– Hombre, Vila -me saludó Marchena, efusivo-. Ya creíamos que te habías olvidado de nosotros. Como has estado dedicado a una investigación de alto nivel, que les zurzan a los guardias de pueblo.
– Sabes que no es verdad -protesté-. Aquí estoy, para probarlo.
Le puse al corriente de los últimos acontecimientos, en parte por la deuda moral que tenía con él y su gente, y en parte por lo que le afectaba. Al menos dos de los delitos, la muerte de Trinidad y la apropiación indebida de la fuente radiactiva, habían sucedido en su demarcación.
– A pesar de todo, tienes que reconocerme que yo no estaba nada descaminado -dijo, visiblemente orgulloso-. Se lo cargaron, y la tostada se había cocinado fuera de aquí. Lo que yo decía desde el principio.
– Eso parece -observé-. Pero el único que hasta ahora ha confesado jura que lo de Trinidad fue un accidente. Que sólo querían hacerle unas fotos.
– ¿Y qué va a jurar? Mira, Vila, a mí el tarro no me dará para estudiar latín, pero sí para ver estas cosas. Igual que sabía que la faena no era obra de mis vecinos, te digo que a ese desgraciado lo quisieron quitar de la circulación. ¿Unas fotos? ¿Y dónde estaba el fotógrafo?
– Eso es lo que yo pienso, también -asentí.
Marchena insistió en que tomara un café, lo que hizo que fueran ya las doce pasadas cuando volví a subir al coche y emprendí viaje hacia la última estación de mi recorrido. No encontré en su casa a Blanca Díez. Según me dijo la chica que me abrió la puerta, había aprovechado que acababa de escampar para ir al cementerio. Le pedí que me indicara cómo llegar.
El cementerio era bastante pequeño. Tenía una zona antigua, con algunas tumbas con las lápidas medio borradas. Al paso me fijé en una que carecía de lápida, pero que ostentaba un cartel metálico, muy limpio, que proclamaba que era de propiedad. Mejor tener descendientes celosos que el mejor de los mármoles. El muro del fondo del viejo recinto lo habían echado abajo y prolongando los muros laterales habían construido una nuevo unos cincuenta metros más allá. En este espacio recién conquistado, y apenas colonizado por una decena de sepulcros, encontré a Blanca, erguida ante uno de ellos. Había depositado sobre la lápida unos claveles blancos. La leyenda de la tumba no era original: Tus hijos y tu esposa no te olvidan.
– Buenos días, señora Díez -dije, sin elevar mucho la voz.
Blanca no me contestó en seguida. Siguió mirando la lápida, con aire ausente. Aguardé sin prisa, unos pasos detrás de ella.
– Hola, sargento -habló finalmente-. Esta mañana he vuelto a leer el nombre de Trinidad en los periódicos. Supongo que sabrá algo.
– Algo sé, sí.
– ¿Y va a contármelo?
– A eso vengo, en parte.
Blanca se dio la vuelta. Había estado llorando, y sus ojos oscuros brillaban como si la luz les saliera de dentro.
– ¿Cuál es la otra parte? -preguntó.
– La otra parte, naturalmente -expliqué-, es pedirle disculpas. Ahora que he terminado me doy cuenta de que no siempre me comporté como debía con usted. Espero que comprenda que fue por una buena causa.
– Comprenderé que fue por una causa, sargento -me corrigió-. Con eso basta. Que sea buena o mala siempre depende Dios sabe de qué. ¿Y qué es lo que ha descubierto, al final de su azaroso camino?
No era demasiado cómodo contárselo allí, de pie sobre el barro del cementerio. Pero asumí mi deber y le hice el relato que me pedía y al que tenía, acaso, más derecho que nadie. Blanca me escuchó sin que nada alterase sus facciones, ni siquiera cuando le conté que su marido había intervenido en la muerte de otra persona. No le dije hasta qué punto, calculando fríamente el grosor de plomo que permitiría envenenarle las entrañas a Ochaita con lentitud y sin que ninguna lesión externa delatase el proceso mortal. Pero ella podía deducir, y quizá dedujo. Al menos, inquirió:
– ¿Por qué hizo eso Trinidad?
Como para todo, porque ése es mi oficio, tenía una hipótesis: por despecho, por odio, por el rencor de haber sido vapuleado en público. Un hombre robusto como Ochaita a veces no sabe a qué se expone humillando físicamente a quien lo es menos, como en ese caso Trinidad. También pudo obrar por miedo a las amenazas de Ochaita, o por dinero, o porque Zaldívar ejerciera un ascendiente irresistible sobre él. Pero si tenía que elegir algo, elegía lo primero. Para Blanca, en cambio, me limité a decir:
– Nunca se está seguro de eso. Lo indudable es que lo hizo.
La viuda de Trinidad me dio por un momento la espalda. Se quedó mirando el valle, sombrío bajo el opresivo cielo gris. Soplaba una brisa que le echaba el cabello sobre la cara. Terminó por cogérselo con la mano.
– La transmutación -dijo de pronto, sin mirarme.
– ¿Qué?
– La transmutación, sargento -repitió-. El propósito de la alquimia. Hace un par de años traduje un libro inglés que iba de eso. Me sorprendió. ¿Sabe usted qué era lo que en realidad pretendían los alquimistas?
