos a nuestro alcance. Después, volví a coger el teléfono. También yo había tenido una idea, aunque quizá fuera menos astuta que la de Chamorro. Como la de ella, estaba relacionada con aquellos primeros eslabones del caso que con el correr de nuestras pesquisas habíamos ido descuidando. Me costó un poco, pero al tercer intento me pasaron al fin con la extensión de Luis Dávila, el jefe de operación de la central nuclear. Sonaba austero y eficiente, como el día en que nos habíamos conocido. También me pareció que mostraba cierta prevención.

– Señor Dávila -dije, tras el intercambio de saludos-, nos gustaría tener una conversación con usted, a solas. Esta mañana, si es posible.

– Bueno, yo… -titubeó-. Verá, no creo que deba.

Me sorprendió aquella vacilación, en alguien como Dávila.

– ¿Por qué?

– La empresa tiene su responsable de relaciones exteriores y su responsable jurídico -explicó-. Usted los conoce. Yo les atiendo con mucho gusto, pero según nuestros procedimientos ha de ser a través de ellos.

No cabía duda de que era un hombre escrupuloso. Pensé que debía haber previsto algo así. Ahora tenía que encontrar el modo de soslayarlo.

– Le voy a ser muy sincero, señor Dávila -dije-. No me interesa lo más mínimo hablar con Sobredo o con el abogado. Me interesa hablar con usted, y tenerlos a ellos como testigos sólo va a servir para estorbarme y para hacerme perder el tiempo. Ya me gustaría poder permitírmelo, pero le aseguro que en este momento no me sobra ni un minuto. Comprendo que debe obediencia a su empresa y todas esas cosas. Por eso le ruego que considere que ésta es una circunstancia excepcional. Se trata de la muerte de un hombre. Estoy seguro de que tiene el criterio suficiente como para saber que hay ocasiones en las que uno puede saltarse los procedimientos.

– No puedo hacerlo -dijo Dávila, cada vez más envarado.

– Se lo pido como un favor personal -insistí-. Y si tiene miedo de perjudicar a su empresa, le doy mi palabra de honor de que me abstendré de utilizar nada de lo que me diga en contra de ella. Aunque sospechase algo que tuviera el deber de denunciar. También yo me saltaré mis normas.

Le prometí aquello casi sin darme cuenta de lo que decía. Quizá por eso Dávila, al cabo de unos segundos de silencio, quiso cerciorarse:

– ¿De verdad me da su palabra?

– De verdad -me ratifiqué.

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