Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Le miré despacio. Tenía coraje, y la fuerza suficiente para quebrarme el espinazo sin emplearse mucho. Pero no iba a callarme por eso.

– Es verdad, ya no nos ocupamos de meter en cintura a los gitanos y a los ladrones de gallinas -admití-. Mientras usted sigue recordando esos tiempos heroicos, ¿podría indicarnos cómo llegar hasta don Críspulo?

El guarda tardó en responder. Carraspeó con fuerza y dijo:

– Yo os llevo, pichones.

Seguimos al guarda a través del enorme jardín. No estaba nada mal, aunque no pude evitar compararlo con el de Zaldívar y en esa confrontación resultaba netamente derrotado en los apartados de organización, estética de detalle y estética de conjunto. La casa era un aborto faraónico, en el que se combinaban sin la menor ligazón todos los estilos arquitectónicos, desde el dórico hasta el futurista. Pero como no era el corresponsal de una revista de decoración y paisajismo, procuré sólo que me hiciera el menor daño posible. Una vez dentro del inmueble nos cruzamos con un par de mujeres lúgubres, con pinta de sirvientas, que ni siquiera alzaron la vista. Subimos al primer piso por una escalinata fastuosa, digna de que en cualquier momento cayera rodando por ella Escarlata O'Hara. Luego atravesamos un par de corredores flanqueados por cuadros inenarrables y acabamos desembocando en una sala que daba a un gran balcón. El balcón estaba abierto. Ante él, junto a una mesa con un vaso y una botella de whisky, había un hombre sentado de espaldas a la puerta. Llevaba un fino batín de seda, con dibujos de cachemir, y permanecía inmóvil. Vi que era un sujeto de buen tamaño, aunque tenía los hombros algo hundidos y encorvado el cuello. El cráneo, que era todo lo que le sobresalía del batín, aparecía bastante despoblado.

Cuando llegamos a su altura, el hombre que debía de ser Críspulo Ochaita alzó hacia nosotros una mirada furiosa. Lo que más me impresionó fue que los ojos que la sostenían parecían consumidos, como su rostro y su cuerpo todo. Rondaba los cincuenta años, pero aparentaba quince más. Tenía la tez amarillenta y los huesos le asomaban bajo la carne.

– ¿Tú eres el gilipollas que me quiere detener? -preguntó, con un vozarrón que casi habría podido decirse que le sobrevivía.

No consideré prioritario ofenderme, sino comprender por qué estaba así y de dónde sacaba las energías para arrojarme aquel venablo.

– Soy el sargento Bevilacqua y ésta es mi compañera, la guardia Chamorro -expliqué, como si respondiera a otra pregunta, formulada con más urbanidad-. Estamos investigando un homicidio y queremos hacerle unas preguntas, si no le incomoda demasiado.

– Joder, claro que me incomoda -respondió-. ¿Tú que te has creído, que se puede llamar a la casa de la gente y amenazarla con que la vas a detener así como si nada? ¿En qué tómbola te ha tocado el tricornio, pringao ?

Así me iba a resultar un poco difícil. No dije nada, para darle la oportunidad de sosegarse. Fue una esperanza vana.

– Le he dicho a Eutimio que os dejara pasar para cagarme en la leche que os dieron y echaros luego a patadas -prosiguió-. Uno de los principales problemas de este país es que está lleno de incompetentes que no tienen ni puta idea de nada, pero como ahora todos somos simpáticos y láit y no queremos dar mala imagen, no hay quien tenga huevos de llamar inútil a quien lo es. Así vamos, cada vez peor, con todo lleno de sinvergüenzas y de chupones y de niños de papá. Todos viviendo como obispos, tocándose los cojones y lo que es peor, tocándoselos a los demás. Así que ya lo habéis oído: a asustar os vais a la guardería, y ahora largo de aquí, soplagaitas.

Durante una fracción de segundo, dudé entre dos estrategias completamente opuestas. Al final elegí la más arriesgada:

– Muy bien, señor Ochaita -dije, impasible-. Nos vamos. Pero usted se viene con nosotros. Queda detenido. Tiene derecho a una serie de cosas que supongo que ya sabe y que ahora le recordaré con tanto detalle como quiera, pero la primera de todas es a saber por qué se le detiene. Se le acusa de la muerte de Trinidad Soler, acaecida el 8 de abril de este año.

Ochaita abrió mucho los ojos, y Eutimio también. El dueño de la casa se apoyó a continuación sobre los brazos de su butaca e hizo ademán de levantarse. No completó el movimiento que había iniciado. A la mitad, su cara se torció en un rictus de dolor y volvió a caer sobre el asiento.

– Me cago en todo -barbotó-. Eutimio, las putas pastillas.

Eutimio se abalanzó con velocidad impropia de su edad y su envergadura hacia un mueble. De uno de los cajones sacó un frasco y un segundo después le tendió a su jefe una píldora que el otro se empujó adentro con lo que tenía más a mano, es decir, un trago de whisky. Durante medio minuto, Ochaita permaneció con los ojos cerrados y la boca apretada, mientras Eutimio nos observaba sin disimular sus instintos asesinos. Confieso que no acerté a reaccionar antes de que lo hiciera el disminuido Críspulo.

– Ya lo ves, sargentito como te llames -dijo, con un hilo de voz-. Me estoy muriendo a chorros. Así que contigo se va a ir tu puta madre. Yo me quedo aquí. Y si me queréis levantar y llevar en brazos, allá vosotros. Como a mí ya no me dará tiempo, le dejaré en mi testamento dinero a un abogado para que se lo gaste en que os echen a los dos de la Guardia Civil.