– Convertir el plomo en oro, si no recuerdo mal -dije, dudando si eso tendría que ver, de una forma enrevesada, con los manejos de Trinidad para preparar el paquete que había acabado con Ochaita.
– Frío, frío -denegó-. Eso pretendían los malos alquimistas. La verdadera transmutación consistía en mejorar la naturaleza del propio alquimista, no de los metales. Los metales sólo eran el instrumento. Por eso los que se impacientaban y se obsesionaban con el oro acababan consiguiendo el efecto inverso, empeorar ellos mismos. La transmutación, pero al revés.
– Perdone, pero no la entiendo.
Blanca volvió a apuntar sus ojos en mi dirección.
– No conozco a ese hombre del que me habla, sargento -dijo-. Algo lo cambió de arriba abajo. No era el mismo con quien me casé. Y ahora pienso si fue el dinero, como el oro a los alquimistas impacientes, y si sus hijos no podrán pedirme cuentas el día de mañana por no haber sabido impedirlo. O lo que es peor, por haberlo estimulado. Quizá yo me alegraba demasiado cuando veía cómo crecía nuestra fortuna. Ahora tengo una casa, y los millones que me queden después de que acabe conmigo Hacienda. Pero no le tengo a él. Y él era lo mejor que había encontrado en la vida.
Las lágrimas asomaron a sus ojos, y terminaron por caer. Pero Blanca no quiso apartar la cara. Mientras el llanto surcaba sus mejillas, ella inspiraba a fondo, para impedir que se le descompusiera el gesto.
– No le condene, ni se condene usted tampoco - le aconsejé-. Trinidad se metió en un lío demasiado complicado. Ésas cosas se sabe cómo empiezan, nunca por dónde salen. Y no todo el mundo es igual de fuerte.
– Trinidad era fuerte, se lo aseguro.
– A veces eso es aún peor que ser débil. En el límite todo se convierte en su contrario. La virtud en defecto, la fuerza en debilidad.
– Ya. Lástima que la filosofía china nunca haya acertado a consolarme. Ni a mí ni a nadie, me huelo -se mofó Blanca, forzando una amarga sonrisa.
– La intención era buena -me justifiqué.
Blanca quedó pensativa. Parecía recapitular, cerciorarse de que no quedaba nada que debiera preguntarme. Aún dio con algo:
– ¿Y qué fue lo que consiguieron, matándole?
De nuevo, no era aquélla una pregunta para la que tuviera una respuesta única. Y una vez más, elegí la que creí que más podía confortarla. A la postre la verdad es siempre dudosa, inasequible. En su lugar uno no puede levantar más que historias, y a una historia no cabe exigirle más que una cierta consistencia. Si de paso se puede lograr hacer bien a la gente, no hay razón para inclinarse por otra historia, que tampoco será nunca irrefutable. Así que omití hablarle de Patricia y de la posible venganza de un padre paranoico, aunque habría podido pergeñar una historia piadosa y no del todo infundada, mencionando lo mucho que la hija de Zaldívar se parecía a ella.
– Pues quizá no consiguieron nada -respondí-. Creo que quisieron deshacerse de su marido porque se olían que sufría remordimientos y que en cualquier momento podía avisar a Ochaita, o acudir a la policía a denunciarlo todo. Sí; al final, eso es lo que me parece más probable.
Blanca no era una mujer ingenua. Tampoco contaba con ello.
– Muchas gracias, sargento -dijo, bajando los ojos-. Está usted perdonado.
Echó a andar hacia la salida, y no la seguí. Me quedé allí, viendo cómo su espalda se iba haciendo más pequeña y calculando, con una súbita ansiedad, que jamás volvería a contemplar su rostro. Pero no estaba seguro de que me gustara aquella mujer. Había en ella algo inhumano, una intransigencia con la debilidad y la equivocación. En qué medida hubiera influido con ello en la vida o en la muerte de Trinidad, era una cuestión que no me correspondía en absoluto dilucidar. Aunque no pude evitar preguntármelo.
Desde entonces, he pensado con cierta frecuencia en Trinidad Soler. Por alguna razón, casi siempre lo imagino en la pasarela sobre la piscina azul, mirando absorto su contenido letal. Otras veces, en cambio, me lo figuro en sus últimos instantes de vida, acechando entre la bruma de las drogas y el alcohol el ensueño también azul de los ojos de Irina Kotova. Creo que Trinidad fue consciente de la muerte que había detrás de ese azul, como lo era de la que había al fondo de la piscina. Como todos sabemos de la negrura infinita que se oculta tras el cielo de una mañana de verano.
Esto es lo que querría comprender: por qué lo aceptó. Nunca he pretendido juzgarle, porque no es mi trabajo, porque ningún castigo puede añadirse al que recibió y porque una vez le hice una promesa que me toca honrar. Tan sólo me gustaría ser capaz de entender por qué un hombre como él quiso pasar la raya. Por qué, un mal día, decidió partir sin billete de vuelta hacia ese lugar oscuro y solitario donde el azul se desvanece.
Londres – Getafe – Madrid – Chidana de la Frontera,
16 de junio-19 de septiembre de 1999