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– No te entiendo, muchacho -dijo-. Tampoco me sé de memoria el código nuevo, la verdad. ¿Acaso es ahora delito irse de putas?

– No. Pero sí lo es matarlas.

– Hostia, otro muerto -exclamó-. ¿Por quién me has tomado, por una funeraria? Mira, chaval, yo de putas me voy cuando se me pone, que es muchas veces, o era, porque ahora ni se me levanta, con toda la porquería que me pinchan. Y lo he probado todo: nacionales, rusas, negras, chinas y hasta cojas, que tienen un morbo increíble. Las rusas no están mal, la verdad, pero tampoco me parecen más que otras. En fin, a lo que iba, que me he tirado a unas pocas, pero matar, ¿quién mataría a una puta? Eso sólo lo hacen los tarados que les piden que se vistan de enfermera o de monja. Yo puedo tener mis defectos, y hasta mis rarezas, pero soy un hombre cabal.

Tras hacer esta última declaración, Ochaita se quedó observándome. Tenía el mirar gastado y franco, como un toro medio desangrado ante el matador que enfila el acero temiendo volver a fallar la estocada. Por un segundo cruzaron por mi cerebro esbozos de frases que aludían a la Costa del Sol, a Irina Kotova, a una bala del nueve largo perforando una nuca. Pero ninguna de ellas llegó a materializarse en mis labios. De repente, sentí la acuciante necesidad de dejar de hacer el ridículo. Aquel despojo humano me estaba machacando, y comprendí que ninguna frase que se me ocurriera iba a doblegarle. Tampoco podía detenerle, porque habría sido rematar mi desatino. Tenía que retirarme y meditar otra táctica, si la había.

– Mira, sargento -volvió a hablar Ochaita, sin dejar de enfrentarme-. No sé cuánto me queda. No sé si serán quince días, o diez, o dos. No he tenido mala vida: lo he pasado bien, me he salido con la mía muchas veces y he podido darme caprichos que muchos nunca consiguen. Pero ahora todo me la sopla. Si te gusta algo de lo que hay en esta casa, llévatelo. Lo mismo te digo a ti, niña. A Eutimio le he dado todos los coches, y a una de las chicas toda la plata que solía limpiar. Yo ya no voy a necesitar nada, y lo que menos necesito, sargento, es que tú me creas inocente. Es más, si alguna vez hubiera matado a alguien, ahora me daría el gustazo de confesarlo. No es que no crea en el infierno. Vaya si creo: he vivido allí. Por eso no me importa lo que me espera. Después de todo, será como volver a casa.

De pronto, Ochaita había logrado desprenderse de su rencor de moribundo y sonaba pasmosamente sereno. Acepté que aquél era un momento tan bueno como cualquier otro. Tragándome el orgullo, le dije:

– Está bien, señor Ochaita. Por ahora le creeremos. Y le ruego que nos disculpe si le hemos molestado. No era nuestra intención.

– Claro que era vuestra intención, capullo -me corrigió, sin apiadarse-. A ver si la experiencia os vale para espabilar un poco. Hasta nunca.

Le dejamos allí, con la mirada perdida en el llano amarillo, disfrutando de aquel triunfo casi póstumo. Eutimio hizo con nosotros todo el camino de vuelta hasta la salida. Antes de cerrar la puerta, sentenció:

– Lo que yo os decía. Una pandilla de maricas. No me extraña nada que ahora dejen entrar a las mujeres.

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