Aquél era uno de los atolladeros más incómodos en que me había metido jamás. Chamorro no paraba de mirarme de reojo.

– Siento que esté usted enfermo, pero si se niega a hablar con nosotros no tenemos otra solución que llevárnoslo -porfié, pese a mis dudas-. Si necesita cuidados médicos, llamaremos a una ambulancia.

– No te pongas borrico, sargento -me aconsejó, exhausto-. Para empezar porque sería una detención ilegal, y para terminar porque vas a perder el tiempo. Si me he zafado de cosas de las que soy más culpable que Satanás, cómo coño vas a colgarme esa mierda de la que no sé nada.

– ¿Niega conocer a Trinidad Soler?

Ochaita meneó la cabeza.

– No sé si eres retrasado o si te lo haces, chico. ¿Quién ha dicho eso? He dicho que no sé nada de su muerte. Por supuesto que le conozco. Hasta una vez le solté un par de hostias. Un momento -se detuvo, y me preguntó-: ¿Es por aquella tontería? Anda, que menudo sabueso estás tú hecho.

La pastilla debía de estar surtiendo al fin sus efectos sedativos. Por lo pronto, parecía que conseguía establecer un diálogo con él, claro que al precio de aguantar mansamente que me cubriera de toda clase de improperios. Decidí estirarlo cuanto fuera posible, aunque tuviera que seguir allí de pie, bajo la despreciativa vigilancia de Eutimio y sosteniendo la torpe amenaza de una detención que muy improbablemente iba a practicar.

– No es sólo por ese incidente -dije, tratando de mostrar aplomo-, aunque ya que lo menciona, disponemos de numerosos testigos que aseguran que aquel día usted profirió graves amenazas contra la víctima.

– ¿Cómo de graves? -preguntó Ochaita, dibujando a duras penas una torva sonrisa-. ¿Acaso dije que le iba a matar?

– Usted sabe que hay muchas maneras de decir las cosas.

– No para Críspulo Ochaita, sargentito -aseguró, prepotente-. Yo digo las cosas como me salen de las tripas. A ti te he amenazado con que voy a conseguir que te echen, y eso es lo que voy a hacer. Si hubiera querido amenazar de muerte a ese marisabidillo, pues lo habría hecho y en paz. Y luego habría salido el sol por Antequera, y yo me habría quedado tan fresco.

Ochaita me miraba desde abajo con una expresión entre asqueada y colérica. Su perro de presa, desde arriba, le imitaba fielmente.

– Pero no me negará su rivalidad con ese hombre -alegué-. Nos consta que en más de una ocasión se disputaron concesiones y obras. Y también nos consta que él le ganó a menudo, y que no siempre compitieron con buenas artes. No le voy a descubrir mucho más mis cartas. Lo que quiero que entienda es que no hemos venido aquí sin más, señor Ochaita.

Críspulo Ochaita lanzó una carcajada. Para cualquier otro hombre, habría sido una simple expansión, pertinente o no. Para Críspulo Ochaita, a aquellas alturas, era como escupir un pedazo de alma por la boca.

– Yo nunca he sido rival de ese mamporrero de chichinabo -rechazó-. Si acaso de su jefe o del jefe de su jefe, y más bien diría que al revés, que fue su jefe quien vino a tocarme las pelotas a mí.

Ochaita se paró a tomar aire. Debía de seguirle doliendo, pero se impuso a su sufrimiento y continuó, en el mismo tono de soberbia:

– Y si me ganaban, pues no te voy a negar que me jodía, pero también yo les ganaba a ellos y nunca he dejado de tener de sobra para hacer todo lo que me saliera del culo. Lo que no he entendido es eso que dices de que no peleábamos con buenas artes. Hablas como los maricones repeinados que salen en la televisión. Si lo que insinúas es que pagaba sobornos, pues sí, he pagado más sobornos que pelos tienes tú de cintura para abajo; que alguno tendrás, a pesar de todo. Y si quieres lo firmo ante notario o pongo una pancarta en la carretera. Como todo Cristo, diría para rematar la frase. Y ahora te chivas a un juececito soplapollas y que se ponga a montarme un sumario, y así tengo algo para reírme mientras me la chupan los gusanos.

No supe si Ochaita se estaba desahogando o si había sido así siempre, incluso antes de enfermar. En cualquier caso me abstuve de interrumpirle, porque ante todo me interesaba que siguiera largando.

– Y en cuanto a esas cartas que guardas en la manga -dijo-, no tengas vergüenza, sácalas y ponías encima de la mesa. Sé lo que llevas. Como decimos los jugadores de mus, todo perete: cuatro, cinco, seis y siete.

Ochaita calló al fin, agotado. Ahora era mi turno, y tenía que encontrar algo que me sirviera para romper su costra. Me la jugué.

– Va a dejarme que le haga una pregunta -anuncié, lentamente-, y me la contesta como quiera. Si lo prefiere me sigue insultando, o sigue jugando a ser el abominable hombre de las nieves. Pero le recomiendo que antes de decidirse piense un momento, para variar. Como experto que es usted, ¿qué diría que tienen las prostitutas rusas que no tengan las nacionales?

Puso cara de estupor.

– Eutimio, ¿tú le has dado un golpe en la cabeza a esta criatura? -preguntó, como si sinceramente le preocupara.

Vi a Eutimio esbozar una sonrisa. En su cara de engendro resultaba una de las más humillantes de que nunca he podido ser objeto.

– No se me escurra, señor Ochaita -intenté mantenerme firme.

El enfermo me midió con abierta curiosidad.

40
{"b":"87689","o":1}